(Sinopsis: Don Juan Valera, el autor de "Pepita Jiménez", viaja a los Estados Unidos en 1884 como embajador de España (una potencia moribunda) ante una joven nación orgullosa de su destino que da los primeros pasos para convertirse en primera potencia mundial. Agobiado por los acreedores, destruido su matrimonio, América le ofrece la promesa de una vida tranquila y de una recuperación de sus finanzas domésticas. Pronto verá que eso es imposible. El acoso, la agitación, las amenazas de los independentistas cubanos no le dan tregua. El gobierno español, que no parece tomarse en serio la rebelión, muestra indiferencia. América no resulta ser la frontera del oro. Se encuentra, sin embargo, con otra frontera: la del espíritu indomable y complejo de una "belle" de Washington, Kate Bayard, hija del secretario de Estado del presidente Cleveland. El amor apasionado de la muchacha, su obsesión por el budismo esotérico, su oscura y contradictoria fatalidad tampoco le darán sosiego.)
A bordo del "Cefalonia", don Juan podía atisbar en la distancia, un poco velados por la niebla, los grises barracones del puerto de Nueva York. Novios fantasmales, matrimonios de jubilados ingleses, camareros somnolientos deambulaban por cubierta.
− ¿Qué hago yo aquí? - se preguntó, al ver los hombros de los gigantes surgir entre la bruma. El humo del puro que apretaba entre los dientes le era devuelto por la brisa, punzaba la gota en sus nudillos.
− Oficialmente, sustituir a un suicida - reconoció, melancólico.
Una llovizna fría le empañaba las gafas, olía el aire a madera podrida, bufaban graves las sirenas.
− En realidad, quemar el último cartucho - concluyó, arrojando el puro por la borda.
Su sobrino Juanito llegó jadeante:
− ¡Le he visto las piernas a una italiana cuando subía por las escaleras de babor!
El transatlántico atracó en el muelle East River. Al pie de la escalera, confundidos entre marineros con mirada perdida que volvían a sus barcos, esperaban dos miembros de la legación. Sobre la manga de los abrigos tenían cosido un brazal de luto. Mientras los funcionarios colocaban el equipaje en el coche, Juanito se encaramó al pescante y desde allí, con voz alegre, exclamó:
− ¡ Tito, esto no es Doña Mencía !
− Ya veremos.
− Me han dicho que las americanas se mueren por los europeos con clase.
− ¿Somos europeos?
Los ojos del sobrino se clavaron en dos damas jóvenes que despedían risueñas a un militar. Juanito se agitó en el asiento, levantó la nariz − audaz y esperanzado − como un lobezno husmeando la cañada. De un salto bajó al suelo, dio una carrerilla y entró en el coche delante de don Juan.
− Mi madre me ha dicho que viaje a los balnearios de moda, que alterne con la alta sociedad, con los diplomáticos de las grandes potencias...
− ¿Nada más que eso te ha dicho mi hermana?
− Bueno…, sobre todo, que busque a una joven con dólares. La señora de don Juan Mesía de la Cerda y Valera, agregado "ad honorem" del Reino de España.
− ¿Y si no la encuentras?
− Siempre queda la hija de Morenito − sonrió, pícaro, el sobrino.
Don Juan se vio rodeado por gente rubia, corpulenta, vestida con paños recios, moviéndose entre carros, toneles y cestos, trasladando mercancías de una mano a otra, de un barco a otro. Zumbaban los vapores; chavales roncos voceaban los periódicos. Nueva York emergía muy cerca, con las calles saliendo del mismo muelle; altos edificios rojizos y otros, más bajos, de ladrillo negruzco, se apretaban contra un cielo desplomado, en un turbio atardecer de clara de huevo.
Una vez acomodados en el coche, se dirigieron a la estación. Durante el trayecto, pasaron por avenidas rectilíneas atestadas de tranvías, banderas colgantes y aparatosos velocípedos. Subieron al tren de Washington. En el espacioso departamento, todo parecía a mayor escala que en Europa: los colores de los tapizados más brillantes, la pintura más viva, los revisores igual que jefes de pista de un circo.
Avanzaba la locomotora, como la ballena de Jonás, devorando la noche fría y estrellada. Frente al embajador iban sentados don Saturnino Pestaña y Paco Bustamante, secretarios primero y segundo.
− Ya me imagino los días que han pasado − dijo don Juan.
− Sí, han sido muy desagradables – admitió fúnebre Pestaña.
− No entiendo cómo, con su carrera política, a punto de ser nombrado consejero de Estado...
− La vergüenza puede llevar a un hombre a matarse − sentenció Bustamante.
− Quizás tenga usted razón − concedió don Juan, meditabundo.
La vergüenza, y las deudas, y las mujeres... pueden llevar a un hombre a cualquier cosa, como cruzar el charco con casi sesenta años. ¿Por qué, si no, estaba él ahora en Nueva York? Hace poco, en el casino de Doña Mencía, don Luis Vergara, propietario de bodegas y olivos, le preguntó: “¿No juega usted esta tarde?", con un tono que significaba: “He aquí al embajador en espera de destino, gloria de las letras españolas. Ayer perdió unos duros al tresillo y hoy no tiene más remedio que mirar por el ventanal”. Disparado por el orgullo, al día siguiente escribió a don Servando Ruíz Gómez, ministro de Estado y amigo del Ateneo, para que le procurara una misión, la que fuera, la que mereciese después de tanto tiempo de servicio. Gracias al suicidio de su antecesor, pudo conseguir, de la noche a la mañana, un destino tan suculento.
Iba solo, cargado de vinos franceses, "foiegras" y equipo completo de trajes nuevos. Pero sobre todo solo, decidido a no vivir en el futuro bajo el mismo techo que su mujer. Confiaba en este viaje a un país lejano, frontera del oro y las pistolas. La energía del Nuevo Mundo arrasaría las sombras. Y las deudas: la paga de embajador no le llegaba para hacer frente a los gastos de la casa ni a las fantasías de su mujer. Pese al éxito que tuvo con algunas novelas, vivir de la literatura en un país pobre, con las tres cuartas partes de la población analfabeta, era tan improbable como la más ardua tarea de Hércules. A veces, sólo podía salir adelante gracias al amigo Morenito que con sus duros plateados, aceitosos, le evitaba la extremaunción. Ahora, en América, las cuatro mil pesetas mensuales y la bendita soledad le permitirían saldar sus deudas más cuantiosas.
Tras cinco horas de viaje, llegaron a Washington. En la estación, dos mozos se disputaron las maletas brillantes y escudadas de don Juan. El perdedor se resignó a llevar las del sobrino. Para cruzar el andén tuvieron que esperar al tren de Baltimore, que entraba solemne, chirriante, cubriéndolo todo con una nube de vapor. Sentado en un cajón, un mendigo negro cantaba algo monótono y ronco, incomprensible, pero de una tristeza universal; una salmodia de abandono, de cama vacía y botellas por el suelo, que le hizo recordar a don Juan las coplas quejumbrosas de los gitanos de Andalucía. Dio al negro unas monedas, no supo cuántas, ni siquiera si iban mezcladas con calderilla española.
A la mañana siguiente, ya en la embajada, en cuanto salió de su habitación, sintió de golpe el espíritu del lugar: olor a humo, pasillos fríos, muebles de pino, alfombras verdosas y gastadas por todas partes. Entró en el despacho. Se puso a leer el "memorandum" que le tenía preparado el primer secretario. Empezó con los recortes de prensa. Uno de ellos lo había leído en España. Al rato, oyó un crescendo de tos − cascada, húmeda, silbante − seguida por una carraspera que trataba de aclarar el resuello. Después de pedir permiso, compareció don Saturnino con la cara aún congestionada. Llevaba un traje gris marengo usado, pero limpio; delgado en extremo, cargado de hombros, con un bigote pequeño, geométrico, y una calva inmoderada en el centro del cráneo. El embajador le ofreció un puro. Don Saturnino rehusó el habano, dirigió rápida la mano a su bolsillo y sacó una petaca.
− Si no le importa, prefiero cigarrillos. Me están matando. Había dejado el vicio, pero al llegar aquí, entre las preocupaciones y lo bueno que está el tabaco de Virginia, otra vez despido humo como una locomotora – dijo el secretario, con mirada dudosa entre la ironía y la sumisión.
− Yo también toso de vez en cuando. Los puros perjudican menos. Supongo que algún día tendré que dejarlos.
− ¿Ha leído usted el "memorandum"? − preguntó don Saturnino con voz modulada y resonante, perfecta, si no fuera por la fatiga respiratoria.
− No del todo. Las esquelas y poco más… Por su acento diría que es de Castilla la Vieja, ¿me equivoco? − inquirió don Juan.
− No se equivoca. Soy de Zamora − respondió orgulloso Pestaña.
− ¿Y qué me cuenta de mi antecesor? Supongo que todo estará en el informe, pero ya que está usted aquí...
− No hay mucho que contar. El banquero de la embajada, Mr. Riggs, tenía unos pagarés de Salazar y le advirtió que, si no se los libraba, iría a los tribunales. La tarde en que recibió la citación, se pegó un tiro en su cuarto. Estábamos en unas condiciones desastrosas. No se pagaba el alquiler, ni al servicio, los proveedores habían cortado los suministros. Hasta los espías nos agobiaban tratando de cobrar.
− ¿Espías? − exclamó sorprendido don Juan.
− Cuba sólo ha servido para que los anteriores ministros comieran turrón.
Pestaña se ruborizó un poco. Mientras tosía, observaba cómo había encajado don Juan esa alusión irrespetuosa a sus compañeros de carrera. Al ver que le animaba a seguir, el secretario continuó:
− Con el pretexto de vigilar la isla, no sólo Salazar, sino también los otros, robaron de veras. Pedían dinero extra a Madrid acogiéndose a que lo necesitaban para el servicio secreto. La mujer de Mantillo, por ejemplo, quería una joya, un traje de Worth, un dije nuevo, lo que fuera... Entonces, lo compraba y se cargaba en la cuenta de la embajada una cantidad idéntica en concepto de pago a un espía o de precio de un soborno.
Don Saturnino se tanteó el lazo de la chalina, metió la mano en el bolsillo de la levita para coger el pañuelo.
− Y no hablemos del dineral en telegramas submarinos a Cuba...
− ¿Cómo se han portado las autoridades ante el suceso? − preguntó don Juan.
− Los políticos, con discreto silencio. Los periódicos han aprovechado para hablar de la corrupción, del ladroneo general de los españoles.
Pestaña seguía:
− Lo peor de Salazar es que exageró. Los otros respetaron los gastos corrientes. Enredaban con los sobornos, pero mantenían las formas.
− ¿Por qué esa exageración? − inquirió don Juan.
− La primera gran oportunidad de dinero se le ofreció al poco de llegar. En Cuba, durante la Guerra de los Diez Años, fueron destruidas por nuestras tropas algunas plantaciones en manos de capital americano. El gobierno español aceptó que la indemnización la determinaran los tribunales de aquí; se hablaba de dos millones de dólares. Para rebajar esa cifra, Salazar ideó ofrecer una gratificación a ciertos jueces y personas influyentes: unos trescientos mil dólares. En Madrid estuvieron de acuerdo, pero al final no enviaron los fondos. Él, contando con que recibiría una gran comisión de los sobornados, le pidió crédito a Riggs. El hecho es que comenzó a gastar de forma desaforada, sobre todo jugando al póquer en el vagón dorado de Filadelfia. Ahí empezó, creo yo, su conducta extravagante.
− ¿Cuánto debe la embajada?
− Más de quince mil dólares.
El humo del despacho hacía lagrimear y toser a Pestaña. Cuando éste quiso continuar hablando de Cuba, don Juan le interrumpió con amabilidad.
− Dejemos eso para otro día, con lo de hoy tengo bastante. Ahora, si es tan amable, me enseña la casa y me presenta al resto del personal.
Salieron a la calle para ver la legación desde fuera. La fachada, pintada de un ocre apagado, con ventanas demasiado estrechas, recordaba a la de un edificio parroquial, nadie la miraría sino con la vaga indiferencia de un cartero. Aún así, según Pestaña, era un palacio comparada con el casucho donde se encontraba la anterior: "sólo digna de ser local para un burdel modesto". Allí permanecían todavía, en habitaciones alquiladas, Bustamante y el mismo don Saturnino. Los agregados militares vivían uno en Filadelfia, el otro en Nueva York. Así que aquella casa tendría que albergar las oficinas de la embajada, a don Juan y a su sobrino. Saltaba a la vista que en tal lugar, con aquellos muebles de cabaña de bosque, no se podría celebrar recepción alguna. En Lisboa residió en un palacio; en Dresde, en una quinta señorial; incluso en Nápoles, cuando empezó de agregado sin sueldo, tenía una habitación soleada, forrada de finas maderas, buena cama y amplio baño. ¿O era la juventud, la que agrandaba los espacios y los hacía más luminosos?
Pasaron dos semanas, el gabinete liberal de Posada Herrera entró en crisis. Alfonso XII encargó a Cánovas formar gobierno. Don Juan confiaba en que “El Monstruo” le mantuviera en Washington: eran amigos desde el comienzo de sus carreras, se veían a menudo en la Real Academia y en el Ateneo, los dos compartían pasión por los libros antiguos; pero la política es juego despiadado, y al cabo, lo natural era que un cargo así lo tuviera un correligionario del partido conservador. Algunas noches despertaba de pronto viéndose otra vez en Madrid, enfrentándose a la sonrisa sardónica de su mujer: “gran hombre, legado breve”. Al fin, el nuevo ministro de Estado, Elduayen, le escribió una carta confirmándole el nombramiento. Se apresuró a presentar las credenciales.
Don Juan llegó en su modesto coche de un solo caballo a la sede del Departamento de Estado. Allí le esperaba Frelinghuysen para acompañarle a la Casa Blanca. El Secretario de Estado no debía llegar a los sesenta años, pero su actitud casi letárgica le producía a don Juan la sensación de acompañar a un abuelo exhausto al que había que cuidar para que no diera un traspié y aterrizara en los suelos marmóreos. Una vez en la mansión presidencial, entraron en el Salón Azul, donde permanecieron más de quince minutos hasta que apareció Chester Alan Arthur. El presidente le estrechó la mano con simpatía. Don Juan hizo una reverencia y retrocedió unos pasos. Leyó el discurso de salutación, al que Arthur respondió con palabras afables y medidas. Luego, entregó las credenciales firmadas por el rey y se retiró acompañado de Frelinghuysen.
Pronto se estableció la rutina. Al fin y al cabo, el trabajo dentro de la legación era como en cualquier negociado de España. El material humano llegaba tarde y había que andar siempre detrás de él para que hiciera lo indispensable. A las diez, dictaba a Paco Bustamante un resumen de los acontecimientos del día anterior. A continuación leía los periódicos, llenos de animosidad contra España por el problema cubano. Después, los telegramas descifrados por Paco. Cuando llegaba la valija, encargaba a Pestaña que repartiera el papeleo. De las doce en adelante, recibía a periodistas, cónsules, compatriotas en apuros… Los asuntos de siempre: pasaportes, visados, indemnizaciones. Dedicaba un buen rato a redactar notas y despachos: “Mi gobierno no puede permanecer indiferente...”, “debe formular reservas expresas...”. Hasta que su oído se habituaba otra vez a esa jerga, no se sentía ministro en ejercicio de la diplomacia.
Febrero, mes loco en España, a orillas del Potomac resultaba de una fiereza fría, implacable. Don Juan procuraba no bajar al despacho hasta el mediodía. Entre las mantas, con la estufa al lado, resistía mejor la saña helada. Desde la cama podía divisar la plaza Lafayette. En primer plano, las copas de los árboles − negras de puro desnudas −, más allá, la bandera americana sobre el tejado de la Casa Blanca y, al fondo, las colinas de Virginia desvaneciéndose en la lejanía. Una de aquellas mañanas se puso a escribir cartas a cada uno de sus hijos. "Me siento solo. Me remuerde haberos abandonado en una edad tan difícil. Quiero que seáis ágiles jinetes, diestros cazadores, buenos bailarines, pero ante todo, que tengáis una profesión independiente y bien pagada: la de ingeniero me parece la mejor". Justo cuando imaginaba a Carlos, su hijo mayor, construyendo caminos, canales y puertos, con largos rollos bajo el brazo, botas embarradas, impasible ante el estampido de los barrenos, fue avisado por el criado Víctor. Don Bernardo Quirós, cónsul español en Cayo Hueso, pedía audiencia ordinaria por asunto que no quiso revelar al sirviente. Don Juan no tardó mucho en bajar al despacho. Ante la puerta, le aguardaba un hombre que agarraba con las dos manos su sombrero como para defenderse el pecho; hizo una reverencia al embajador; con ese gesto dejó a la vista la cortina de pelo que le cruzaba el cráneo intentando disimular la calva.
− Excelencia, espero no molestarle - dijo Quirós con voz nerviosa - .Es bien cierto, podría haberle escrito en código, pero precisaba una entrevista facial con usted y he aprovechado que mi mujer debe visitar aquí a un médico...
− No se preocupe, es pleno día, y aunque no lo fuera, usted puede hablar conmigo a la hora que le parezca − contestó don Juan, haciéndole entrar en el despacho.
− Me han hablado con mucha fe del doctor Hausmann, aplica la electricidad para aliviar el dolor en las articulaciones con pequeñas descargas. Mi mujer lleva diez años sufriendo y ahora, por fin, tenemos reunidos los ahorros necesarios para un tratamiento – dijo el cónsul, mientras se ajustaba la cadena de oro que le cruzaba el chaleco.
− Yo padezco de reúma, sé lo que es eso… ¿Cómo han hecho el viaje? − preguntó don Juan.
− ¿El viaje? Todo él pensando en cómo se las arreglará mi hijo en la tienda. Ahora que está allí solo, a los cubanos se les puede ocurrir otra fechoría. Hace una semana me lanzaron por la noche un petardo incendiario. Quieren amedrentarme para que abandone y me vaya a otro lugar.
− Yo creía que el asunto había quedado resuelto con la amnistía de Martínez Campos. Por lo que vengo oyendo, no veo mucha pacificación que digamos.
− Pues no, excelencia; todavía hay muchos exiliados que no se conforman, que no comprenden los esfuerzos de concordia y perdón hechos por España. Quieren la independencia total, la expulsión completa de la autoridad española. Cayo Hueso es su trampolín natural, dan un salto y están en su amada Cuba. Ahora los tabaqueros esperan la llegada de Gómez y Maceo. Por la agitación que observo, se trata de un intento de invasión armada. Ya he avisado al Capitán General sobre eso. Pero el peor de todos los rebeldes es Carlos Agüero, que se dice almirante de la república cubana. Él es quien me trae ante usted.
− ¿Agüero?, ¿Agüero?... Yo conozco a unos Agüero de Soria − dijo don Juan, revolviéndose en el sillón y encendiendo un puro que sostenía desde hacía rato.
− Quizás sus antepasados sean de allí − siguió Quirós −. El caso es que hace una semana salió de Cayo Hueso en un barco con cincuenta hombres cargado de armas. Seguro que desembarcará efectivos, se esconderá en las montañas y repartirá los fusiles entre los campesinos.
− ¿Qué cree usted que podemos hacer? − preguntó don Juan.
− Al menos, enviar una nota de protesta al gobierno de los Estados Unidos. Lo han hecho todo a la luz del día. Cargaron las armas, izaron la bandera cubana, entonaron cánticos, lanzaron gritos contra España a la vista de todo el mundo en el muelle. La negrita Juana, mi criada, vino a contármelo espantada. La autoridad del puerto y los guardacostas les dejaron el campo libre.
− ¡Eso es beligerancia! − exclamó don Juan −. Mañana mismo enviaré al Secretario de Estado mi más enérgica protesta. Exigiré que detengan a ese almirante de pega cuando regrese aquí.
− Yo no creo que lo hagan; pero si protestamos, por lo menos tendrán que ofrecer explicaciones.
− Y si vuelve de Cuba sin armas, ¿con qué base detenerlo? − dudó don Juan.
− Agüero tiene sentencias de los tribunales cubanos por robo y asesinato. En derecho, debían entregárnoslo porque existe tratado de extradición con los Estados Unidos. Los americanos no querrán hacerlo, consideran que sus delitos son políticos. Es lo que suelen decir ante todas nuestras reclamaciones contra los rebeldes.
El miedo le arrugaba la cara, le encogía el cuerpo. Quirós pronunció “rebeldes” con temblor, como presagiando una plaga de patriotas escondidos en cualquier recoveco. Sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y lo miró impaciente: "Disculpe, no debo llegar tarde al médico". El embajador le acompañó a la puerta. Quirós se alejó con paso indeciso. Don Juan continuó fuera un rato hasta verle desaparecer. Pensó que aquel hombre era el verdadero legado de España en los Estados Unidos: allí en Cayo Hueso, rodeado de hostilidad, abría su comercio todos los días, vigilaba, informaba, se arriesgaba, con el convencimiento ingenuo de que a la Madre Patria se la debe defender, aunque fuera madre seca que le hizo emigrar. El volcán cubano aún no estaba apagado. No le habían informado bien en Madrid o, quizás, en el Ministerio se interesaban poco por aquellas escaramuzas lejanas. La independencia, idea sagrada, fuego que quema las almas. Su principal quebradero de cabeza, lo veía claro, iba a ser la Perla de las Antillas, anhelada románticamente por los patriotas, codiciada por el Águila del Norte.
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