sábado, 31 de julio de 2010

6. Vida social. El poeta y la esclavitud

     En Washington, los lunes recibían los jueces, los martes Victoria, los miércoles la duquesa de Bonaparte, los jueves los senadores, Clover Adams los viernes, los sábados Portugal, y Rusia... siempre. Guiado por Olga y Nicolai, don Juan llevaba una intensa vida social.
    Al principio coincidió con Catalina en algunas veladas; hablaban de literatura, de los caballos, de la naturaleza; ella se quedaba poco tiempo; por el cargo del padre, tenía que acudir a muchos compromisos. Luego se vieron más a menudo, sobre todo en casa de los rusos. Una noche, vestida de blanco y plata, con guirnalda de capullos en el pelo, sentada en un diván, Catalina cantó acompañada por el banjo la balada de Susan Jane. Don Juan le pidió un bis, pero ella fue a preparar el ponche: primero rodajas de plátano y piña, luego champán, después el brandy. Con un fósforo triunfal, los ojos todavía emocionados por las canciones, prendió el coñac. Olga trajo un cucharón de plata. Catalina le llenó la copa a don Juan y se miraron con simpatía a los ojos. Al acabar la cena, formaron mesa de bridge. Juanito no había aprendido la lección, seguía jugando al bacarrá, fresca aún la paga. Victoria desplumaba al embajador francés, Roustan, que no sufría demasiado, con tal de que fuera “Miss Wonderful West” la que le ganara.  
    Cuando se fueron todos, don Juan, Sir Lionel y Catalina continuaron con el bridge. Terminada la partida, como la legación española quedaba lejos, ella le llevó en su landó. Cerca de la plaza Lafayette, Catalina sacó un libro de su bolso y se lo entregó a don Juan.
−¿Querrás dedicármelo? Me lo recomendó mi amiga Clover Adams, ella conoce la literatura de tu país.
    Allí tenía el embajador su novela más famosa. Los americanos preparaban una edición, le habían pedido permiso, quizá recibiera algún dinero, pero no se podía imaginar que en tan poco tiempo estuviera ya en las librerías.
− ¿De verdad que la has leído? ¿Te he hecho llorar? − preguntó don Juan.
    Catalina sacó un lápiz dorado:
− Ponme una dedicatoria.
    Él no se la pensó mucho: “Nulla lacrima, laetitia”.
− No he llegado a las lágrimas. Sí me he emocionado, me has hecho convivir unos días con el corazón de tu heroína. Ahora conozco mejor la vida en España. No comprendo cómo los sacerdotes católicos no se casan. Eso es una fuente inevitable de conflictos.
− Y un filón literario... − apostilló don Juan.
    Catalina alzó el cuello de su abrigo, se colocó el pelo detrás con rapidez, frunció las cejas. Como si se preparara para recibir una revelación, le preguntó:
− ¿Por qué no escribes otra novela?
− Porque estoy seco.
− ¿No te inspira América?
− No depende del lugar. Aquí tengo trabajo constante, no me puedo abstraer de mis ocupaciones. ¡Cómo voy a escribir, si todavía no sé nada de la dinamita! Tampoco tengo tema…
− En Washington hay varias familias que son una novela, y la misma Victoria. Por lo que he oído, su madre daría mucho de sí.
− Buenas historias hay, pero tienes que sentir un empuje misterioso que te lleve a una especial, aquella que necesitas escribir. Y, la verdad, Pepita Oliva, aun siendo española, no me atrae como para dedicarle unos años. Además, no tendría muchos lectores. Hoy hay que escribir a la moda. Todo lo que no sea novela experimental, documento humano, investigación zoopatológica…
− ¿Te refieres a Balzac? A mí me ha gustado mucho "Père Goriot".
− No, a Zola.
− No he leído nada de él, no creo que lo hayan traducido.
− Pero no sólo él. Hasta mi amiga doña Emilia Pardo Bazán se ha hecho naturalista. Yo he visto novelas sin la letra “e”, novelas sin verbo, novelas sin adjetivo; pero es más difícil escribirlas sin libre albedrío en los personajes, sin que haya caracteres, sino bestias humanas que, una vez lanzadas en determinada pendiente, van a parar al "delirium tremens", al erotismo frenético, al furor uterino, a la manía suicida, al instinto sanguinario de asesinar o a otros excesos. Todo lo que no sea el estudio de la bestia humana, influida por ciertas circunstancias, es para Zola, imaginación.
− ¡Qué horror! No lo leeré jamás.
− En "Virus de Amor", el protagonista es el morbo gálico. En más de trescientas páginas se pintan los estragos de esta enfermedad en el cuerpo de una mujer llamada Alfonsina. No hay costra, ni tumor, ni pus, ni horror, ni podredumbre que se quede en el tintero. Esta preciosa novela está adornada con vómitos, diarreas y todo otro linaje de inmundicias; amenizada con episodios de borracheras, hambres, indigestiones y cólicos; incluso encuentros de pederastas en una letrina.
    Catalina escondía cada vez más la cara en el cuello alzado del abrigo, hasta sólo dejar al descubierto los ojos, que miraban a un punto sobre su falda, por donde parecían desfilar todas las calamidades que llegaban a sus oídos. Don Juan quedó un momento en silencio, esperando que ella dijera algo. Al fin habló:
− En este mundo hay mucho dolor, pero no debe aparecer en las novelas, sino en los libros de espiritualidad. Yo, cuando voy a leer una, espero que me conmueva, que me ensanche el corazón.
− Esa es exactamente mi idea.
   Wilson, el cochero de Catalina, dio tres golpes en la cabina para avisar de que habían llegado. Don Juan le dijo que esperara, entró en la embajada. Al poco, salió con un ejemplar de sus "Cuentos y Diálogos".
− Tómalo, es para ti, te lo regalo por haberme leído, por lo bien que te has portado esta noche conmigo.
    Catalina, con cara divertida, sin comprender, asomando por la ventanilla la nariz enrojecida por el frío, dijo:
− Nada especial, creo.
    Quedaron en verse al día siguiente en la tertulia de la jueza.

***

    La casa de la jueza Chivers se hallaba en un suave montículo cubierto de rosales. Al entrar, los invitados tenían que subir las escaleras abriéndose paso entre jóvenes sentados en los peldaños, luego iban a los dormitorios, allí dejaban abrigos y sombreros encima de las camas, y volvían a bajar, para dirigirse a la salita donde la anfitriona les esperaba sentada en un sillón, risueña, rebosante de gasas negras, con un collar de perlas que ceñía su abultado cuello como el grillete de una esclava castigada. Antes de conocerla, ya le había contado Olga a don Juan que Laura Chivers era demócrata liberal, viuda de un juez del Supremo, y siempre muy bien informada sobre la política americana. Aquella tarde estaban invitados España, Rusia, Portugal, Inglaterra y, por supuesto, los jóvenes casaderos de todas las legaciones. Los miércoles recibía a otra porción del cuerpo diplomático. Se ufanaba de que sus tertulias hubieran arreglado algunos conflictos entre naciones. Como no había tenido hijos, le gustaba rodearse de doncellas y pipiolos, asistir a sus cortejos, favorecerlos o impedirlos según aconsejaran los astros. A cada joven le exigía, antes de admitirlo en su casa, la fecha de nacimiento, el nombre de los padres y, si era posible, el punto cardinal al que estaba orientada la habitación en la que nació. Con todo ello, elaboraba unas cartulinas azules, decoradas con estrellas del zodiaco, que mantenía en secreto y le servían para dirigir las operaciones.
    Entró don Juan, examinó las escaleras ocupadas por la flor de la edad. Todos hablaban con animación y, entre todos, Juanito, que le cogió el abrigo para subirlo a los dormitorios. Ya había visitado el embajador en varias ocasiones esta casa. Siempre acudía con agrado al reclamo, no sólo del oporto espléndido, sino de las zalamerías que la jueza le dedicaba. Después de beber la tercera ginebra, empezaba a llamarle "Bouquet" y le susurraba al oído: “Es usted el único del cuerpo acreditado que tiene verdadera clase”; a continuación, cogía sus bombones favoritos intentando introducirlos en la boca del plenipotenciario.
    Llegó Catalina, apenas miró a los de la escalera; fue a saludar a la jueza. Vestía un traje gris entallado, llevaba el pelo recogido en un moño de seta. Iba sin maquillar, con una margarita en la mano, los botines llenos de barro, las mejillas encendidas. Había paseado un buen rato por los parques aquella tarde de marzo, frente al viento. Después de besar a la jueza, le tendió la mano a don Juan, que pudo notar el halo de frío que desprendía la joven.
− ¿Dónde has encontrado esa flor un día como hoy? – le preguntó la jueza.
− Es de tela. La he cogido de uno de los ramos que le dejan a usted en la puerta.
− Menos mal, creía que las estaciones se habían trastornado.
    Entraron en la casa Olga y Nicolai. Al cabo de un rato, todos hablaban con todos. La jueza llenaba las copas, atizaba el fuego, trataba de aflojarse el collar... Pidió a don Juan que recitara alguno de sus poemas. Él se negó de plano, no los iban a entender. Y no sólo la barrera del idioma, no creía que fueran buenos.
− Si quieren ustedes oír algo excelso, que recite Catalina − propuso don Juan.
    Ella le miró confusa. Protestó. También se negó. Entonces, Olga Tatiana, sin que nadie se lo pidiera, atacó el monólogo de Hamlet. Nicolai rezongó, y mirando con resignación al fuego, dejó que su mujer le tomara la cabeza entre las manos. Cuando ya estaba despeinado del todo, se levantó de repente, cogió el atizador, y le dijo a Olga:
− Mátame ya. Aquí tienes el puñal.
    La carcajada general hizo perder el hilo a la rusa, que sacó la lengua a todos y se inclinó para recibir los aplausos.
− Catalina, por favor, ahora nos haría mucho bien oírte a ti – insistió don Juan con una mirada de ánimo −. A la jueza le gusta mucho Tennyson.
    Ella no lo dudó en esta ocasión. Comenzó a recitar a su poeta favorito. La voz le salía del pecho acariciante y honda. Durante las pausas, el silencio conservaba la última palabra suspendida en todo su peso, vibrando con plena sonoridad. Don Juan no entendía la mayoría de los versos, pero algunos le estallaban transparentes y completos. Catalina, como un faro, pasaba sus ojos por las costas de la audiencia, y al llegar a don Juan, lanzaba todo el caudal de luz para iluminarle sólo a él.
    “De poco sirve que como un rey incapaz/junto a este hogar apagado, rodeado de pedregosos yermos/ligado a una esposa anciana, yo dicte e imponga/ leyes desiguales a una raza salvaje/ que acumula, y duerme, y se alimenta, y no me conoce…”.
    Don Juan ya había oído el Ulises en otra velada. Como entonces, se sintió halagado y confuso. Sabía que Catalina se lo dirigía a él.
    Cuando terminó el recitado, la jueza, desde su sillón, con lágrimas en los ojos, le dijo a Catalina que se acercara. Le dio un beso.
− Eres adorable, muchacha. Nadie como tú para hacerme llorar.
    Y mirando a don Juan:
− ¿No cree usted que estos versos sólo los sentimos a fondo los mayores?
− Y las jóvenes con corazón, como acabamos de ver.
    A Catalina todavía le duraba el estado de ánimo del poema. Era como si le costara salirse del papel del viejo héroe. Su cara mantenía una expresión rígida, abatida. Don Juan la cogió del brazo y le apretó el codo con cariño. Ella volvió a la realidad sonriéndole con dulzura. La jueza se levantó para avivar el fuego de la chimenea y les dejó solos.
− ¿Por qué te has quedado tan triste? − le preguntó don Juan − . No es más que poesía. Tú no te pareces en nada al pobre Ulises. Yo sí que tendría que estarlo y, sin embargo, mira el espíritu ecuánime de mi corazón heroico.
− Tengo una constitución melancólica.
− Pues yo te veo siempre alegre, incansable.
− Es por temporadas.
− Serán los humores o los planetas…− dijo él.
    Desde la escalera, llegaban las risas de los jóvenes rompiendo en oleadas sobre las cabezas de don Juan y de Catalina.
− No te debe importar dejarme aquí solo ¿Por qué no te vas con los demás? − sugirió él con tono paternal, mirando hacia la escalera −. Una mujer joven y bonita debe ocuparse de sus pretendientes.
− ¿Joven, con veintisiete años? Moriré soltera. Se me ha pasado la edad. De todas formas, aspirantes no me faltan – reconoció Catalina con una sonrisa partida de orgullo y de tristeza.
− Pues sí, he visto a tu alrededor algunos mozos rubicundos.
− Aduladores... Ni uno me ama.
    Don Juan la miró expectante.
− Uno me corteja porque le come la ambición: cree que hará carrera política si entra en la familia. Otro, porque piensa que puedo ser su capricho, su placer de algunos días. Lo que quiere es volver a California y contar una conquista principal. El más guapo, por el dinero.
− En España decimos que ése “huele dónde guisan”– observó don Juan divertido.
− Mi padre cree que no puedo ser tan exigente. Según él, leo demasiadas novelas, tengo mucha imaginación y eso asusta a cualquiera.
− Asustará a quien no te merece. Las mujeres de espíritu deben encontrar a un hombre de espíritu.
− En América hay pocos. Todos se dedican a hacer dinero.
− He contado tres. ¿Ha habido algún otro?
− Sí, el primero, con dieciséis años. Pero apenas duró, cambió mucho en poco tiempo.
− ¿Cómo se llamaba?
− ¿Para qué quieres saberlo?
− Para oír tu voz al pronunciar su nombre. A todo el mundo le cambia la voz cuando nombra al primer amor.
− Lo haré si luego haces tú lo mismo.
    Don Juan no se atrevió con la prueba. Temía que, si su boca articulaba “Lucía”, Catalina notara el crujido de la cicatriz.
− Se llamaba Visitación – soltó el nombre de su criada, porque en cierto modo fue la primera mujer de su vida.
− Cariño sí parece que le tienes – afirmó ella con una sonrisa clara, y después de dudarlo un poco:
− El mío se llamaba George.
− Curada.
    Don Juan fue por una copa de ponche. Cuando volvió, ella le dijo con voz de curiosidad y gesto misterioso:
− Hace unos días, en casa de Henry Adams, el general Grant estuvo todo el tiempo preguntándome por ti. Tus gustos, tus aficiones… Como militar no es muy sutil, quiere saber cuál es tu punto débil.
− ¿Y por qué te lo pregunta a ti?
− Porque sabe que soy patriota, y cree que tú y yo somos amigos – dijo Catalina mirando con franqueza interrogante a don Juan –. No te preocupes, le he dicho que sólo te interesa la escritura, que un gran autor como tú está por encima de negocios e intrigas.
− Bien, bien, esos son mis principios generales – declaró don Juan, mientras en su interior completaba la frase… “aunque hay casos en los que, sin que sufra la honestidad, se puede amar el dinero legítimamente ganado o libremente ofrecido por la inconstante fortuna”.
− Cree que tu debilidad es el juego – dijo Catalina con una sonrisa divertida.
    Don Juan se quedó un instante sin habla. ¿Cómo había tardado tanto en descubrir la táctica de Jessop? Ahí estaba la razón de la demora en el cobro de los pagarés. El banquero guardaba dos papeles claros, indiscutibles, firmados por el embajador de España, reconociendo una deuda considerable: retenerlos era su poder sobre él. Cuanto más tiempo los mantuviera en su mano, más coacción ejercería la hermandad. Podía, incluso, mandarlos al World, que los publicaría de inmediato, aderezándolo todo como una sabrosa historia de tahúr.
   Catalina notó el estupor de don Juan.
− Le he dicho que sólo juegas al billar y al bridge.
− Una sola vez he jugado al póquer, en casa de Olga, antes de conocerte. Perdí bastante para mis posibilidades.
    La jueza se acercó a ellos y le preguntó a don Juan:
− ¿No es cierto que se queja usted del servicio de su embajada? Si quiere, puedo proporcionarle un par de buenos criados, limpios y trabajadores; un matrimonio que ha estado diez años con Medora Pitt y que, al morir ella, se encuentra sin trabajo.
− Lo siento, señora, debo arreglármelas con las dos calamidades ibéricas que tengo. Los galeones de oro no acaban de llegar a la plaza Lafayette. Estamos en la inopia.
Mientras se dirigían hacia el comedor, la jueza recordó algo:
− ¡Ah! Debe usted conocer a un joven nuevo que tengo aquí. Me lo presentó Charles Dana, el editor del Star, como "una promesa de la lírica latinoamericana". Es cubano, se llama Ignacio Agramonte, y tiene unas estrellas estupendas.
    Todos se encontraban ya alrededor de la mesa, menos Victoria, que en las escaleras, con las mejillas arreboladas y la mirada brillante, seguía absorta las palabras del cubano. No quitaba ojo de la corta melena de Agramonte, de sus ojos pardos y velados, de su tez pálida. El espíritu humano es tan complejo que apenas acierta a distinguir los resortes profundos que le impulsan a la acción: Juanito subió hasta el último peldaño y, haciendo una cómica reverencia, extendió el brazo hacia Victoria:
− Dame la mano, ¡ oh musa !, y deja en paz a las colonias.
    El tono de Juanito no fue todo lo jovial que pretendía, asomaba un desdén que no pasó inadvertido al poeta. Victoria cogió a los dos del brazo y, riendo, bajó con ellos las escaleras. Ya en el comedor, se dirigió a don Juan para presentarle a Agramonte. El saludo fue breve, Ignacio le estrechó la mano de manera blanda y despegada.
    En la cena hubo calidad, pero el mantel de flores y las salsas picantes agradaron menos al embajador. A los postres, la jueza trataba de mantener viva una conversación sobre los balnearios americanos:
− En Newport, las habitaciones disponen de luz eléctrica y baño. Hay bailes, carreras de caballos, se conoce a gente de lo más variado; además, cada uno puede ir vestido como quiera. Las personas, en la playa, no están obligadas a bañarse con esos feísimos trajes de presidiario − sostenía la dama, mientras simulaba el oleaje con sus manos regordetas.
− Pues yo he oído contar − intervino Juanito, mirando retador a Ignacio − que las mulatas cubanas, medio desnudas, bailan danzas diabólicas en la arena durante el plenilunio.
− Y yo he visto en Madrid − replicó Ignacio airado − cómo señoritos andaluces desnudaban a bailaoras gitanas en los colmaos agitando billetes. Las mulatas cubanas y las gitanas se parecen en que ambas son esclavas. La esclavitud sí que es obra del diablo, y ustedes la mantienen en Cuba.
    Juanito esbozó una sonrisa de superioridad. Con disimulada inocencia en el tono de voz, exclamó:
− ¡Pero yo sólo hablaba de mujeres!... Aunque, ya que se lo toma así, le diré que la esclavitud es a los criollos a quienes produce beneficios, no a los señoritos andaluces.
− Mis padres sí son criollos. Yo soy cubano.
    Victoria miró a Agramonte con exaltación.
− ¿Aún hay esclavitud en Cuba?
− Ahora malviven allí doscientos mil esclavos, algunos negreros todavía los venden.
− ¿Doscientos mil…? – repitió incrédula Victoria.
− La ley ya no los llama "esclavos", pero no tienen iguales derechos que los blancos. Las escuelas estatales no los admiten, los cafés, los teatros, los bares, tampoco. Hasta los baños públicos los tienen prohibidos.
    Los ojos del cubano derramaban pez negra, ardiente. Con el arrebato, su musical acento caribeño adquiría una entonación infantiloide que hacía sonreír sardónicamente a Juanito.
− ¿Los baños públicos? Pues me parece bien, los negros no se lavan. ¿No querrá usted que dejen la mugre dentro?
    La jueza Chivers observaba con preocupación el cariz que iban tomando las cosas. Don Juan, por fin, estableció la posición oficial.
− A mi sobrino le gusta discutir por discutir. Tenga usted la seguridad de que en la embajada española se contempla con respeto a Cuba, hija predilecta de la Madre Patria. La esclavitud está abolida desde hace cuatro años, el patronazgo es para ayudar a una integración progresiva. La desaparición completa caerá como fruta madura dentro de poco.
    Don Juan miraba a Ignacio con firmeza, a Catalina con cierta ansiedad. Los ojos de ella le apoyaban sin reservas: “muy bien, sigue, perfecto”. La jueza Chivers, una de las pocas que hacía veinte años había defendido a Lincoln en un Washington secesionista, lanzó un agudo “¡Bravo!” y apretó con sus dos manos el brazo derecho de don Juan, zarandeándolo con vigor, como a un olivo para hacer caer las aceitunas. Agramonte escuchó educadamente la declaración del embajador. Sin hacer caso de la última provocación de Juanito, mirando sólo a Victoria, siguió:
− Ni siquiera los blancos tenemos libertad de expresión o asociación. El gobernador militar puede instruir un juicio sumarísimo a cualquiera y fusilarlo al día siguiente.
− Creo que usted exagera el carácter represivo de nuestro gobernador − cortó brusco don Juan −. Los fusilamientos sólo se ejecutan contra quien ha matado a alguien... o contra el implicado en acciones subversivas, como esconder armas para matar seres humanos. España y los Estados Unidos y todos los países, aplican la pena máxima a los asesinos.
    Hizo esta alusión mirando a la jueza. Don Juan quería rebajar el clima emotivo contra España que en la audiencia femenina estaba creando Agramonte. Éste, había que reconocerlo, tenía la virtud de convencer y emocionar, el fuego oratorio.
− No hay tribunales independientes − insistía Ignacio −, los fusilamientos dependen del avenate del gobernador de turno. La vida de los ciudadanos no puede quedar al arbitrio de un hombre. ¡La lucha de los patriotas cubanos es justa! ¡Sólo nos emociona nuestro destino!
    Las piernas de Juanito no podían mantenerse quietas, las agitaba en un taconeo incesante. Veía la cara de Victoria mirando a Ignacio y se le caía el alma a los pies. Adiós, flores. Adiós, sonrisas. Adiós, Juanito. Esa era la mirada que él quería ver sobre sí. Volcó en su garganta el resto de la copa de coñac.
    Cuando Agramonte terminó de hablar, el silencio sólo lo rompía el crepitar del gas en la lámpara. La jueza miró a María do Cinta, vizcondesa de Nogueiras, y le dijo:
− Creo que necesitamos uno de esos fados que usted canta.
    La ministra portuguesa nunca desaprovechaba una ocasión así. Un poco harta de las trifulcas políticas de sus hermanos iberos, había asistido a la disputa con aire distraído. Hasta que oyó la última palabra de Agramonte: “destino”. Se acordó, entonces, de algún amor perdido, y sintió la necesidad de expresarse musicalmente. Fue hacia el piano con aire a la vez modoso y pícaro, a pequeños pasos. Sonriendo con sus grandes labios pintados, llamó a los jóvenes de la escalera para que participaran en la audición. Juanito, de repente, se levantó; con paso tambaleante, pero rápido, tomó la delantera a la portuguesa y se sentó al piano; tenía la cara enrojecida, el cuello de almidón desabrochado, la corbata deshecha. Comenzó con voz gangosa una de sus incomprensibles canciones. De vez en cuando, podían discernirse palabras sueltas, como “cordera”, dicha con irritación, o “caricia”, musitada con pena. El resto, se confundía con el aporreo cacofónico sobre las teclas del piano. María do Cinta se acercó a él con buen humor, le cogió por el brazo e intentó levantarlo del asiento. Juanito se resistió. Entonces, la portuguesa emitió un do de pecho tan fuerte que el joven y todos se despejaron de pronto. Había barrido la atmósfera cargada de electricidad, como un rayo descarga la tensión en las nubes negras. Un do autoritario que decía: "estos son mis poderes, callad, oid". Juanito sí cedió ahora. Sumiso, se alejó a un rincón, dejando el piano a María do Cinta. La nube pálida de la melancolía del fado comenzó a hacer efecto en el joven, sentado en la penumbra.




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viernes, 30 de julio de 2010

5.- Club Cosmos. Cleveland presidente

    Al día siguiente, la visita de don Juan a Riggs fue un desastre. El banquero ni siquiera le permitió exponer la cantidad que solicitaba. No quería saber nada del Reino de España, y menos de sus legados. El que Salazar se hubiera matado porque él ejecutó los pagarés, parecía traerle sin cuidado. Miraba con desconfianza a don Juan, como si fuera una reencarnación de su antecesor. Aseguró que sólo volvería a trabajar con el gobierno español si éste se hacía cargo de la deuda que le había dejado el suicida. Y que aun así, no prestaría jamás a un diplomático.
    Don Juan telegrafió a Madrid pidiendo con urgencia el dinero. Le contestó un funcionario: estaba cerrada la partida del mes, tendría que esperar al menos tres semanas. Mandó un cable al Capitán General de Cuba contándole la amenaza. Por la noche, cuando intentaba conciliar el sueño, se le aparecían cuerpos destrozados, relojes rotos, caras - despegadas de los cráneos - flotando en el aire.
    Tres días después de la entrevista con Riggs, se dirigió don Juan hacia el otro extremo de la plaza Lafayette. Llevaba el sombrero encajado hasta cubrirle las orejas, abrigo de paño fuerte, guantes de lana, camiseta de felpa y, bajo los pantalones, los calzones largos de dormir. Aun así, no lograba protegerse del viento helado que soplaba desde los grandes lagos del norte. Al fin, llegó a un edificio gris con tres plantas. En la puerta principal, sobre una discreta placa enmarcada por guirnaldas, se podía leer: “Cosmos Club”.
    Salió a abrirle el mismo Jessop, le hizo pasar a la biblioteca. En el centro - cubierta de periódicos, revistas y mapas -, una mesa descomunal; sobre ella, tres lámparas de brazos dorados. Colgaban en las paredes retratos de los presidentes y de pioneros del Oeste. Ante semejante panoplia, no se podía dudar del espíritu patriótico del Club Cosmos. Los treinta y tres socios fundadores, le decía Jessop, compartían todos el mismo entusiasmo por la divulgación del conocimiento geográfico, el patrocinio de nuevos descubrimientos y las aventuras en lugares recónditos.
    Jessop se acercó a un mapa mundi desplegado sobre un pupitre especial. Lo mostró orgulloso a don Juan. Aparecían marcadas con círculos rojos ciertas zonas del globo: Alaska, Centroamérica, Méjico, Cuba...
− En estos lugares − señaló el banquero − hemos tenido recientemente expediciones cartográficas.
− Está claro que quieren estudiar en profundidad a todos sus vecinos − rezongó don Juan.
− En el caso de Cuba – observó con sonrisa apática Jessop − era necesario valorar con precisión la mercancía que intentábamos adquirir. Ustedes sólo tienen mapas militares detallados de la provincia de Oriente y de los alrededores de la Habana. Cuando les quisimos comprar la isla, el Congreso encargó al Club un informe de puertos, comunicaciones, fortines, ingenios, zonas cultivadas, bolsas de agua, minerales..., en suma, un inventario completo. Aunque no pudimos convencerles, hoy sabemos de verdad lo que la isla vale en dólares.
    Jessop hablaba en tono amable, irónico. A don Juan, sin embargo, no le gustaba lo que oía.
− Hay cosas que no tienen precio.
− Todo lo tiene. Compramos La Luisiana a los franceses, a los rusos Alaska...
    Se sentaron al lado de una ventana por la que entraba la luz declinante de la tarde. Un joven rubio, con los bolsillos de la chaqueta repletos de lápices, les sirvió el té. Después se formó un grupo en torno a alguien que enseñaba unas fotografías. Cuando el corro se deshizo, emergió de él un hombre − abrigo de castor, piel tostada, barba de muchos días − que cogió una mochila del suelo y se dirigió a zancadas hacia la escalera del piso superior.
− Quiere conquistar el polo − informó Jessop condescendiente −. Viene de entrenarse tres meses en Alaska. Seguro que nos va a pedir más dinero y más perros. Creo que Smithies no tiene carácter heroico, sólo es un buen atleta.
− En España se nos agotaron los exploradores en el siglo XVI, entonces gastamos el cupo – observó melancólico don Juan.
− Pero aquellos eran individuos excepcionales, iban a lo desconocido, fundaban ciudades, conquistaban imperios. ¡Lo que yo hubiera dado por ir en la expedición de Pizarro!
− Ya ve, ahora somos una nación pobre. El pasado no alimenta. Se acabó el imperio. Tan pobre nación, que ni migas de pan nos fían − dijo don Juan, desalentado.
− Sus antecesores no han sido un ejemplo de seriedad − intervino rápido Jessop.
− ¿Y qué culpa tengo yo de eso?
− Usted ninguna, aunque su gobierno podía elegir…
− El mes que viene cuento con que podré pagarle los seiscientos dólares − aseguró don Juan con acento firme.
− Ya sabe que no debe preocuparse.
    Don Juan quedó en silencio. Sacó el pañuelo, se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas. Miró a los ojos a Jessop:
− Sé que abuso de su consideración, pero ¿podría negociar su banco una operación de crédito con España?
− Usted es todavía nuevo aquí. Mi firma no es muy favorable a todo lo que hacen ustedes en Cuba – dijo Jessop con suavidad.
− ¿Y si es a mí?
− ¿Un crédito personal?
− Sí.
− Tendríamos que estudiarlo.
− Son cinco mil dólares.
− Es mucho para un particular, ¿le avala alguien?
− No tengo propiedad que aportar. Sólo cuento con que mi gobierno pagará esa suma dentro de unos días. Si me atrevo a pedírselo, es porque urge en extremo.
    Jessop permaneció en silencio unos instantes. Tenía los ojos − verdes, profundos − fijos en don Juan; pero, en realidad, mirando para adentro.
− Me arriesgo. Confío en usted. Somos amigos − resolvió por fin el banquero −. Sólo que se lo voy a prestar yo, no mi banco. Sin intereses. Me firma un pagaré como el del otro día, para uso particular… Espere un momento.
    Después de salir Jessop, a don Juan empezaron a temblarle las piernas; tuvo que cruzarlas y apretar fuerte para intentar detener el automatismo. Se aflojó la chalina, encendió un puro, sintió como si el nudo de los zapatos se lo hubieran desatado en el pecho.
    Volvió el banquero. Le entregó un fajo con billetes de veinte dólares y le dijo que los contara. Don Juan se negó. Después, en un papel con membrete del Club, leyó la escueta transacción. Pidió una pluma, Jessop fue a la mesa de mapas y le trajo una de ave del paraíso. Estampó su firma en tinta marrón, la de los continentes, con ceremonia, muy despacio, para disimular el temblor.
    Al salir seguía el viento frío, la plaza estaba desierta. Ahora se encontraba en la misma situación que Salazar. Le debía a un banquero varios años de su trabajo. "¿Por qué me he arriesgado? ¿Y si el espía es un inútil? ¿Y si Madrid…? Escribiré a Elduayen, a Cánovas… Les contaré la situación, se harán cargo… no tardarán en enviarlo. Cuando llegue el dinero, lo primero, devolverlo, y agradecérselo a este buen hombre".

***

   Dos días después, muy temprano, Paco Bustamante viajó a Nueva York. A las siete de la tarde, él y el cónsul Chamorro, sentados en un banco de Central Park, esperaban pacientes, uno leyendo el periódico, otro echando cañamones a los patos. Pasada media hora, se les acercó un hombre de edad incierta, barba grisácea y levita bien planchada. Saludó con una sonrisa desperdigada al cónsul; sin dejar que éste interviniera, se presentó ante Paco:
− Me llamo Ausubel, Pierre Ausubel, viajante de la casa Leclerc, radicada en Burdeos, importadora de algodón − dijo, mientras movía con suavidad dulzona sus ojos de pastel, un poco saltones y verdosos.
    Paco sintió alivio al ver que el individuo no le ofrecía la mano. Intentó unas palabras de compromiso, pero Ausubel le entregó, rápido, su tarjeta de visita.
− No sólo tengo información, ofrezco soluciones; y si llega el caso, las ejecuto. No me tome por un espía corriente. Conozco la política de las naciones.
    De ningún modo tenía trazas de espía, más bien de panadero a quien, aun acicalado, le resultaba imposible ocultar la pátina de harina que saturaba su piel. Paco se puso a escarbar con el bastón en la arena del parque. Ausubel no tenía más remedio que mirar a Chamorro, aunque las palabras se las dirigía al secretario:
− Agüero puede encender la lucha de nuevo. Sus provocaciones harán que otra vez la sociedad cubana se radicalice, que todas las mejoras políticas de la moderación se vean arrasadas − pronosticó Ausubel.
− No hace falta que me hable de Agüero − intervino Paco en tono áspero − . Venimos aquí a pagarle por otra información más importante.
− Pero todavía no me han pagado.
    Paco sacó un sobre abultado de su abrigo; se disponía a entregarlo, cuando el espía le detuvo.
− Seguro que no lo sabes todo. El embajador Salazar estimaba mucho mis informes, los recompensaba con generosidad. Por cierto, todavía se me debe el último de ellos.
− Se lo debía Salazar, y Salazar está muerto.
− Me lo debe el reino de España, pues a él beneficia.
− ¿En qué le beneficia? Por lo que yo sé, usted ayudaba al anterior embajador en ciertos maquillajes contables. ¿Qué tiene eso que ver con el reino de España? − cortó seco Paco.
− Bueno, dejemos en paz a los muertos… − medió Chamorro con paciencia de sastre. − Ausubel, usted debe comprender que se está yendo por las ramas y no tenemos tiempo que perder.
− Lo que me interesa proponerles es otra cosa − insistió el espía −. Sé que están preocupados por la virulencia de la rebelión encabezada por Agüero. Por quince mil dólares, más los novecientos que se me deben, puedo conseguir que ese quebradero de cabeza termine.
− ¿Y cómo pretende hacerlo? – preguntó Bustamante.
− En este país todo el mundo maneja bien las armas.
    A Paco nunca le habían ofrecido matar a un hombre, y menos con esa naturalidad. Tentado estuvo de pedirle detalles, de dejarle más tiempo para que expusiera su plan, pero al fin le contestó:
− El nuevo embajador es una persona decente, nunca aprobará nada así.
− Ya sé, ya sé… que no está a la altura de las circunstancias. Su país no debía haber enviado aquí, en estos momentos, a un "homme de lettres".
    Paco se levantó y le puso delante el sobre. Ausubel lo rechazó.
− No seas ingenuo muchacho, no hagas eso nunca. ¿Y si te digo una serie de banalidades, o te cuento una fantasía? Debes oír primero el género, después entregar el dinero. Quiero ver que me lo ofreces con satisfacción, como cuando pagas a un dentista porque te saca una muela.
    Chamorro miró a Paco pidiéndole tranquilidad, y le dijo a Ausubel:
− Pierre, no me marees, por favor, que tengo la sastrería abandonada.
− Bueno, bueno… Los conspiradores…
    Paco sacó un pequeño bloc y un lápiz.
− Tienen la dinamita en Savanah, van a trasladarla a Cayo Hueso. El envío es de mil quilos. Quieren volar el Palacio de Gobierno en pleno día, con la gente y el capitán general dentro. A partir de un mes, cualquier fecha. El cabecilla es Marrero, presidente del club nihilista de Tampa. En este papel – y sacó del bolsillo un pliego color marfil cerrado con lacre − tenéis los nombres de los demás patriotas.
    Paco cogió el pliego y le dio el dinero a Ausubel, que, llevándose los dedos a la lengua, lo contó muy despacio. Al terminar, miró a Bustamante:
− Le repugno, pero me lo agradece, ¿verdad? Lo noto. En fin, Chamorro, estoy a su disposición. No me olvide…
    Después de darle la mano al cónsul, el espía se marchó por el sendero que bordeaba el estanque del parque.
    El viaje de vuelta a Washington lo hizo Paco sentado encima de la carpeta que contenía el pliego. Cuando llegó a la embajada, Pestaña y Juanito le estaban esperando, se abalanzaron sobre él. Jaleado por sus compañeros, se dirigió al despacho de don Juan. Le seguían como al mensajero que se ha arriesgado en campo enemigo. Paco agarraba la carpeta con fuerza.
    El embajador le recibió:
− ¿Qué, como ha ido la cosa?
− Tenemos los nombres y el sitio.
− No me hagas leer, dímelo.
− Un tal Marrero y seis más. Nos queda un mes.
− Mañana mismo le llevo esto a Bayard.
− ¿Puedo telegrafiar a Cuba? − preguntó Paco, como si quisiera rematar la faena.
− Descansa, hombre, … tienes ojeras y cara de hambriento. Ya lo hará don Saturnino.
− ¿Lo hago yo? – se adelantó Juanito enardecido, mirando a Paco con fervor y a su tío con súplica.
− Pero si no te sabes las claves − contestó don Juan impaciente.
− Puedo consultarlas en el libro.
− Esta no es ocasión para principiantes.
    Juanito miró con rabia a su tío y salió dando un portazo. Se dirigió a su habitación, cerró la puerta. Se puso a canturrear algo incomprensible. No era la primera vez. Siempre que no se salía con la suya, recurría a esa protesta sonora. Cuando su tío le pedía explicaciones, contestaba que si dejaba de cantar, le invadían voces con mensajes horrendos. Don Juan elucubraba sobre esa manía. Si estaba de humor, pensaba en Pitágoras. Para el de Samos, las esferas, que giran en arrebatado y armónico movimiento, arman perpetua sinfonía; pero como ésta no cesa, y estamos sumergidos continuamente en ella, no la oímos los hombres. Cualquier cosa daría él para que, con la música del sobrino, le sucediera lo mismo. Pero no le sucedía. Se despertaba oyéndola, la oía cuando escribía, cuando almorzaba y, sobre todo, cuando Juanito iba al baño; allí subía el volumen y lanzaba los agudos en consonancia con los ritmos crecientes de la evacuación. El general Parker, que vivía pared con pared, se había quejado varias veces.

***

    Al poco tiempo, Cleveland celebró el primer contacto con el cuerpo diplomático tras su elección. Don Juan sabía que, durante la campaña, los republicanos le habían acusado de tener un hijo ilegítimo y de haberse librado de la recluta en la guerra civil pagando trescientos dólares a un sustituto. Él mismo reconocía que sólo le interesaba la caza, las partidas de póquer y beber con los amigos. Si le preguntaban por cuestiones culturales, confesaba no haber leído en su vida más libros que los de Derecho y porque los necesitó para hacerse abogado. En sus tiempos como sheriff del condado de Erie, por ahorrarse los quince dólares del verdugo, había ahorcado con sus propias manos a dos forajidos. Este rasgo, sin embargo, lo consideró el embajador un buen presagio: quizás fuera un honesto ahorrador y acabara con los sobornos a jueces y senadores.
    En el gran salón de la Casa Blanca, antes de recibir a los diplomáticos, el presidente, con sus ciento veinte quilos y bigotes de león marino, estrechaba la mano a ciudadanos corrientes que pasaban en fila delante de él. Con unos se detenía a hablar un poco, a otros les palmeaba el hombro, a todos sonreía. Un muro formado por bancos, sillones y sofás separaba el lugar donde tenía lugar la audiencia popular de la otra parte del salón, en la que iban entrando los invitados oficiales. Cleveland vestía de frac negro, igual que sus ministros. Don Juan se había puesto el traje de gala. En su pecho, la vieja España depositaba adornos barrocos de gestas. No le andaba a la zaga el embajador ruso. También Nicolai Abrahamov brillaba como un ascua.
    Cuando terminó de dar la mano al pueblo, el presidente quitó un sillón del muro y penetró por el hueco en el recinto de los invitados. La banda de la Marina inició los acordes del “Saludo al Jefe”. A continuación, los criados retiraron los muebles hasta hacer desaparecer la barrera y así dejar libre todo el salón para el baile.
    Cleveland saludó al cuerpo diplomático, también colocado en fila. Don Juan y Nicolai se habían puesto uno al lado del otro. El presidente llegó al lugar que ocupaba don Juan, le dio un fuerte apretón de manos y, mirándole con ojos entornados, le espetó:
− Tienen ustedes que bajar el arancel del azúcar y adoptar reformas políticas que conduzcan de manera gradual a la independencia de Cuba.
    Había sido advertido de la brusquedad democrática de Cleveland, pero aquello no se lo esperaba. Se había dirigido a él con el tono de un comerciante que tenía poco tiempo, y ninguna gana de regatear. No le dio oportunidad de reaccionar, pues ya el presidente saludaba al ruso, al cual no dejó de recordar algo sobre el trigo ucraniano y sus altos aranceles proteccionistas. Cleveland parecía aburrido por la ceremonia de los asuntos diplomáticos. Seguro que había memorizado los contenciosos básicos con cada país para plantear su política exterior durante la media hora de las presentaciones. A don Juan, que presumía de buen fisonomista, le recordó, ni más ni menos, al sargento Olegario de la Guardia Civil de Doña Mencía: un tío feroz.
    No se había repuesto el embajador del saludo de Cleveland, cuando tuvo ante sí la visión de una mujer de unos cincuenta años, con apariencia de monja exclaustrada, sonriendole con simpatía. No llevaba maquillaje, ni más joyas que unos pequeños pendientes de perlas. El pelo recogido, castaño oscuro, dejaba ver unas orejas rojas, grandes, arrugadas como pimientos morrones. Era la hermana del presidente, Rose, que hacía de primera dama. Le dijo que esperaba que llegara a querer a los americanos.
    Después de pasar miss Cleveland, Nicolai se giró un poco hacia don Juan y, con gesto de complicidad, sonrió diciéndole:
− Al menos ella ha estado amable.
− ¿Has oído cómo el presidente nos ha “excitado”? Sólo le faltó el sombrero y el pistolón. No concibo cómo un país de sesenta millones de habitantes puede elegir a un individuo tan basto y primitivo. Nos ha tratado sólo un poco mejor que a los matones de taberna de su época de sheriff.
    Nicolai con fina sonrisa, apuntó:
− No creas que los otros candidatos eran mucho más delicados. Los americanos, para que les representen en política, eligen siempre a los que sienten como sus iguales. De todas formas, nosotros con quien tenemos que entendernos es con Bayard, que es un caballero.
− Sí, pero el sheriff es quien pone el precio al mulo.
− No esperes mucha aristocracia aquí – siguió Nicolai, tratando de sacar de su perplejidad a don Juan −. En Washington los hombres de negocios huelen a caballo y a colonia barata, los políticos ponen los pies encima de las mesas, o sacan astillas mondando estacas con una navaja en los escaños del Congreso. Si algún día asistes a una sesión de la Cámara, verás cómo escupen en el suelo y blasfeman como demonios.
    Ambos observaban complacidos los giros de los danzantes. Oían los brillantes acordes, quizá un poco enérgicos, de la orquesta militar que sin descanso tocaba valses, cuadrillas, polcas y contradanzas.
    Don Juan estaba contento porque al fin habían llegado de Madrid los cinco mil dólares. La carta a Cánovas surtió efecto. “El Monstruo” le ofreció todo su apoyo, a la vez que le pedía un ejemplar ilustrado de los “Principios de Geología” de Lyell.
    Nicolai, hincando la barbilla y mirando de reojo hacia el corro que se había formado en torno al presidente, le dijo a don Juan:
− Ahí tienes reunidos a algunos de los principales enemigos de tu país, el "lobby" belicista. Falta el director del World y algún otro. El militar del mentón es el general Grant. A su lado, Andrew Carnegie, dueño de todo el acero que se produce en Norteamérica. Sus factorías de Chicago y Pittsburgh emplean a un ejército de proletarios que, felizmente, no han sido inoculados todavía por el veneno de la Primera Internacional. El armamento pesado de esta nación depende de esas fábricas, en especial, los buques de guerra. Sus convertidores Bessemer forjarán en plazo breve una armada de corazas indestructibles.
    Tan conocidas eran las ideas de la hermandad de la guerra en los círculos diplomáticos, que Nicolai se atrevió a extractarle a don Juan lo esencial de la conversación:
    Carnegie: “Presidente, necesitamos una pequeña confrontación. Después de la guerra civil, al pueblo americano le convendría unirse contra un enemigo exterior y reconocerse así uno y grande, de acuerdo con su destino manifiesto”.
    Cleveland: “Usted necesita una guerra. Sus excedentes la necesitan. Yo soy un hombre prudente. Los muchachos americanos son los que van a caer en el campo de batalla. No usted, ni yo. Sus hijos tampoco irán a esa pequeña guerra, ¿verdad?”
    Poco después, se integraron en el grupo John Pierpoint Morgan y su vicepresidente Jessop. Cuando don Juan vio a éste último, le dijo a Nicolai:
− Ahí tienes a un banquero filántropo, si se aparta del nido de víboras quiero saludarle.
Nicolai le miró extrañado.
− ¿Quieres saludar a la víbora principal?
    Don Juan puso cara de incomprensión.
− ¿Qué sugieres?
− Que es el cerebro financiero y político de vuestro problema.
    Don Juan, incrédulo, quedó unos instantes mirando a su copa, con la cabeza baja. No ponía en duda lo bien informado que estaba Nicolai; pero, después de todo, el asunto cubano le era ajeno, quizá sólo hubiera oído campanas. Con todo, su amigo nunca frivolizaba. Puede que le debiera cinco mil dólares al enemigo, sencillamente. Tenía que devolverle el dinero mañana mismo. Los seiscientos del pagaré personal no los había reunido todavía, a pesar de que mandó a su mujer quinientas pesetas menos aquel mes y se había apretado el cinturón de manera considerable. Aprovecharía la ocasión para concertar una cita al día siguiente. No tuvo que esperar mucho. Jessop, al deshacerse su grupo, inició un acercamiento paulatino hasta que fue inevitable el saludo.
− Me alegro de verle aquí – dijo el magnate con la más política de las sonrisas.
    Después de unas cuantas frases amables por las dos partes, don Juan le propuso que le invitara otra vez al Club Cosmos.
− Mañana salgo para Nueva York.
    Nicolai aprovechó que Olga se acercaba para ir hacia ella y dejarles solos.
− Ya tengo el dinero. El mío todavía…
− No se preocupe, no hay prisa. Puedo esperar lo que sea necesario.
− Pero yo no − repuso firmemente don Juan.
− Comprendo, pero hasta dentro de tres semanas no volveré por aquí, mañana salgo muy temprano − Jessop pensó unos instantes − Si no lo ve indiscreto, puede dárselo el director de la casa que tenemos en la avenida de Pennsylvania. Yo hablaré esta noche con él. Lo he visto por ahí, le dejaré firmado un recibo.
− Le agradezco la molestia. He abusado de su paciencia, pero comprenda el alivio que es quitarse una deuda.
− Los banqueros vivimos de lo que nos deben. Cuando regrese, le volveré a invitar al club.
    La orquesta paró de tocar. Sonaron tres golpes de platillos, la gente se dirigió al centro del salón. Allí miss Cleveland y el presidente bailaron una danza irlandesa que incluía saltos, giros y palmadas. El hombretón brincaba al lado de su ágil hermana con la soltura de un minero en una noche de sábado. Una salva de aplausos premió a la pareja.





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jueves, 29 de julio de 2010

4.- El espía exige

 
    El cónsul en Nueva York, don Enrique Chamorro, telegrafió avisando de que llegaba con un asunto importante. Paco fue a recibirlo a la estación. Don Juan le esperaba impaciente. Nada más entrar en el despacho, notó el embajador que aquel hombre pequeño, atildado, traía algo que le disminuía aún más. El cónsul saludó con una reverencia y pasó a la exposición de los hechos.
− Maceo y Gómez están en Nueva York. Vienen para organizar otra vez la lucha. Pero lo más urgente es lo que me ha dicho uno de nuestros informadores habituales. Los dinamiteros de Tampa preparan una gran explosión en la Habana. El espía pide cinco mil dólares para darme nombres, fechas y lugares. Lo de Gómez puede esperar, lo de la dinamita parece inminente.
    Don Juan miraba a Chamorro con una expresión concentrada. De los ojos de ardilla del cónsul salía, igual que de los de Quirós, la corriente del miedo, pero contenida por cierta elegancia cosmopolita. Tenía una buena tienda de paños en la calle 32 y parecía estar allí para cortarle un traje al embajador. Chamorro recibía al trimestre seis mil dólares del Capitán General de Cuba destinados a pagar abogados, espías y vigilancia de los independentistas.
− ¿Y no le queda a usted dinero? – preguntó don Juan con tono de incredulidad.
− Ya está casi todo gastado o comprometido. Sólo tengo quinientos dólares hasta que dentro de veinte días venga otra vez lo de Cuba. No podemos esperar tanto tiempo.
− ¿Es de confianza el espía? – inquirió don Juan, viendo que era imposible sacar del caparazón a esa tortuga taimada.
− Absoluta. Hasta el momento todo lo que ha dicho ha resultado cierto al milímetro. Por eso veo grave el asunto.
    Y sin duda lo era. La dinamita era grave, la rabia de los tabaqueros de Florida, también. Quirós, una semana antes, le había enviado el periódico cubano de Cayo Hueso, en el que éstos se jactaban de tener todo preparado para la “guerra científica”. Un ruso, al que llamaban "benefactor de la humanidad", comparándolo con Gutenberg y Washington, les instruía en las artes explosivas dentro de una fábrica abandonada. Pero necesitaba los detalles, no podía quejarse al Secretario de Estado con tan pocos datos. Todos los cónsules y agentes sabían que con él no se podía contar para seguir con la derrama de fondos. Ya había negado cinco peticiones. Estaba resuelto a sanear las cuentas, a pagar al banquero de la embajada, Mr. Riggs, hasta el último céntimo. No podía ahora hacer una excepción. Y aunque quisiera, ¿de dónde iba a sacar los cinco mil dólares?
− Usted sabe que mi política aquí no es como la de mis antecesores. No quiero que nos tomen más el pelo esos charlatanes.
− Me temo que esta vez es cierto − repuso Chamorro.
    ¿Y si él, por no caer en el extremo de manirroto, caía en el de irresponsable? Al fin y al cabo, su misión consistía en proteger los intereses de los españoles allá donde se encontraran, y ¿qué más alto interés que la vida? En el periódico de Cayo Hueso, los rebeldes presumían de que, con la instrucción recibida en el manejo de explosivos, podrían hacer saltar por los aires a dos mil soldados españoles.
− ¿Le ha dicho en la Habana? − quiso cerciorarse don Juan.
− Sí, en la ciudad. Eso significaría muerte de civiles. No hace mucho los anarquistas rusos arrojaron una bomba en un teatro, murieron más de doscientas personas. Quieren volar la Habana – repitió Chamorro, como si intentara hacer ver a don Juan que toda la ciudad saltaría por los aires.
− Pero eso es imposible.
− Pueden intentarlo en varios lugares.
− Dígale a su informante que mi gobierno premiará todo servicio que se le haga, aunque no se compromete de antemano a dar a nadie un real antes de comprobar que las revelaciones son ciertas.
− No aceptará esperar. Se obstina en que todavía le debemos algunos servicios. Quiere todo el dinero antes de soltar un detalle. En ese mundo funcionan así. Tiene su lógica. Una cosa son las informaciones y otra muy distinta lo que las embajadas hacen con ellas.
− ¿Qué quiere usted decir?
− No confía en que seamos tan nobles como para pagarle si sus informaciones, aun siendo ciertas, no pudieran evitar el fracaso. Esas cantidades se entregan en caliente, cuando los sucesos están por ocurrir. Él cree que lo que sabe vale más todavía. Yo le conozco. Además, le discutí el precio, me parecía excesivo. “Mucho más os gastaríais en ataúdes y en ladrillos”, me contestó.
− Pero se le puede dar un adelanto, y el resto cuando todo termine.
− No quiere adelantos, por lo mismo. Si fracasamos, él cree que con eso lo daríamos por pagado.
− Puede intentar convencerle.
− Puedo hacerlo, aunque lo veo difícil, y el tiempo cuenta, la cosa está muy avanzada. Si ahora nos metemos en negociaciones…
    En fin, parecía no haber otro remedio que pasar por despilfarrador o, tal vez, por crédulo y simple; sin embargo, mejor eso, a que se dijera que cuando los rebeldes se agitaban de manera extraordinaria, no se vigilaba bien por miseria suya. Había que encontrar cinco mil dólares.


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miércoles, 28 de julio de 2010

3. Dos mujeres y una partida

    La embajada británica, asediada por landós detenidos ante el porche resplandeciente, era aquella noche el centro de la vida social washingtoniana. Sir Lionel Sackville−West, ministro de Inglaterra, acompañado por su hija Victoria, atendía a los invitados que entraban al gran salón de baile. Un maestresala negro, con librea y enormes orejas, anunciaba las llegadas. Juanito esperaba inquieto en el vestíbulo. Su tío no aparecía; quizás le hubiera atacado el reúma. Todo el mundo estaba ya dentro. Al fin, se decidió: le susurró al ujier que él era la legación española. El negro, como se trataba de la última invitación, improvisó un gorgorito ronco de aviso... y soltó un atronador ¡The Spanish Legation! Tal fue el trompetazo, que todos los ojos se volvieron hacia la puerta esperando una epifanía majestuosa. Momento en el que Juanito, con frac, corbata blanca y aspecto de flauta india, hizo su entrada encogiéndose y mirando a ninguna parte. Hubo una carcajada general. La hija del embajador y sus amigas fueron las más estruendosas; Sir Lionel las miró de manera reprobatoria. Enseguida, rodearon al agregado entre risas y palabras atropelladas. La atención de nuestro héroe se dirigía a Victoria que, enrojecida la parte alta de los pómulos, tenía un aire de febril diversión. Después de dudarlo mucho, la sacó a bailar. Se sumergieron en el torbellino de luz de los valses.
− En Madrid − decía Juanito −, en una recepción del rey, hace unos meses, tocaron esta música; entonces no pude, pero ahora mira cómo me llevas.
    Victoria se deslizaba por el salón con suavidad neumática, sonreía sin hablar, buscaba los ojos del agregado con mirada escrutadora y desafiante. Juanito atenazaba con su mano derecha el talle de la joven, sentía crujir el arco de su espalda, aspiraba el aroma de su cuerpo perfumado; las comisuras de sus labios descendieron dibujando una línea de ansiedad y de deseo. Al terminar la pieza, apareció el embajador francés, monsieur Roustan, pidió su turno y Victoria se alejó mirando a Juanito con cara de cómica pena.
    Tras este abandono el sobrino descubrió a don Juan, que acababa de llegar. Esperó a que terminara de saludar a sir Lionel.
− Tío, te tengo que presentar a Victoria. Es maravillosa.
− Debe de serlo, por lo que he oído de ella.
− Verás qué mezcla. Aristócrata y gitana.
− Yo conocí a su madre, Pepita Oliva, en Alemania − rememoró don Juan −, y no era gitana, sino hija de un barbero del barrio del Perchel. Comenzó cantando en Málaga, en un café de la calle Larios. Luego alcanzó tanta fama como Lola Montes.
    ¡Claro que la conocía! En Dresde, la había visto bailar de manera castiza y legítima. Nunca encontró ojos tan grandes, tan negros, ni pies tan pequeños, ni pechera tan divina, ni piernas tan hechas a torno, ni cuerpo tan sandunguero. Poseía distinción natural y cierta ingenua frescura, infrecuente en las mujeres de la farándula. Un príncipe ruso riquísimo, enamorado y rumboso, la acaparaba por todas partes. Él, con 420 pesetas al mes, no se atrevió a acercarse. La niña se parecía mucho a la madre. No le extrañaba que sir Lionel se hubiera enamorado de Pepita. Los decorados llenos de luna, geranios y pozos nocturnos debieron actuar sobre el inglés como un encantamiento, convirtiendo a la bailaora en una diosa solar, inaccesible a los súbditos de Su Majestad, apagados por la bruma y la ginebra.
− Tenemos que invitarla a la embajada cuando sea tu fiesta de presentación − propuso rotundo Juanito.
− ¿Qué fiesta, sobrino? Mira a tu alrededor y compara. ¡Cómo me voy a atrever yo a dar ninguna fiesta!
    Paró la música. Victoria, que bailaba con el general Sherman, quedó a unos pasos de los españoles. Después de aplaudir a la orquesta, acompañada por el viejo soldado, pasó al lado de ellos. Juanito levantó su copa de champán y la llamó:
− Victory, Victory.
− Sobrino, que ese es el nombre del barco de Nelson. Ella es simplemente Victoria − le susurró don Juan.
− Ven aquí, quiero que conozcas a más paisanos de…− iba a decir “de tu madre”, pero al ver la mirada de acero del embajador, terminó diciendo − … España.
    Victoria se aproximó. Juanito le presentó a su tío. Don Juan, al tenerla delante, vio que en efecto la muchacha era combinación de dos imposibles: un lánguido lord inglés y una candente mediterránea. La hija tenía la hermosura de la madre, su viveza en la mirada; sólo conservaba del padre las orejas.
    Se incorporó sir Lionel al grupo e invitó a don Juan a que le acompañara. Le llevó de corro en corro presentándole a los pocos embajadores que aún no conocía. Entre ellos, al ruso, Nicolai Abrahamov. Don Juan hablaba francés con bastante soltura, así que le resultó más cómodo pegar la hebra con el enviado del zar. Era delgado, alto, hijo del Quijote, sobrino del Greco, con la sonrisa burlona dibujada siempre en los labios. Una barba amplia y partida dejaba al descubierto su enorme nuez. No tardó en aparecer Olga Tatiana Rasilova, la embajadora, cargada de collares y pulseras, maquillaje azul marino en los ojos, alta, sonriente. Avanzó con los brazos abiertos, dispuesta al asalto de don Juan: le besó, le cogió por los hombros, le sacudió sin misericordia, le invitó a comer cuanto antes y se dirigió veloz a otra parte.
    El Secretario de Estado, Frelinghuysen, llegó tarde. Tentado estuvo don Juan de aprovechar la ocasión para hablarle de Agüero, pero en los pocos minutos que le tuvo enfrente no pudo encontrar el momento propicio. Una vez solos, don Juan, que desde primera hora había confiado en Nicolai, le habló al ruso del filibusterismo y de su intención de protestar ante el gobierno.
− Me he quedado con las ganas de hacerlo ahora mismo.
− Ha hecho bien en contenerse − dijo Nicolai − . Esta administración ya no toma decisiones. Los republicanos lo tienen difícil. Blaine, acusado de corrupción, no creo que gane. Cleveland parece el mejor situado.
    Llegó Olga Tatiana, tomó del brazo a los dos y les condujo hacia un sofá debajo de un enorme cuadro de la reina Victoria.
− Estoy rendida, pero tengo ganas de hablar… y de beber un refresco. Nicolai ¿me lo traes?
Olga se arregló la diadema de brillantes y miró a don Juan.
− Me encanta España. Tienen ustedes sangre en el alma, como los rusos.
    Después de oír a Olga durante más de una hora pasar revista detallada y malévola a toda la "high society", don Juan fue en busca de su sobrino. Se despidieron de Victoria. Ésta le dijo a Juanito que esperaba verle dentro de dos días en la fiesta que ofrecía su amiga Carole Mac Ceney. Juanito dobló, intenso, el espinazo, la miró de forma entusiasta y preguntó cómo había que ir vestido. "Very informally", fue la contestación de la joven...
    Ya dentro del coche, don Juan vio tan contento a su sobrino, que le advirtió:
Picas muy alto, amigo. Ten cuidado con la inglesita. Está en el dulce periodo que las mujeres interesantes disfrutan antes de casarse. Les gusta apostar a varios caballos a la vez.

***

    Al poco tiempo hubo elecciones. Después de décadas republicanas, los demócratas recuperaban el poder. Cleveland ganó a Blaine de manera holgada. Don Juan debía volver a plantear el filibusterismo de Agüero a la nueva administración. Más notas, más gestiones, más irritación. Se sabía como una letanía todo el expediente, igual que un viejo actor de mil representaciones. Pero ahora no era Frelinghuysen quien debía escucharlo, sino el nuevo Secretario de Estado, el senador Thomas F. Bayard. Cursó una nota para entrevistarse con él en la sede del Departamento. Bayard contestó que prefería que se vieran en su casa, que le invitaba a cenar.
    Se dirigió a la cita con un fuerte constipado de tos y nariz. Vivía el nuevo ministro en Highland Terrace. Como en aquella tarde fría el hielo formaba una delgada capa sobre las calles, don Juan se comprometió a tener cuidado y no romperse la crisma. Bajó del coche. Con precaución inició el ascenso por el sendero empedrado que daba acceso a la vivienda. Se distrajo un momento al divisar, delante de la casa, a una joven vestida de amazona que se quitaba el gorro y sacudía su melena corta, mientras un perrillo le arañaba las botas altas. Al instante, el bólido peludo se precipitó sobre don Juan ladrando inamistosamente. Éste trató de evitar el encuentro, pero resbaló y cayó de bruces. Consiguió levantarse a duras penas; recogió las gafas, incólumes, y miró desconcertado a su alrededor. Enseguida, se acercó la joven y alejó al perro con voz suave.
− Soy Katherine Bayard. Lamento que haya tropezado. ¿Le duele algo?
   Don Juan se agarraba con fuerza el tobillo, cerraba los dientes, se contenía para no dolerse ante la presencia de la muchacha.
− Debo haberme lastimado el pie. El abrigo, como usted ve, está empapado… En fin, parece que no me he roto nada.
− Entremos y veamos qué tiene.
Katherine le hizo pasar a la biblioteca; puso el abrigo sobre una silla, cerca del fuego de la chimenea. Llamó a Sally, la sirvienta, y le encargó que calentara una bolsa de agua.
− ¿Quiere usted tomar algo?
− Un coñac me vendría bien.
     Después de darle la bebida, Katherine trajo una banqueta, le cogió el pie derecho y se lo acomodó en un cojín. Cuando le puso la bolsa, sintió don Juan algo que tenía casi olvidado: la ternura de una mujer derramada con sencillez sobre un hombre doliente.
− ¿Puedo llamarla Catalina?
− Me llaman Kate, pero si es su última voluntad...dijo ella resignada.
    Recobró don Juan el buen humor y el dominio de la situación.
    Olga Abrahamova le había contado que aquella joven que le miraba de manera fija, respetuosa, sustituía a su madre como ama de casa y anfitriona. La mujer de Bayard vivía en Wilmington, Delaware, con una grave enfermedad de corazón. Catalina y su padre iban a verla con frecuencia. Así llevaban diez años.
    El fuego de la chimenea derretía la resina en los leños, un aroma de pino se esparcía por el aire. Sobre el escritorio: cartas, una pluma nacarada y varios cuadernos gruesos; uno de los cuales, forrado en piel azul, se cerraba con un candado dorado. Don Juan conocía ese tipo de libros cajafuerte, en ellos llevaban sus diarios las jóvenes románticas.
− ¿Le gusta Virgilio?
− Sí respondió sorprendida Catalina −. ¿Cómo lo ha averiguado usted?
− Ese que hay al lado del azul, no puede ser más que La Eneida, un facsímil de la edición veneciana de 1501, hecha por Manucio.
    El volumen yacía abierto por una página con un grabado que representaba a Eneas hablando con la reina Dido, sentada en un trono: "Infandum, regina, iubes renovare dolorem".
− Lo conozco muy bien. El original pertenece a un amigo mío.
    Había tenido el libro en sus manos, en casa de Cánovas. Al Monstruo le gustaba mostrárselo, pero racionaba el tiempo de contemplación:“No lo mire más, que le va a gastar las tintas”.
    Don Juan adoptó la actitud del elegido, del que tiene acceso directo a las fuentes de la Cultura de Occidente. Había traducido Dafnis y Cloe, podía admirar en El Prado a Velázquez y a Goya, tomaba café con Víctor Hugo... Se contuvo y no le dijo que, según sus compatriotas, él mismo moraba en el Parnaso.
− ¡Qué suerte tienen en Europa! − exclamó Catalina . Pueden encontrar todavía obras de Horacio o de Platón, perdidas en viejas bibliotecas de monasterios.
− También he tenido en mis manos una primera edición de El Quijote.
− No piense que soy una coleccionista. Leo de todo; prefiero a Dickens, pero me gustan las obras populares, los dramas románticos, las hermanas Brönte, Jane Austen
     Catalina hizo una pausa, miró con ironía a don Juan y continuó:
− No tema, no voy a cansarle con todas mis lecturas, no quiero que crea que soy una licurga.
    “Garza plateada”, tuvo la intención de decir don Juan.
    Catalina fue a cambiarse para la cena. A los veinte minutos se presentó con un sencillo vestido blanco. Poco después, sonaron en el vestíbulo pasos apresurados de la servidumbre, categóricos cierres de puertas bien engrasadas, civilizados murmullos. Apareció en la biblioteca Bayard. La negra pajarita hacía pensar más en un próspero cirujano, que en un político. Andaba inclinándose un poco hacia su izquierda. Se dirigió con una sonrisa amable a don Juan.
− Disculpe el retraso, he tenido que despachar con el embajador inglés y estoy agotado. Espero que mi hija le haya hecho los honores.
− No sólo eso, me ha curado − recalcó don Juan, señalando la bolsa de agua que había quedado encima del taburete.
     Bayard miró orgulloso a Catalina; se quitó el gabán y fue a cambiarse para la cena. Don Juan se sentía cada vez mejor en aquella casa. El jefe de la diplomacia americana le inspiraba confianza. No sólo por su fama de hombre honesto, sino por el hecho sorprendente, que estaba descubriendo ahora, de ser el doble de don Gabriel Viñas, el médico que, cuando niño, le miraba las anginas y le dejaba llevar las bridas de su jamelgo. Don Juan sabía que algunos hombres tienen un duplicado, idéntico en lo físico, aunque no en lo espiritual. En Bayard parecían darse ambos casos: la cara y la figura, pero también los gestos, la forma de mirar, los andares... Hacía unos cuarenta años que don Gabriel había muerto.
− Su padre es el sosias del médico de mi infancia – le dijo don Juan a Catalina.
− ¿Cree usted en la reencarnación?
− No, aunque espero que el senador sea tan benevolente conmigo como lo fue don Gabriel.
− Si Pitágoras pudo descubrir el alma de su propio padre prisionera en un perrillo, quizá usted haya hecho lo mismo con el espíritu de su médico – sugirió Catalina con un acento profundo que desconcertó a don Juan.
     La cena transcurrió, en lo gastronómico, a una altura infrecuente en los Estados Unidos: crema de ostras, sábalo del Potomac y pato salvaje con gelatina de grosellas. Nada de eso pudo saborear por el resfriado.
    Catalina le animaba para que contara anécdotas del mundo literario. Preguntó por París, por Víctor Hugo. Luego, si había visto a la reina Victoria o si conocía a Eugenia de Montijo. Aquí se lució el embajador. No sólo la conocía, eran casi parientes; se escribían, siempre que pasaba por Londres debía visitarla. Don Juan empleaba sus artes conversatorias con la máxima dedicación. El tobillo ya no le dolía por efecto del burdeos. El constipado, detenido en la nariz, le deparaba una medio sordera apacible. Con el quejisma en la voz y la humedad en los ojos, bien podría pasar por un maduro trovador embaucando a los dueños del castillo.
    Terminó la cena. Catalina, antes de retirarse, le estrechó la mano. Don Juan sintió el calor de ella ascendiéndole por el brazo hasta el hombro y el cuello.
     Repasó los asuntos que debía tratar con Bayard. Era necesario mantenerse firme, estar prevenido ante las posibles réplicas, y sobre todo, conseguir el compromiso inequívoco de que no se iba a permitir la salida de expediciones rebeldes desde puertos americanos.
    Bayard se arrellanó en su butaca.
− He leído el informe de mi secretario. Lamento el atentado que sufrió su cónsul en Cayo Hueso. Frelinghuysen nombró una comisión de investigación y yo he encargado que se le proteja. En cuanto a Agüero, sabemos que ha vuelto de Cuba, pero el presidente me ha dicho que no podemos tocarlo. Tiene el estatuto de refugiado político.
− Usted sabe que es un terrorista.
Washington y Jefferson fueron considerados terroristas por los ingleses en nuestra guerra de independencia. La cuestión está en la definición: ¿luchador por la libertad o delincuente?, ¿patriota o asesino?
− Washington no asesinó a sangre fría, ni puso bombas a inocentes, ni, como ha hecho Agüero, secuestró a un teniente español, cobró el rescate y luego lo fusiló.
− La lógica de la guerra nada tiene que ver con la de la justicia o la de la paz. Ustedes están en guerra... No digo que nos sea indiferente la independencia de Cuba. Quisimos comprársela por un buen precio, pero perdieron la oportunidad de salir airosamente de allí por los caminos prácticos del comercio.
− Para nosotros vender Cuba sería como para los Estados Unidos vender Kentucky. Mucho más, pues ustedes llevan menos tiempo allí que nosotros en Cuba. Es una provincia de ultramar, una parte de nuestra patria – proclamó don Juan de manera inflamada.
    Bayard se encargó de corregirle el arranque patriótico.
− Provincia que no tiene las mismas leyes que la metrópoli, en donde no hay libertad de partidos, y persiste la esclavitud. No creo que debamos idealizar. Cuba para ustedes y para nosotros es una colonia, una posibilidad de hacer negocio.
− En los políticos y en los ricos sí anida la idea de colonia, pero la mayoría de los españoles ve a Cuba como una tierra prometida o como un camposanto. Ochenta mil familias dejaron enterrados allí a sus hijos durante la guerra del 68.
− Es el destino de todas las potencias coloniales. Ustedes mismos, los más razonables, saben que tarde o temprano tendrán que salir de la isla.
    Don Juan veía cómo el problema de Agüero se iba esfumando, empequeñecido en aquel debate de planos más altos. El punto central de la entrevista iba a quedar sin satisfacción. Con tozudez insistió:
− Mi gobierno me ha dado instrucciones para que proteste formalmente por la impunidad con que se mueve Agüero. La Ley de Neutralidad de 1818, prohibe apoyar o permitir empresas armadas contra naciones en paz con los Estados Unidos. Ustedes tienen relaciones diplomáticas con nosotros, que somos un Estado real, existente, no un comité reunido en un apartamento de Nueva York. Es con España con quienes están obligados por las leyes internacionales. Además, los del comité revolucionario tampoco apoyan a Agüero, lo consideran un personaje cruel y extravagante. Por lo que yo sé, el filibustero les odia a ustedes tanto o más que a nosotros. Quiere una Cuba libre, también de los americanos.
− Sí, sí, no puedo negarle que lleva razón…Tenga la seguridad de que el presidente, a pesar de las presiones de Congreso y Senado para que nos declaremos beligerantes, quiere mantener los compromisos de lealtad con su país.
− Hasta hoy, sin embargo…
    Bayard no le dejó terminar:
− En lo sucesivo diga a sus cónsules que este gobierno necesita pruebas, nombres… para poder actuar de acuerdo con la ley. Tenga la seguridad de que prohibiremos salir de nuestros puertos a las expediciones armadas, si se nos avisa con tiempo y en la debida forma. Eso me parece sensato, pero a Agüero no podemos detenerle, ni expulsarle − concluyó el Secretario con determinación, casi con mal humor.

***

    Don Juan iba con asiduidad a casa de los Abrahamov. La embajada rusa era el único sitio en que comía bien de veras, igual que en París. Se cenaba a eso de las siete, después tenían lugar toda clase de juegos, desde el inofensivo y diabólico billar, pasando por el meditabundo bridge, hasta los sangrientos póquer o bacarrá. En la mesa de éste último perdió Juanito un día las 580 pesetas de su paga mensual. Olga había enseñado a don Juan a jugar al póquer y practicaban algunas veces de forma amistosa. Sin embargo, debido a su no abundancia de metales preciosos, no tenía más remedio que refugiarse en las carambolas con el padre de Victoria o con el embajador portugués, Vizconde das Nogueiras. El buen coñac y los habanos compensaban la sosería de sus colegas. A menudo se desplazaba a las mesas del peligro, observando la pelea. Olga y Nicolai jugaban en partidas distintas, siempre al bacarrá o al póquer. Eran, sin duda, los más ricos del cuerpo diplomático, mucho más que sir Lionel. A don Juan le fascinaba ver la cantidad de dólares que ponían encima de la mesa, flamantes fajos traídos por el viejo criado Vania en una bandeja de plata. Ganaban mucho, perdían más, aunque no parecía importarles.
    La mesa de aquella noche la formaban Nicolai, Victoria, la mujer de Nogueiras y Francis J. Jessop, vicepresidente de la banca Morgan, Gran Maestro de la logia de Columbia.
    Victoria entró en la sala de billar, le dijo a su padre:
− Ocupa mi sitio, hoy no es mi día, estoy harta de perder.
    Sir Lionel hizo un gesto de tedio y, abstraído, siguió poniéndole tiza al taco. Victoria, entonces, se dirigió a don Juan:
¿Querrá usted sustituirme? Si no, romperé la partida y me odiarán.
    La entonación de la joven contenía muchos matices: ¿querrá hacerme el favor?, ¿podrá?, ¿tendrá dinero?, ¿se atreverá?
    Don Juan, con sonrisa condescendiente, contestó:
Bueno, allá voy…
    Le asombró la rapidez con que había obedecido a la inglesita. Sería prudente. Iría sólo si tenía buena jugada. Nicolai ganó anoche tres mil dólares. Cierto es que posee las tierras de media Ucrania, pero los ganó. Con la mitad de eso, se quitaba él todas las deudas. Sería una ganancia legítima. América, cuerno de oro.
     Buscó en su cartera el dinero. Barajó solemnemente. Los naipes salieron disparados hacia las manos ansiosas. Al poco tiempo, cogió un farol a Nicolai con dobles parejas. Juanito, detrás de su tío, miraba cómo éste, con lentitud desesperante, descubría sólo el canto de las cartas; por fin, las desplegaba para que su sobrino pudiera ver la jugada. Pero llegó un momento en el que la cuestión se reducía a si asistía a los dos mil dólares que había puesto Jessop sobre el tapete. El banquero parecía indiferente ante aquel hervidero de papel sagrado. Cuando Jessop envidó, su rostro senatorial apenas se contrajo para esbozar una sonrisa. Ni un músculo, ni una gota de sudor en aquel agobio, como si dispusiera de refrigeración interna. Don Juan intuía que iba de farol; a él las cartas le estaban llegando en el momento preciso, sin embargo, no tenía una jugada demasiado brillante; buena sí, aunque no para emplear en ella los trescientos dólares recién ganados. Los demás se tiraron. No debía haberse sentado en una mesa tan alta, tan fuera de su nivel. No se puede jugar con miedo a que si pierdes te quedas sin responder a lo más elemental, como pagar los recibos o la comida, o mandarle las dos mil pesetas a tu familia. Debía decidirse. “Va de farol, es seguro”. Al fin se atrevió, puso su resto sobre la mesa. Jessop tiró las cartas y le dijo: “usted gana”. Llevaba pareja de sotas. El banquero había pedido dos para simular que partía con un trío. Don Juan, al tiempo que traía hacia sí el denso dinero, sintió abrirse el Mar Rojo: se retiraron las aguas turbias, avanzaba en su carro de oro para recoger, triunfal, el tesoro. Ahora, prudencia, conservar esa fortuna. No podía cometer la grosería de levantarse de la mesa. Debía pasar mucho; ir sólo algunas veces para disimular, arriesgando poco dinero. La partida entró en unos momentos decisivos. Los dólares se movían, las jugadas eran comprometidas. Todos recibían buenas cartas, resultaba difícil mantener la sangre fría, no participar. Nicolai le ganó en una mano la tercera parte de lo que había ganado él a Jessop. Tuvo que ir. Llevaba un ful de ases. Si uno se tira con eso ante un hombre que ha pedido tres cartas, debe abandonar la partida. Se retuvo durante media hora más. Vio pasar muchas ocasiones de triunfo. Si hubiera ido todas las veces que ganaba, tendría una fortuna. Jessop dejó caer que el embajador desde hacía rato estaba “in the shell”, “metido en la concha”, tratando sólo de defender lo ganado. La provocación cayó en saco roto. No le vería los naipes hasta que llevara una jugada derribadora. Era inútil que le provocara. Decidió no beber más coñac. Recibió las primeras tres cartas. Las distinguió de golpe: rojas, dentadas, triunfantes, se mostraban las K de los reyes. Esperó las otras dos, sin atreverse a mirar a los ojos de los contrincantes. Vio la primera, un caballo; pintó con cuidado la segunda: otro rey. Póquer de reyes servido. Jessop puso todo su dinero, como otras veces, para apabullar a don Juan. Éste ahora no lo pensó. Con sus manos elegantes empujó todo lo que tenía arrastrándolo por el fieltro verde con parsimonia. Tenía cogido al magnate. Jessop pidió dos cartas. La suerte estaba echada. Don Juan quedó servido. No valía la pena engañar pidiendo una. “¿Qué tiene?”, le preguntó, humilde, Jessop. “Póquer de reyes”, contestó rápido don Juan. El banquero fijaba su mirada ósea en el puro, le subía a los ojos esa niebla de los que se creen por encima de los demás, una superioridad que no iba dirigida a nadie en concreto, sino al resto del mundo. “Éste es de ases”, dijo el banquero con armoniosas resonancias viriles y aterciopeladas en la voz, desplegando lentamente cuatro monstruos, rojos y negros, solitarios en el centro de las cartulinas blancas, como ojos de cíclope. Don Juan sintió el corazón en la garganta, un dolor fuerte en los riñones, se le nubló la vista por un instante, tragó saliva, murmuró en español algo apenas audible, pero lleno de rabia y desesperación. A las dos o tres jugadas fue al baño, contó el dinero que le quedaba en la cartera: cincuenta dólares. Podía disponer de otra oportunidad. La mesa tenía tal ritmo que resultaba posible recuperarse en una sola mano. Le dolía un poco la cabeza, trataba de comportarse con naturalidad. El ansia de desquite le había crecido hasta hacerse irresistible. Se acabaron las buenas jugadas. Fue perdiendo en pequeñas escaramuzas. Acabó sin los cincuenta dólares. Quiso levantarse. Jessop le miró de manera comprensiva y le ofreció tres billetes de doscientos. “Para que no tenga cuidado…”. Ese dinero también fue disminuyendo de manera poco heroica, hasta que lo perdió todo. Le firmó a Jessop un pagaré por seiscientos dólares. Se levantó de la mesa, la cabeza le daba vueltas. Se decía: “Imbécil, imbécil, imbécil”. Salió a la terraza, necesitaba ordenar sus ideas. El frío de la noche, el ruido de los sirvientes ajetreados en la cocina, no le hicieron recuperar el sentido de la realidad. Miraba con indiferencia las ventanas, las columnas, como si fueran un decorado. Reproducía las jugadas clave: "si hubiera pedido... si hubiera ido... ¿cómo no le noté en la cara que llevaba jugada...?, ¿cómo me amilané con aquella escalera...?, ¿de dónde saco los seiscientos dólares...?"
    Nicolai salió a la terraza, cogiéndole del brazo le llevó adentro. Su amigo no comentó la partida. Antes de marcharse, Jessop le dijo que no tenía que precipitarse en devolver el pagaré. Luego, le invitó a visitarle en el Club Cosmos.

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