viernes, 3 de septiembre de 2010

35. A Bruselas


    El veintinueve de diciembre se dispuso a abrir la carta del nuevo ministro de Estado. Palpitaba con fuerza su corazón, le temblaba el pulso, un ligero sudor humedecía sus manos. Allí estaba: agradecimiento por los servicios prestados, natural recambio, necesidad de renovar los impulsos, y en compensación, un destino europeo: Bruselas. Dejaría de ser plenipotenciario, iría como embajador, el grado máximo de la carrera. Así que, en apariencia, un ascenso. De hecho, un castigo. “Bruselas, una pequeña ciudad en la que no pasa nada, que cuenta poco en la política mundial. Una legación allí tiene menos asuntos que un vulgar consulado en un país decente. Me duele, sobre todo, que me cesen los de mi propio partido. He cumplido mejor que los demás; no sólo por no robar, sino por haber evitado muchas vergüenzas. ¿A quién mandarán en mi lugar? Seguro que a un pillo. ¿Y Catalina? ¿Debo comunicarle yo mismo la noticia o esperar a que lo haga su padre? Bayard sabrá dar un tono profesional al suceso. Algo normal: un embajador cambia de destino. El cese se publicará dentro de unas dos semanas. ¿Para qué amargarle la Navidad, allí en Wilmington? Ya se enterará cuando vuelva”.
    Llamó a todos − menos a Juanito, que no se levantaba de la cama − y les dio la noticia. Pestaña quedó muy sorprendido, no esperaba un cese después del éxito en la cuestión filibustera.
    Don Juan subió a ver a su sobrino. A oscuras, entró en la habitación. Levantó las persianas y abrió las ventanas para ventilar la atmósfera irrespirable. Juanito dormitaba enroscado sobre la cama con la ropa de calle puesta.
− Despierta mozo, volvemos a España. Me han trasladado a Bruselas − trató de parecer contento, don Juan.
    Juanito no contestaba, seguía con los ojos cerrados. Don Juan se acercó y le cogió de un brazo.
− Despierta, vamos, despierta, hay que moverse.
    Juanito abrió los ojos. Miró a su tío con la incredulidad del que regresa de un viaje fantástico.
− Voy... − soltó con una voz delgadísima.
− Mira, me han trasladado...
    La carta, agitada por el embajador, revoloteaba sobre el yacente.
− Yo no quiero irme de aquí.
− Yo tampoco, pero eso no depende de nosotros. Tú tendrás que volver conmigo porque en tu lugar vendrá algún paniaguado, como ocurrió en tu caso. ¿Tienes medios propios para vivir en América? No, pues no le des más vueltas. Además, necesitas los caldos y los potajes de Sierrita para que la solitaria deje algo de ti.
− ¿Qué voy a hacer en España sin Victoria?
− Hay muchas mujeres en el mundo
− Tío, ¿por qué no le decimos que viaje con nosotros para que conozca la tierra de la puta de su madre? Yo la llevaría a Málaga, veríamos amanecer en Puerta Oscura, nos bañaríamos en las playas del Carmen, entraríamos en el Perchel y buscaríamos a sus parientes. Yo, cogido de su brazo.
− No pienses más en ella. No lleva a ningún sitio. Un hombre cuando pierde, se remanga, y a otra.
− Muerto, estoy muerto, más que Ignacio, que seguirá vivo en su memoria. Aunque paseemos por el Perchel, lo hará con el fantasma que ha matado a su novio.
− Tú no eres culpable de la muerte de Ignacio, sino él mismo y Pastorín. Además, ella no puede saber lo de los informes de Ausubel. Agramonte tampoco era un ángel, iba cargado de rifles para quitarnos la vida. No te tortures más. Levántate y sal a dar una vuelta.
    Le había extrañado que, desde la muerte de Ignacio, su sobrino no canturreara. En las situaciones críticas siempre agudizaba sus trinos, extendía sus variaciones. Eso le preocupó más que las incoherencias, o el semblante demacrado, o el pasarse el día tumbado sin hablar. Bajó las escaleras con la intención de escribir a su hermana poniéndola en antecedentes. No quería que se impresionara al verle.
    No hubo cena de nochevieja en la embajada: por el luto, y porque nadie tenía ganas de celebraciones. De noche, en la cama, don Juan no hacía más que darle vueltas a su situación. Habría sido el hombre más feliz de la tierra con una mujer que le hubiera querido y respetado un poco. ¿Por qué no romper con Dolores y casarse con Catalina? Sus hijos, al fin y al cabo, dentro de pocos años, se independizarían. ¿No se casan provectos senadores con jovencitas ricas o con artistas de vodevil? El mismo Cleveland, ¿no estaba prometido con una muchacha casi treinta años más joven que él? La alegría del brote en el tronco viejo. ¿No es eso un buen trago antes de la despedida? Su afecto y simpatía por Catalina eran hondos. ¿Y no es eso lo que perdura? ¿De qué le sirvió casarse con Dolores? He aquí una joven que le comprende, que vibra con su misma pasión, la literatura. Bella, suave, impulsiva. ¿Qué más quería? Y adiós para siempre a los apuros económicos. En los últimos años de su vida, si decidía seguir con Dolores, no hallaría ni la soledad completa para amar sus libros y filosofías, ni a alguien que bien lo quisiera. Sólo odio y desdén injusto. La amargura constante de recibir siete docenas de sofiones diarios y unos cuantos puntapiés en el trasero, tratándolo de viejo y de torpe. ¡Buena vejez iba a ser la suya! ¿Le faltaría valor? ¿Son estas revoluciones cosas de jóvenes? ¿Tendría él las fuerzas necesarias para rehacer una vida?


    El día catorce de enero, Cleveland ofreció en la Casa Blanca la primera comida oficial del nuevo año a su gabinete y al cuerpo diplomático. Don Juan sabía que Catalina había llegado de Wilmington el día anterior, acompañada de su hermana Florence, así que no se sorprendió cuando la vio entrar en el salón, del brazo del presidente, dirigiéndose a la mesa principal. Llevaba un traje entallado de tul rosa, el escote cubierto por un fino bordado transparente, una cinta de terciopelo al cuello cerrada con una margarita de brillantes. Nada en su cara delataba maquillaje, ni más intervenciones que el agua o el jabón. Sonreía con naturalidad y simpatía a todos. En la presidencia, ocupó el lugar a la derecha de Cleveland. Durante la comida buscó con la mirada a don Juan, hasta que pudo localizarle sentado junto a Nicolai en una de las mesas más alejadas. Don Juan le correspondió con una sonrisa de reconocimiento; pero, el matiz de preocupación y la brevedad del gesto, no los pudo captar ella a tal distancia. Al terminar, en la sala de té, Catalina se sentó en un sofá con Cleveland, que arrellanado, la escuchaba muy atento. Ella, con las manos apretadas sobre su regazo, mirando el perfil riguroso del primer magistrado, le decía: “Recuerde, presidente, lo considero una promesa”. “Bien, Kate, en ese caso, es la número veinte que hago hoy”. Después, Miss Cleveland cogió del brazo a Catalina y fueron de corro en corro. Pero el legado de España no aparecía.
    Don Juan, de vuelta en la embajada, se echó un rato de siesta. A las seis de la tarde, entró en el despacho; alguien había dejado sobre su mesa la edición vespertina del Washington Post. El titular: “Senor Valera to be transferred”. La noticia breve, debajo: “Un cablegrama de Madrid comunica que se da por seguro que el Sr. Valera, ministro español en Washington, será trasladado a Bruselas. Su sucesor no ha sido nombrado todavía”. Don Juan pensó que Catalina se enteraría al llegar a su casa. Estaba seguro de que Bayard, aunque Foster le hubiera hablado de las intenciones de Moret, no le había dicho nada a su hija durante las navidades. La sonrisa y la actitud que vio en ella durante la comida eran de la más absoluta tranquilidad.
    El viernes día quince, a las diez de la mañana, se presentaron en la embajada dos periodistas, uno del Washington Post, el otro del Evening Standard. Paco les recibió; luego, informó a don Juan de que solicitaban una entrevista. Éste salió al recibidor y les hizo pasar al despacho. Los dos tenían cara de cera, grasa de más, blocs de hule negro, y canotiers, que sólo se quitaron cuando estuvieron dentro y empezaron a preguntar.
− Todavía no he recibido confirmación oficial de mi cese. No sé nada del nombramiento del conde de Rascón o del Marqués de la Iglesia como sucesores míos. Yo seguiré actuando como ministro hasta que llegue el que haya de sustituirme – declaró don Juan.
− ¿Sabe dónde irá usted ahora?
− Es imposible para mí decirlo.
− ¿Siente pena de dejar Washington?
− Naturalmente, me produce mucha tristeza salir de aquí… sus gentes son tan hospitalarias, tan dispuestas a acoger a los extranjeros, tan contentas de hacerlos sentirse como en casa, que yo siempre pensaré en América con un gran afecto.

    Esa misma mañana, Bayard, durante el desayuno, le dijo a su hija que el Post anunciaba el traslado de Valera a Bruselas. Le mostró el periódico de la tarde anterior. Catalina, con los ojos perdidos, intentó taladrar las líneas de la noticia. Dejó de mover la cucharilla, miró ensimismada el pequeño torbellino del té moviéndose dentro de su taza.
− Tenía que ocurrir y ha ocurrido – dijo sin dirigirse a nadie, en voz muy baja.
    Bayard se levantó de la mesa, se acercó a ella y le dio un suave beso en la cabeza.
− Tu madre quiere que le hagas unos encargos para la recepción de esta noche.
    Terminado el desayuno, Catalina cogió el coche. Le pidió a Wilson que le diera un paseo sin rumbo. Luego, que la llevara al hotel Wormley. Allí, encargó dulces y canapés para la recepción. Tenía la nariz congestionada por el resfriado, le dolía la cabeza. Después, ordenó al cochero que se dirigiera a Anderson Cottage. Bajó del coche, paseó un poco; durante un rato estuvo sentada en su banco, debajo del gran sicomoro. Luego, fue al Departamento de Estado. En la antesala del despacho, apremió al secretario: necesitaba ver a su padre con urgencia. Bayard la hizo entrar de inmediato. Sin preámbulos, Catalina le dijo que se iba a Bruselas con don Juan, que su vida no tenía objeto sin su amor. A él no quería dejarle, pero debía entender que la madre había mejorado y podría hacerse cargo de la casa. Y si no, Florence, ya con veinte años. Bayard la miró en silencio.
− No quiero perderte, hija mía; la mejora de tu madre, según el doctor Gardner, es transitoria. Y sobre todo: ¿querrá Valera que le sigas a Bruselas?, ¿en qué condiciones?, ¿casándote con él o viviendo como amantes?
− Me da igual − contestó Catalina −. He pensado vivir en un hotel durante un tiempo, luego encontraremos algo. Necesito dinero.
− ¿Ahora mismo?
− Sí. Tengo intención de esperarle allí, ya instalada.
    Bayard le dijo que eso era una locura, que hablarían con más serenidad dentro de unos días, que mientras tanto no le contara nada a la madre.
    Catalina volvió a su casa y recogió todas sus joyas. El cochero la llevó a la tienda de antigüedades de Cohen. El anticuario judío le ofreció ochenta mil dólares por todas. Pensaba que le iba a doler más deshacerse de la margarita de brillantes. Después, le dijo a Wilson que se dirigiera a la avenida de Massachusetts. Llamó a la puerta de la embajada española y le abrió el criado Víctor. Don Juan no estaba en casa, había salido a dar un paseo.
    Catalina volvió a Highland Terrace. Ya no le dolía la cabeza. Entró a ver a su madre, le dijo que todo estaba dispuesto para la noche. Subió a su habitación, quería tranquilizarse. Se puso el camisón, respiró hondo, cruzó las piernas, unió las manos y recitó su mantra preferido. Intentó hacer la vela varias veces, pero fue incapaz de erguirse por completo. Por fin, logró permanecer vertical un instante; entonces, las lágrimas empezaron a caerle sobre la frente. Volvió a ponerse de pie y desistió. Fue a mirarse al espejo. Así no podía recibir a nadie. Faltaban pocas horas para que empezaran a llegar los invitados. Cuando apareciera don Juan, hablarían. Iba a ser difícil con todo el mundo alerta.
    A las nueve, ella y su padre se encontraban en la entrada estrechando las manos de los invitados. La madre, en la biblioteca, esperaba el saludo de los recién llegados. Como el frío helado entraba a bocanadas al abrir la puerta, Bayard le había prohibido a su esposa que estuviera a su lado en el recibidor. Catalina llevaba un vestido rojo oscuro, con escote pronunciado, sin mangas. Estaba un poco pálida y le brillaban los ojos, aunque nadie notó nada especial. El secretario de Marina le dijo: “¡Qué guapa estás esta noche, Kate!”. Ella le contestó: “Sí. Nunca me he sentido mejor”. Bayard observó lo ligera de ropa que iba su hija y le dijo que se abrigara. Catalina miró a su padre, le sonrió, y no le hizo caso. Bayard llamó a la doncella para que subiera por un chal. Cuando Sally se lo echó por los hombros, Catalina rió con satisfacción: “Ahora estoy mejor”.
    Al fin, llegó don Juan, acompañado por su sobrino. Lo había dudado mucho, pero era necesario afrontar la situación. Sabía que Catalina había ido a verle por la tarde. No asistir podía ser interpretado por ella como una huida. Le temía a las miradas de todos observándoles, a la presentación obligada a la madre, al alud de expresiones de lamento por su marcha que tendría que recibir... Bayard le estrechó la mano con franqueza; dijo que sentía mucho que los dejara: “Hemos colaborado de forma positiva en los asuntos de nuestros dos países”. Don Juan correspondió con una triste sonrisa: "Espero que, con mi sucesor, se entienda tan bien como conmigo". Juanito se inclinó para besar la mano de Catalina; desde aquella posición más baja, la observó con una insistencia un punto excesiva, que no duró mucho, porque, enseguida, don Juan inició su saludo tratando de decir algo de circunstancias. Catalina se adelantó: “Creo que el embajador estará contento. Hoy no tenemos sus amados terrapins”, refiriéndose a los galápagos con salsa picante que tanto odiaba don Juan. Luego, ella se volvió para saludar a la jueza Chivers, que, en una pausa de su tos inoportuna, le dio un abrazo jadeante.
    Durante la velada, Catalina estuvo siempre rodeada por invitados. Conversaba con todos, preguntaba a cada uno por sus familiares, por la situación de sus asuntos. Como de costumbre, atendía con concentración a las contestaciones de los demás. De reojo vigilaba dónde se encontraba don Juan. Su madre le había advertido que no se lo presentara, no quería conocer a ese hombre. Don Juan, acompañado por Sir Lionel y Nicolai, recibía continuas muestras de simpatía. La jueza Chivers no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas: “Debe usted hacerse yanki, le vamos a echar de menos”. Sólo en una ocasión coincidieron él y Catalina. Fue cuando don Juan se acercó a la mesa de las bebidas para tomar un vaso de ponche. Ella, que estaba al lado, cogió el cazo de plata y le sirvió. Se miraron un instante, ninguno vio claro en los ojos del otro. “Mañana iré a verte al mediodía”, le dijo Catalina.
    La reunión duró hasta la una. Cuando se fueron los invitados, todavía tuvo ella que atender a la madre y dirigir la recogida de todo. No se sentía cansada, no quería meterse en la cama. Pero pensó en la jornada que le esperaba mañana: además de la visita a don Juan, debía estar en la recepción que daba Miss Cleveland a las esposas de los nuevos senadores. Por fin decidió acostarse; le dijo a Sally que la llamara a las once.




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