Al entrar de nuevo en el despacho, Paco Bustamante le estaba esperando.
− Mire el artículo del Dr. Ingersoll en el World – dijo, entregándole un periódico.
El embajador se colocó las gafas; por el tono de voz del segundo secretario supo que se disponía a llevarse un mal rato.
Cuando terminó de leerlo, Don Juan miró a Paco con preocupación:
− Bueno…, una vez más la leyenda negra, las fantasías y exageraciones que produce el odio. Lo que está claro es que si esto lo leen varios millones de personas en esta nación, vamos a tener que andar escondiéndonos por los rincones.
− Aunque debemos reconocer que hay un fondo de verdad − observó Paco.
− Conforme, pero si a la verdad se la infla con la exageración, es peor que una vulgar mentira.
− ¡Nos echan en cara que acabamos con los indios taínos en Cuba! − exclamó Paco −. Y ahora pasan a bayoneta a ochocientos sioux en las llanuras de Dakota. Un periódico de Minneapolis ha dado la noticia. Los de Nueva York callan como tumbas. También ellos tienen su leyenda roja. No sólo los indios, el trato bestial a los esclavos, las atrocidades de la guerra civil, el pistolerismo en los territorios del Oeste.
− A mí no me tienes que explicar eso − contestó con cierta aspereza don Juan, como si intuyera que Paco valoraba poco sus conocimientos históricos −. Ya sé que no somos los más crueles, ni los más indolentes y supersticiosos. Cierto que antepasados nuestros cometieron crímenes horribles, los mismos quizá que otros individuos de otras potencias coloniales. Pero a las conquistas siempre va lo mejor dotado para la supervivencia, que casi nunca coincide con lo más refinado de espíritu. En fin, creo que es cosa de la especie, no de los españoles.
− Ayer fui a comprar carpetas − dijo Paco, conciliador −. Di las señas de la embajada para que nos las enviaran. El dependiente y una señora que compraba allí me miraron con malos ojos. Así todos los días. Estos bien alimentados yankis necesitan el picante de Cuba que les inyecta la prensa para hacer bien la digestión.
Don Juan rasgó la página del diario e hizo trizas el artículo de Ingersoll.
− Con tal de que no nos trituren a nosotros...
¡Qué virulencia mostraba el World contra él y contra España! Todos los periódicos, excepto éste, le habían recibido de manera favorable, incluso excesiva. El Star llegó a decir que era “handsome”, con unos hermosos ojos, que no aparentaba tener más de cincuenta años. Al leerlo, una bandada de palomas dulces, un tintineo jovial de cascabeles, se adueñó de su ánimo. Luego volvió a la realidad: los halagos hay que paladearlos, no tragárselos. Este Ingersoll sonaba sincero, un librepensador mal informado, sin duda. Ya había oído hablar de él como ateo militante que daba conferencias contra Dios a dólar la entrada. Del World le dolió sobre todo el ataque personal. Lo que hace unos días publicó, en un suelto anónimo, debía proceder de alguien de la carrera. Sospechaba del abogado Foster, ahora embajador en Madrid. ¿De quién si no podía venir aquello de que él era un “salonnier”, “un hombre perezoso y sin capacidad técnica para los intrincados vericuetos de una negociación compleja?" Y lo peor, lo ofensivo en grado máximo: que era conocido en la carrera por ser un “womanizer”, un mujeriego.
¿Un mujeriego él, que hacía doce años que no se acostaba con Dolores, y no se había buscado una amante, ni había ido una sola vez de putas para desahogarse? Nada de aquellas buenas "prójimas" pecadoras que estuvo frecuentando y gozando desde los dieciocho hasta los cuarenta y tres años en que se casó. De algunas se acordaba: en Nápoles, La Cucurbita; en Lisboa, Antoñita La Gaditana; en Río de Janeiro, Jeannete: "blanca y rubia, más limpia que el oro, las carnes frescas y apretadas, las piernas como columnas de alabastro, romanista, dotada de una fuerza de atracción y decontracción poderosas para sorber lo líquido y apretar y contener lo sólido, con tan estupenda delicia que, aun dolido y enloquecido, me hacía aullar y morder como si fuera un lobo". En Dresde, Frau Carola, con tetas "acerbe et crude", y no pequeñas. Y la última en Madrid, antes de casarse: Leonor, con quien le costó romper. En toda su vida, sólo dos novias: una de Lisboa, la otra de Lucena. Pero tuvo que ir a casarse con la hija de su jefe en Río de Janeiro, don José Delavat. ¿No tienen los hombres memoria? ¿No hacen caso de los síntomas, de los avisos? La conoció cuando niña, con unos siete años, y entonces le pareció fea como el pecado. Su padre la llamaba “mi curiana”; siempre estaba llorando, dando gritos; sólo se apaciguaba si una esclava le rascaba la espalda. A su hermano Pepe, a diario le lanzaba coces y bocados. Y eso lo vio él durante dos años que vivió en la misma casa. ¿Qué pasó trece años después, cuando volvió a encontrarla en Biarritz?
Al regresar de Frankfurt y quedar cesante, fracasado en su intento de ser diputado por el distrito de Cabra, se sintió solo, sin perspectivas, en una edad en la que de pronto cumples un año más y te descubres bajando la pendiente, empezando a ser invisible para las mujeres. En aquellos días, después de volver de los burdeles, del casino o del Ateneo, entraba en su casa, abría la puerta y no oía nada, no le recibía nadie. Se acostaba en la cama fría y miraba al techo en silencio. Marchito, agotado, muerto de alma, le pesaba la vida, le entraba miedo a morirse allí solo como un perro abandonado. Volvía la vista atrás, veía su juventud y los años pasados tan vacíos, tan inútiles; toda su existencia le parecía un sueño estéril, una necia pesadilla que no ha tenido objeto, ni otro resultado que el reúma, las canas, las arrugas y toda la miseria a la que olían sus noches.
Entonces apareció Dolorcitas. Él volvía de París, de visitar a su hermana Sofía, pasó por Biarritz y allí encontró a Dolores y a la madre veraneando. Don José había muerto tres años antes, ellas vivían ahora en París. Descubrió a una joven bien hecha, de cara agradable, formas torneadas, juiciosa, con una distinción y un gusto en el vestir que a él se le figuraba que tendrían que corresponderse con semejantes prendas en el espíritu. Que fuera veintitrés años más joven, a primera vista un riesgo, podía tener una serie de prácticos alicientes: sin novios serios, virginidad asegurada; y además, le daría hijos, le satisfaría en la cama, llevaría la casa, tendría energías para cuidarle de mayor. Él podría dedicarse por entero a la literatura. Su madre siempre le aconsejó que se casara con alguien del pueblo, porque "aquí nos conocemos todos, y según el horno, así el pan". Pues bien, hasta en eso le convenía Dolores: don José Delavat era un santo varón, doña Isabel Areas, una brasileña de familia con postín tropical. El hecho es que viajó de vuelta a Madrid y desde allí, por carta, le pidió a la madre la mano de su hija. Doña Isabel respondió que sí, pero a Dolores eso de declararse a distancia, por persona interpuesta, no le gustó. Tuvo que regresar a Biarritz después de leer la contestación al discurso de ingreso de Cánovas en la Real Academia. Se comportó entonces como un gomoso pretendiente: paseaba la calle, acechaba las salidas de Dolores y a la hora del té entraba en la casa, pasando la tarde en pláticas tiernas. Consideraba un buen augurio lo a gusto que se sentía charlando con su novia; a pesar de la diferencia de edad, no surgía esa distancia socarrona y enfriada con la que los mayores escuchan las ideas de los jóvenes. Al no tener una pasión viva por Dolores, no le matarían sus desdenes, si algún día los hubiere. Después de Lucía Palladi, la llama nunca ardería por nadie, el dolor no le vendría por nadie. Un embajador, además, si está soltero, parece que representa menos. ¿Quién llevaría la vida social de las legaciones? ¿Quién le acompañaría en los miles de actos?
Se casaron en Saint Pierre Chaillot. A las dos semanas estaban en Madrid, en la casa de la calle Costanilla. Pronto empezó Dolores a echar de menos París, a quejarse de los criados, de la comida, de los muebles que faltaban, de la ropa fea que había en las tiendas, de lo poco "comme il´faut" que eran las amistades de don Juan; sobre todo, de que tenía que tocar su dote para poder comprar al menos un vestido "chic" traído de París. Ella creía que después de casarse iban a destinar a don Juan a una embajada de relumbrón y allí ejercer de "lionne", pero las turbulencias políticas no lo permitieron, todo lo que consiguió fue una dirección general. "El mismo día de la boda le debería haber enseñado los dientes para convencerla de que conmigo no se jugaba. Así habría empezado por infundirle primero miedo, luego respeto, y por último, amor; pues, al fin se ama a quien se respeta y se teme". Pero uno se casa en una fecha. Mal que bien, con intervalos de relativa paz, fueron viniendo los hijos: en cuatro años, primero los dos varones, luego un aborto y por último Carmencita. Durante ese tiempo, las discusiones fueron en aumento. La casa era un infierno, sobre todo si les visitaba la suegra. Entonces, por las mañanas le despertaban los gritos de su mujer y de doña Isabel que ya andaban riñendo, maldiciendo y peleando con los domésticos. Durante los almuerzos, a raíz de cualquier fruslería, Dolores comenzaba una cadena de reproches sordos que iban subiendo en rabia, en irritación, hasta alturas insoportables, de tal forma que don Juan temía que le acometiera una indigestión o un síncope. A veces, debía reprimirse para no pegarle un par de bofetadas y detener en seco aquellos ataques furibundos. En esas camorras, con voz de veneno, le tachaba de fedorento y cursi, de inútil, de animal, de egoísta, de no servir para nada… de viejo. Después de nacer Carmencita, Dolores decidió dormir sola. Él tuvo que abandonar el dormitorio y arreglarse un camastro en su despacho. A partir de esto, don Juan pensó seriamente en la separación. Varias veces se la propuso, pero entonces ella caía en una especie de silencio infantil, se encerraba a llorar en su cuarto y pasaba días enteros sin dirigirle la palabra. Al final − por piedad, por los hijos, por evitar un escándalo ridículo − no tomaba una decisión y continuaba la farsa.
Ahora en América se contentaría con cierta tranquilidad, con un estoico no sufrir. Al menos dejaría de soportar la presencia de su mujer, ya casi sin rostro, después de tanto tiempo en que no la miraba directamente a la cara. ¿Sólo tranquilidad? Quizás latiera escondido el deseo de algo más: la última llamarada. No podía despedirse de la vida, él que había disfrutado tanto de las mujeres, con el mal sabor de alma que le dejaba Dolores. Aún se creía capaz de despertar el fuego en alguien. Mantenía su aspecto varonil, la mirada..., y el pelo, aunque canoso, brillante y sano. Sin embargo, en la poca vida social que había llevado hasta el momento, sólo encontraba damas pasadas de sazón o impulsivas ninfas, hermosas y prometedoras, todavía con la pelusilla de la fruta verde.
Pasaron bastantes días sin recibir invitaciones. Por fin, llegó una de Victoria Sackville−West, que incluía también a su sobrino Juanito.
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