El cónsul en Nueva York, don Enrique Chamorro, telegrafió avisando de que llegaba con un asunto importante. Paco fue a recibirlo a la estación. Don Juan le esperaba impaciente. Nada más entrar en el despacho, notó el embajador que aquel hombre pequeño, atildado, traía algo que le disminuía aún más. El cónsul saludó con una reverencia y pasó a la exposición de los hechos.
− Maceo y Gómez están en Nueva York. Vienen para organizar otra vez la lucha. Pero lo más urgente es lo que me ha dicho uno de nuestros informadores habituales. Los dinamiteros de Tampa preparan una gran explosión en la Habana. El espía pide cinco mil dólares para darme nombres, fechas y lugares. Lo de Gómez puede esperar, lo de la dinamita parece inminente.
Don Juan miraba a Chamorro con una expresión concentrada. De los ojos de ardilla del cónsul salía, igual que de los de Quirós, la corriente del miedo, pero contenida por cierta elegancia cosmopolita. Tenía una buena tienda de paños en la calle 32 y parecía estar allí para cortarle un traje al embajador. Chamorro recibía al trimestre seis mil dólares del Capitán General de Cuba destinados a pagar abogados, espías y vigilancia de los independentistas.
− ¿Y no le queda a usted dinero? – preguntó don Juan con tono de incredulidad.
− Ya está casi todo gastado o comprometido. Sólo tengo quinientos dólares hasta que dentro de veinte días venga otra vez lo de Cuba. No podemos esperar tanto tiempo.
− ¿Es de confianza el espía? – inquirió don Juan, viendo que era imposible sacar del caparazón a esa tortuga taimada.
− Absoluta. Hasta el momento todo lo que ha dicho ha resultado cierto al milímetro. Por eso veo grave el asunto.
Y sin duda lo era. La dinamita era grave, la rabia de los tabaqueros de Florida, también. Quirós, una semana antes, le había enviado el periódico cubano de Cayo Hueso, en el que éstos se jactaban de tener todo preparado para la “guerra científica”. Un ruso, al que llamaban "benefactor de la humanidad", comparándolo con Gutenberg y Washington, les instruía en las artes explosivas dentro de una fábrica abandonada. Pero necesitaba los detalles, no podía quejarse al Secretario de Estado con tan pocos datos. Todos los cónsules y agentes sabían que con él no se podía contar para seguir con la derrama de fondos. Ya había negado cinco peticiones. Estaba resuelto a sanear las cuentas, a pagar al banquero de la embajada, Mr. Riggs, hasta el último céntimo. No podía ahora hacer una excepción. Y aunque quisiera, ¿de dónde iba a sacar los cinco mil dólares?
− Usted sabe que mi política aquí no es como la de mis antecesores. No quiero que nos tomen más el pelo esos charlatanes.
− Me temo que esta vez es cierto − repuso Chamorro.
¿Y si él, por no caer en el extremo de manirroto, caía en el de irresponsable? Al fin y al cabo, su misión consistía en proteger los intereses de los españoles allá donde se encontraran, y ¿qué más alto interés que la vida? En el periódico de Cayo Hueso, los rebeldes presumían de que, con la instrucción recibida en el manejo de explosivos, podrían hacer saltar por los aires a dos mil soldados españoles.
− ¿Le ha dicho en la Habana? − quiso cerciorarse don Juan.
− Sí, en la ciudad. Eso significaría muerte de civiles. No hace mucho los anarquistas rusos arrojaron una bomba en un teatro, murieron más de doscientas personas. Quieren volar la Habana – repitió Chamorro, como si intentara hacer ver a don Juan que toda la ciudad saltaría por los aires.
− Pero eso es imposible.
− Pueden intentarlo en varios lugares.
− Dígale a su informante que mi gobierno premiará todo servicio que se le haga, aunque no se compromete de antemano a dar a nadie un real antes de comprobar que las revelaciones son ciertas.
− No aceptará esperar. Se obstina en que todavía le debemos algunos servicios. Quiere todo el dinero antes de soltar un detalle. En ese mundo funcionan así. Tiene su lógica. Una cosa son las informaciones y otra muy distinta lo que las embajadas hacen con ellas.
− ¿Qué quiere usted decir?
− No confía en que seamos tan nobles como para pagarle si sus informaciones, aun siendo ciertas, no pudieran evitar el fracaso. Esas cantidades se entregan en caliente, cuando los sucesos están por ocurrir. Él cree que lo que sabe vale más todavía. Yo le conozco. Además, le discutí el precio, me parecía excesivo. “Mucho más os gastaríais en ataúdes y en ladrillos”, me contestó.
− Pero se le puede dar un adelanto, y el resto cuando todo termine.
− No quiere adelantos, por lo mismo. Si fracasamos, él cree que con eso lo daríamos por pagado.
− Puede intentar convencerle.
− Puedo hacerlo, aunque lo veo difícil, y el tiempo cuenta, la cosa está muy avanzada. Si ahora nos metemos en negociaciones…
En fin, parecía no haber otro remedio que pasar por despilfarrador o, tal vez, por crédulo y simple; sin embargo, mejor eso, a que se dijera que cuando los rebeldes se agitaban de manera extraordinaria, no se vigilaba bien por miseria suya. Había que encontrar cinco mil dólares.
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