martes, 31 de agosto de 2010

32. Baltimore, las armas, la expedición

               

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     En Baltimore, Paco y Juanito bajaron del tren en la estación de Mount Claire. Se encaminaron hacia el puerto. Pasaron por calles anchas de ciudad rica; en las casas, con fachadas de colores, brillaban lustrados aldabones. Cuando llegaron al muelle Fells Point, se detuvieron ante el edificio de la aduana. Una lonja central dividía el embarcadero en dos alas. En ninguna de ellas vieron nada, sólo barcos de recreo o de pesca. Anduvieron un rato hacia el oeste; pasado un buen trecho, el tamaño de los barcos se hacía cada vez más grande. De un velero con cinco mástiles y casco de acero, descargaban nitrato de Chile; el humo de las chimeneas desdibujaba la mole blanca de un trasatlántico. Pero, ¿dónde estaba el Crawford?
     Por fin, lo encontraron amarrado junto al Constellation, un clipper majestuoso de la marina americana. El vapor mostraba el aire derrotado de las viejas máquinas que sólo quieren los desesperados: cubierto de óxido y cicatrices, roídas las maromas, desconchada la chimenea. No mejor parecía el elemento humano de la tripulación, compuesta por dos escuálidos marineros descoloridos y grasientos. Con todo, el mascarón de proa lucía recién pintado, engalanado para hendir la brincante espuma del Atlántico. Juanito no terminaba de creerse que aquel barcucho fuera su objetivo. ¿Esa iba a ser la hazaña? ¿Detener a un cascarón al que con toda seguridad destrozaría el Caribe por su cuenta y sin mucho esfuerzo?
    Paco observó las casas más cercanas; en la pared lateral de una de ellas, vio escrito con grandes letras: "Crowley´s Rooms". Se dirigieron allí. Era una fonda de marineros, toda de madera, con buenos ventanales. Serviría como observatorio. Pidieron albergue. Después, Paco volvió a la estación por si las armas llegaban en un tren. Juanito, desde el cuarto, acechaba los movimientos en el muelle. Le costaba mucho fijar la atención continuamente en el Crawford, así que, de cuando en cuando, se entretenía mirando el ajetreo del puerto. Por medio de garfios, descargaban de un ballenero gruesos tacos de carne blanca; con poleas, los sacos de la Collins Sugar descendían hasta el suelo y un niño negro se colgaba, alegre, de la cuerda bajando con ellos.
    En una de las ojeadas al vapor, Juanito vio gente nueva sobre cubierta. Enfocó los prismáticos, pudo distinguir a Agramonte y al general Gómez hablando con un yanqui gordo, vestido de oficial. A Ignacio, con su flamante uniforme, trató de borrarlo; atendió a Gómez, que le pareció, desde lejos, un abuelo orgulloso. ¿Era ese carcamal el jefe de los rebeldes? ¿Ese señor mayor era su enemigo? Al poco tiempo, subió al barco otro individuo muy distinto: alto, gallardo, desafiante, uniforme blanco, amplios bigotes, sombrero de paja, mulato de bronce, Maceo. Le reconoció gracias a los retratos de la "Ilustración". Ese sí daba el tipo de guerrero temible. Aquella presencia, aun en la distancia, imponía respeto. Se borró de golpe su perspectiva de cazador. Al instante, consideró la pequeña pistola que escondía en su abrigo como un juguete irrisorio. Poco a poco, iban llegando cubanos; vestían de paisano, parecían fuertes y saludables. A Juanito le temblaban los prismáticos. Él estaba solo. ¿Y si zarpaban ahora? ¿Y si llegaban las armas y no aparecían los federales?
    La chimenea del barco comenzó a echar humo, la tripulación se movía por cubierta. El Crawford trataba de salir. Juanito miraba alelado, como si no se lo creyera. El vapor se alejaba del muelle. ¡Seguro que tenían las armas! Bayard era un embustero. No había aparecido ningún federal. O peor, alguien había saboteado sus órdenes. En cualquier caso, un barco con Maceo, Gómez y Agramonte partía para Cuba lleno de rebeldes.
    El vapor había rebasado el embarcadero principal. Si quería abandonar el puerto, necesitaba navegar un buen rato; después, atravesar toda la bahía de Chesapeake para salir a mar abierto.
   Llegó Paco. Juanito le señaló el barco desde el ventanal.
− ¡Se van, se van…!
− ¿Han cargado las armas? − preguntó Paco.
− No, mientras yo he vigilado.
    Lento, ufano con su mísera apariencia, seguía avanzando el Crawford. La chimenea expulsaba humo negro, enérgico, como si el vapor se dispusiera a emprender una hazaña y la pregonara a todos con orgullo. En concordancia animosa de los espíritus, los cubanos cantaron una balada patriótica.
    El barco se detuvo en el embarcadero Cardiff. Desde la ventana de la fonda, Paco y Juanito observaron el suceso.
− ¡Se han arrepentido! − exclamaron a dúo.
    Paco cogió el sombrero, le dijo a Juanito que le siguiera y salieron corriendo escaleras abajo. El muelle en el que había parado el barco distaba de la pensión casi un kilómetro. Tenían que darse prisa. La carrera por el laberinto de pacas, casetas y grúas fue agotadora. A menudo, perdían de vista el objetivo, y tenían que volver a orientarse. Al cabo de un cuarto de hora, alcanzaron el muelle Cardiff. Allí lo comprendieron todo. El Crawford había amarrado justo en el lugar donde terminaba una vía de ferrocarril. Se hallaban ante un muelle que hacía posible la descarga directa de tren a barco. Juanito y Paco, sin respiración, se apostaron tras unos grandes fardos para vigilar el vapor.
    No tardó mucho en llegar un mercancías. Los cubanos empezaron a bajar las armas de los vagones para trasladarlas al barco. Juanito intentó salir del parapeto. Paco le retuvo.
− ¡Se las van a llevar! Esos malditos federales no vienen.
− ¿Y tú qué vas a hacer? ¿No te das cuenta de que van armados? − preguntó Paco, asombrándose del arrojo repentino de Juanito.
    Las cajas continuaban subiendo al barco a buen ritmo. Ignacio y Maceo contemplaban satisfechos la operación desde el puente. Gómez no les acompañaba. El tren comenzó a dar pequeños tirones, resoplaba con nubes blancas de vapor que inundaron el muelle de súbita niebla. Cuando ésta se disipó, surgieron dos fornidos individuos dirigiéndose al Crawford. Desde abajo, mostraron a Maceo unas placas, y al instante subieron a cubierta.
− ¡Los federales, los federales! − gritó Juanito, mientras daba saltos infantiles.
    Los americanos abrieron una caja, contaron los fusiles, anotaron la numeración, la fábrica, las municiones. Permanecieron un buen rato escribiendo. Luego, pidieron el permiso de exportación.
− Tenemos la factura de compra. Otras veces eso ha bastado − explicó, confiado, Ignacio.
    Gómez fue avisado y salió a cubierta. Los federales no hicieron caso de la aparición del caudillo, siguieron hablando con Agramonte.
− Están ustedes acusados de exportación ilegal de armamento. Deben volver a bajar las cajas.
− Pero son nuestras, miren estas facturas − protestó desencajado Ignacio.
    Maceo observaba a los dos federales con un fruncimiento de cejas en el que se podía adivinar primero sorpresa, después amenaza. Ignacio argumentaba que el pueblo americano apoyaba la causa de la libertad, que nunca había estorbado la lucha...
− Nos limitamos a cumplir la ley. No pueden sacar las armas del país.
    Maceo tomó la palabra.
− Está bien... ¡Eh, vosotros...! Bajad otra vez las cajas al muelle. Dejadlas donde digan estos caballeros.
    Los cubanos, hoscos, refunfuñando, iniciaron el descenso. Paco y Juanito, desde su parapeto, no perdían detalle. "Por fin, los americanos cumplen sus promesas. Un triunfo de nuestra misión. Todos ascenderemos", pensó Juanito.
    De las cien cajas cargadas en el barco, ya habían sido devueltas unas veinte; los federales bajaron a tierra para dirigir su colocación en los carromatos. Entonces, Maceo ordenó a los porteadores que se quedaran en cubierta y dejaran las armas allí. Los cubanos sonrieron luminosamente. En un abrir y cerrar de ojos, retiraron la pasarela. El Crawford inició la marcha. El capitán Pattyson se había negado, pero Maceo le tenía encañonado y dirigía a regañadientes la maniobra. Los federales, entretenidos con sus anotaciones, todavía no se habían percatado. Juanito fue el primero en darse cuenta de que habían retirado la pasarela. Salió gritando del parapeto:
− ¡Que se van, que se van...!
    Los federales, al oír a Juanito, miraron hacia el vapor, viendo cómo se separaba del embarcadero. Corrieron hasta el borde del muelle, comenzaron a disparar con los revólveres.
− Es una locura, nos detendrán antes de salir a mar abierto − dijo Agramonte a Maceo.
− Lo que es una locura es dejarnos capar teniendo huevos − replicó el titán −. Una vez navegando... ya veremos. Lo importante es no herir a esos funcionarios.
    Gómez agarraba con fuerza la brújula, como si quisiera hundirla en su soporte; miraba emocionado a Maceo. Los disparos de los federales sonaban cada vez más lejos. El vapor, a toda máquina, enfiló la salida del puerto. Por mucho que se apresuraran los americanos en dar aviso a las patrulleras, tenían media hora de ventaja.
    El capitán Pattyson sugirió buscar un escondite en el embarcadero privado de alguna de las villas que rodeaban la bahía. Él conocía uno en el que los árboles formaban una cortina vegetal tan densa que, bajo su sombra, serían invisibles. Maceo y Gómez estuvieron de acuerdo; pronto se encontraron protegidos en ese lugar.
    Allí pasaron varias horas atisbando, entre los ramajes, cómo, a lo lejos, navegaban las patrulleras por el centro de la bahía. En una ocasión, se acercaron a menos de trescientos metros. Cuando pasaron dos horas sin verlas, decidieron salir del escondrijo. Las autoridades americanas no habían insistido mucho en el rastreo. Ellos eran populares, los españoles no. La marina había cumplido: camino libre. Ese era el mensaje que los cubanos creían leer en el cese de la búsqueda, en el bogar tranquilo de los yates a su alrededor, con ricachos saludándoles, agarrados a la caña de pescar.
    Abandonaron la bahía. Ignacio se encontró de súbito con el mar abierto y agitado; tuvo que disimular el sobrecogimiento ante aquella inmensidad, el miedo al monstruo de agua al que se ofrecía el cascarón. Miró el rostro tranquilo de Maceo, su sonrisa de confianza decía: no penséis, ya estamos en Cuba, lo peor pasó. El titán inició una canción patriótica, todos los tripulantes subieron a cubierta; Gómez el último, con la cara descompuesta de quien no puede evitar el mareo en los barcos. Acompañó a Maceo un coro que se alzaba melodioso por encima de las olas. No tardarían mucho en llegar a la altura de Cayo Hueso. Allí debían cargar carbón y agua potable, recoger los uniformes confeccionados por las mujeres de los tabaqueros. No, eso ahora había que descartarlo. El cónsul español estaba alertado. Irían, sin dilación, a las playas de Sierra Maestra.
    Maceo cantaba:

El soldado que no bebe
y no sabe enamorar
¿qué se puede esperar de él
si lo mandan avanzar?

    Ahora comprendía Ignacio lo que era un caudillo: el que quita el pánico, el que hace natural y necesario el peligro, el que, con su presencia, ahuyenta las balas y hace creer a los soldados que son indestructibles, el que saca del fondo cobarde de cada uno la llama altruista de la entrega. ¿A qué? A lo que él, el iluminado, señale. El que libera las energías del miedo y las concentra en un objetivo, ennoblecido por ser fruto de su propia voluntad. Ignacio oía en la voz de Maceo el desgarro, la alegría de la lucha próxima. Y se sentía ligero, en paz, justificado.
    Avisó el vigía de una vela a babor. El capitán Pattyson, con el catalejo, pudo distinguir un barco, pero se encontraba muy lejos, apenas una pelusa blanca en la barra de neblina gris que soldaba el mar con el cielo.
− Parece un velero...
    Siguieron las canciones. Ya no eran patrióticas. Volvían las guajiras del campo, de las penas de la vida, de los desengaños. Salió el ron, y un guitarro, al que el soplo de la brisa arrebataba las notas. Gómez y Maceo consultaban mapas de la Sierra. Ignacio escribía en su libreta sentado sobre las tablas de cubierta.
    El vigía volvió a avisar: el barco se acercaba. El capitán reconoció la bandera española, quizá un buque−escuela, por lo blancas que se veían las velas, por los uniformes que ya era posible divisar sobre cubierta. Maceo ordenó evitar cualquier movimiento extraño. Sólo saludar, si se presentaba el caso, y seguir. No abrir la boca, dejar de cantar para que no oyeran el español. Cada marinero debía tener un arma a su disposición. ¿Qué les iban a hacer unos guardiamarinas? Poco, aunque podían informar. El encargado de parlamentar sería el capitán; a todos los efectos, aquello era un barco americano, con los papeles a nombre de Pattyson. Maceo, Ignacio y Gómez se escondieron en el puente. Por la banda de estribor del velero, surgió una figura erguida que gritó con voz campanuda:
− El capitán de la Astarté presenta sus respetos al capitán de ese buque.
    Pattyson se adelantó y saludó con la mano.
− Good afternoon, Can I help you?
− Sí, puede ayudarme. Busco un carguero que transporta armas y filibusteros. La descripción es parecida a la del vapor que está bajo su mando.
− Hay miles de cargueros viejos… − replicó Pattyson en castellano.
− Sí, sí, no pienso molestarle; sólo le agradecería que permitiera a un par de mis hombres mirar en sus bodegas. Debe entenderlo, se trata de una inspección militar.
    El capitán Pastorín hablaba con energía ulisíaca. El tono firme y marcial del marino se alzaba entre las ráfagas de espuma picada y brisa insistente.
− Usted no puede abordar una nave que no es de su país. Esta es territorio americano.
− Lo sé, lo sé. Pero tampoco me podrá impedir que le siga a dondequiera que vaya. Si no nos deja subir, me tendrá pegado a su popa hasta los confines del mundo.
    Comenzaron a salir de sus escondites en la Astarté marineros con fusiles.
− Haga lo que quiera − concluyó enfadado, orgulloso, Pattyson.
    El americano fue al puente de mando. Allí deliberaron. No les quedaba otro remedio que seguir el camino. Tratarían de esperar la ocasión propicia, quizás alguna de las calmas tan frecuentes en la época, para desembarazarse del velero. De lo contrario, tendrían que pelear. La lucha sería fusil contra fusil.
    Faltaban unas dos horas para pasar por Cayo Hueso. A menos de media milla, les seguía la Astarté como un avestruz: rígida, empinada, con los ojos gallináceos puestos en aquel ataúd mohoso lleno de odio y de ilusión. El viento que inflaba las velas amainó de repente. Cada vez avanzaba menos la corbeta. El vapor seguía su ritmo cansino, aunque ya con una ventaja de una milla. Pastorín, al ver que se alejaba el Crawford, maniobró para aprovechar el gramo de brisa que quedaba. No consiguió nada. Continuaba la calma, el vapor aumentaba la ventaja. Los cubanos vieron con júbilo cómo se empequeñecía el velero. Pattyson ordenaba más carbón. Al fin, la lógica se impondría: el vapor vencería a la vela. El americano ya no necesitaba que Maceo le insinuara la pistola, actuaba por iniciativa propia, le había desafiado un igual, un orgulloso marino, y estaba dispuesto a que no le cogiera.
    Se levantó otra vez el viento. La Astarté comenzó a acercarse, aunque todavía de forma poco preocupante. Una racha más fuerte, sin embargo, la situó de nuevo pisando los talones del vapor, con tal impulso que Pastorín pudo aprovechar para cortarle el paso.
    Los cañones asomaron por las disimuladas troneras. La primera andanada no alcanzó al barco, pero hizo que todos los cubanos subieran a cubierta con sus armas. Maceo desenvainó el sable y dirigió las descargas de fusilería contra el navío español. Ignacio salió movido por el ejemplo de los demás. Vio las caras secas, los ojos ausentes, de los guerreros. El agobio, la curiosidad, la asfixia, el valor, y ya estaba en la pelea. Cogió el rifle que le pasó un marinero; se puso también a disparar. Pastorín separó la Astarté lo suficiente para que no llegaran con dirección las balas, pero pudieran alcanzar al vapor sus cañonazos. La segunda andanada fue dirigida a la bodega. El estruendo del impacto puso en todos los cubanos una mueca de asombro y estremecimiento. Le habían dado a las armas, el agua entraba en la bodega, las cajas flotaban, la paja protectora podía verse ya en el mar.
− Tenemos que rendirnos, hacemos agua − gritó el capitán Pattyson.
− No hay rendición − contestó Maceo. Y siguió disparando.
    Un tercer cañonazo dio en proa. La metralla derribó a tres marineros. Ignacio sintió el plomo ardiente penetrar en su hombro derecho, justo donde apoyaba el fusil. Perdió la visión por un instante. Aturdido, dio unos pasos inciertos, y cayó al suelo. Desde allí, podía oír los gritos de Maceo animando al combate, a los marineros heridos chillando de dolor.
    Pattyson alzó la bandera blanca. Cesaron los disparos. Por la borda, dijo:
− Tenemos una vía de agua y heridos.
− Pueden ir a Cayo Hueso. Nosotros les escoltaremos − gritó Pastorín, entre la azul neblina de la pólvora.
− ¿Tienen médico a bordo? − preguntó Pattyson.
− Sí, ahora va para allá.
    En la cubierta del sollado los heridos gemían y maldecían. Ignacio fue trasladado al interior, llevaba la camisa ensangrentada. Tenía paralizada la parte inferior del cuerpo. El cirujano español intentó buscar el trozo de plomo, pero había penetrado mucho, no tenía herida de salida en la espalda. La metralla era evidente que estaba alojada en la columna vertebral. El cirujano le preguntó qué sentía. Ignacio contestó que un torrente de sangre cada vez que respiraba y un dolor agudo en el pecho. “Noté cómo me rompía”.
    Maceo y Gómez entraron a verle.
− No se preocupe. Ya mismo llegaremos a Cayo Hueso. En el hospital se pondrá bien − le dijo Maceo con voz bronca y afectuosa.
− Derrotados…− susurró Ignacio.
− Sólo unos rifles − contestó Maceo.
    Había perdido mucha sangre; estaba sin conocimiento cuando las dos monjitas quisieron quitarle la ropa para meterlo en la cama del hospital. El médico le dijo a Gómez que no tenía salvación; la metralla le había perforado el pulmón derecho, era inútil extraerla de la columna vertebral. El general dispuso que permaneciera a su lado un cubano de uniforme. Si volvía en sí, debía sentirse acompañado por las armas de la patria.
    Maceo habló con la prensa y con los cubanos de Cayo Hueso, que le rodeaban ceremoniosos. La mayoría de los rifles había desaparecido, el boquete que hizo el cañonazo tenía arreglo. La expedición había fracasado, explicaba, pero era necesario minimizar las pérdidas. El Crawford podría servir en otro momento. Sería el primer barco de la marina cubana.
    El capitán Pattyson se evaporó. Huyó sin reclamar el sueldo. El hijo de don Bernardo Quirós presenció la llegada del barco, el descenso de los héroes, el traslado de Ignacio. Vio la corbeta de Pastorín, altiva y pacífica, esperar en la boca del puerto hasta que terminó el desembarco, luego, largar velas hacia el océano. Llegó jadeando a la tienda; le contó todo a su padre. Don Bernardo fue a la oficina de telégrafos y puso un cable: “Crawford desfondado Cayo Hueso. Agramonte probablemente muerto. Quirós”.





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lunes, 30 de agosto de 2010

31. Servicio a la patria

            

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    Juanito se hizo acompañar por Paco, no quería encontrarse a solas con el espía en la estación. Tendría que compensarle a Ausubel el desplazamiento desde Nueva York, pero la oportunidad lo merecía. Al salir de la embajada, puso en antecedentes a su amigo: Victoria había perdido la pista de Agramonte, algo serio se estaba tramando contra España. Paco le dijo que, aun sin tener en cuenta esa desaparición, el desusado movimiento de los cubanos resultaba sospechoso. Los cónsules en Nueva York, Nueva Orleans, Filadelfia, advertían de la agitación independentista; el de Cayo Hueso, Quirós, dos días antes, había informado de que se sucedían los actos patrióticos. En cuanto a la recluta, sonaba una cifra preocupante: dos mil quinientos hombres.
− Sí, sí, pero lo de Ignacio es lo más importante. Hay que saber dónde se encuentra en estos momentos. Es uno de los cabecillas... − decía Juanito, mirando a Paco con un poco de irritación.
− Tú quieres saber dónde está Ignacio, bien. Lo que importa de verdad es el movimiento de los rebeldes.
− Y también dónde se encuentra Agramonte; para eso pago. Mi curiosidad coincide ahora con el interés de la patria. Ese poeta es un traidor, ha mamado de su madre para después buscar su perdición. ¡Si me lo encontrara cara a cara!
     La apariencia de Juanito − su estrecha cabeza comprimiendo los ojos contra la nariz, la nuez saliente como una cornisa, pálido, consumido − contrastaba con la de Paco, sólida y tranquila.
     Al bajar del tren, el espía francés dudó sobre qué dirección tomar. Paco, alzando el brazo, le indicó dónde estaban. No hubo saludos. Se dirigieron hacia un café junto a la estación. Una vez allí, sentados los tres en un velador, Juanito preguntó:
− ¿Y Agramonte?
     Ausubel sacó un pañuelo, se sonó la nariz; luego, miró parsimonioso a un lado y a otro, y se dirigió a Paco.
− Su amigo lo quiere saber todo de golpe. Igual que usted en el asunto de la dinamita. ¿ Recuerda…? Y la historia es larga. Antes de nada, me gustaría preguntar si el embajador conoce esta reunión, si estamos ante un asunto privado u oficial.
− ¡Lo que quiere saber es si puede cobrar de las dos partes! ¿No es así? − intervino Juanito impaciente −. Pues no, el embajador no está enterado. Esto es privado, para eso le pagué yo y es a mí a quien tiene que responder.
− No sea maleducado − replicó Ausubel secamente −, no se trata sólo de dinero. Me gusta conocer el sentido de mi trabajo. Yo no soy un detective privado al que contratan amantes despechados. Acepté su encargo porque Agramonte desempeña cada vez papeles más importantes, porque es una pieza de primer orden. Pero he obtenido información valiosa sobre un asunto central para ustedes: la hermandad.
− ¿Qué hermandad? − interrumpió Paco.
− Esa noticia es para el embajador, díganselo cuando vuelvan.
− ¿A qué hermandad se refiere? − insistió Paco.
− Si hay un buen precio, hasta me arriesgaría a hablar de ella − dijo, con mueca resignada, Ausubel.
− Diga ya lo que sepa de Agramonte − intervino nervioso Juanito.
− Bien, les seguí, a él y a un abogado del comité, hasta Nueva Orleans. Un largo viaje... Me hospedé en un hotel frente al de ellos y vigilé todos sus movimientos, que, en realidad, se redujeron a uno solo: buscar a un armador, un tal Finlay. Les vi en el muelle visitar con él un barco de vapor, el Crawford. Gesticularon y hablaron durante un buen rato; al fin, se estrecharon las manos. Cuando se fueron los cubanos, hablé con Finlay. Le apreté las tuercas con que era del servicio secreto, y me contó que acababa de vender el vapor. Debía llevarlo a Baltimore el día catorce. Le habían pagado la mitad en el momento y el resto se lo darían a la entrega. Según me dijo, era la primera vez que ayudaba a los rebeldes, y si accedía a informarme, era debido a su patriotismo: América lo primero.
     Ausubel hizo una pausa, tomó aire y observó el efecto de su relato. Miró a Juanito, que no paraba de hacer pequeñas tiras con la servilleta, y continuó:
− Ahora Agramonte se encuentra en Nueva York, anteayer estuvo en Washington. Comprenderán lo que vale en dólares toda esta historia. Me debe − dijo Ausubel dirigiéndose a Juanito con gesto frío − más de quinientos, entre viajes y alojamiento. Todo muy barato. En resumen, la expedición filibustera, como ustedes la llaman, sale de Baltimore el día quince. Díganselo al embajador.
− Mi tío no quiere saber nada de usted − repuso Juanito, con voz conciliadora.
− Háblele de esto y del otro asunto. No será tan necio como para no apreciar la calidad de mis noticias. Puede proponerle que se entreviste conmigo el día dieciséis, cuando se confirme todo.
     Juanito sacó un fajo de billetes nuevos de diez dólares y lo puso encima del velador.
− Aquí tiene la entrega prometida. Es todo lo que puedo darle. Hablaré con el embajador, pero de mí no puede sacar un céntimo más.
     La rabia se adueñó de Juanito. ¡Agramonte había estado en Washington dos días antes! ¡A verse con Victoria! ¡A sellar el pacto amoroso! La despedida del héroe que se monta en un barcucho y desembarca en una playa desierta. ¿Es eso valentía, cuando se tiene la recompensa de la admiración de la amada? ¿No es él mucho más valiente? ¡Él, que no se quita la vida! ¡Él, que aguanta las diplomacias de la respiración habiéndolo perdido todo!
     Quedaron solos Paco y Juanito delante de los vasos vacíos. Ausubel les dejó ensimismados: uno rumiaba barcos, otro miraba puñales que pasaban por su cabeza. Paco rompió el silencio.
− Hay que contarle todo esto a tu tío enseguida. Dentro de tres días, debemos hacer algo en Baltimore, tenemos que impedir ese viaje.
− Ese traidor... Es preciso eliminarlo, es una alimaña cargada de dinamita y de fusiles para matarnos a los españoles.
− Venga, venga, déjate de monsergas. Esto es una guerra y ellos creen tener la razón; creen que no van a matar, sino a liberar. Y sobre todo, es Victoria la que lo ha elegido.
− Tú siempre le has defendido...
− Hay que ser imparcial.
− Tú lo que eres es tonto. A un Mesía no lo voltea un mulato de mierda.
    Paco miró airado a Juanito, sintió el impulso de darle una bofetada allí mismo. Pero se contuvo; fijó su atención en la cara bonita de la camarera − limpia y rubia − entre la atmósfera humosa del café.
− Volvamos a la embajada − concluyó Paco, enfadado.

***

     En la antesala del despacho de Bayard, don Juan apenas tuvo que aguardar unos minutos. El secretario le hizo pasar antes que a una comisión de polacos que esperaba desde muy temprano. Bayard le recibió con atenta seriedad. Se imaginaba el objeto de la visita. Hasta él había llegado noticia del ajetreo rebelde. Lo que no sabía, dijo, era lo de la compra del barco.
− Tenga la seguridad de que impediremos la salida del buque si transporta armas, pero para ello debe ser más concreto. Por ejemplo, ¿cuál es el nombre?
− El Crawford, matrícula de Nueva Orleans...
− ¿Puede describirlo...?
− Según mis informes, un vapor remendado, aunque amplio y con capacidad de carga.
− ¿Quién fue el vendedor? ¿Y el número de la matrícula?
− No lo sé.
    En realidad, don Juan no quiso reconocer que a pesar de habérselo dicho Paco, había olvidado el nombre del armador. La matrícula no la tomó Ausubel.
    Bayard anotaba todo lo que decía don Juan. Se traslucía en su actitud un interés sincero por el asunto. Don Juan observó, sin embargo, que su mirada no era tan recta como de ordinario, que no se demoraba en el contacto cara a cara con la misma naturalidad que antes. La expresión, aun siendo amable, tenía un toque mínimo, pero perceptible, de frialdad. Don Juan dudaba sobre el origen de ese leve cambio. Lo achacó, por fin, a Catalina. Bayard sabía ya quién hacía sufrir a su hija. No había puesto reparos al entusiasmo de ella por el embajador español, lo había entendido como una amistad espiritual, literaria, a la que la diferencia de edad ponía a salvo de complicaciones. Aunque veía poco a su hija, cada vez la notaba más distraída, menos comunicativa, más al borde de uno de sus terribles ataques de tristeza. Llegó a pensar que padecía amores desdichados con algún joven diplomático. Sin embargo, una tarde, al atravesar el parque, desde el coche que le trasladaba al despacho, vio a su hija paseando con don Juan. Percibió, en una ráfaga, la actitud de ella y lo comprendió todo: Catalina no cogía del brazo a un viejo amigo y simpático embajador, sino al hombre de su vida.
    Bayard hizo una pausa en sus anotaciones y miró inexpresivo a don Juan:
− Supone usted que en Baltimore cargarán las armas... Enviaremos allí a la policía de aduanas para que registre el barco.
− Si el Crawford llega allí el día catorce, es lógico que los fusiles también. Por eso preferiría que mandara a los federales. Los de aduanas son iguales en todos sitios.
− No podemos invadir competencias... − dudó Bayard.
− Según se me alcanza, esto es un caso de política exterior y es la policía del Estado la que debe actuar. Por otra parte, ¿qué han hecho los de aduanas en todos los embarques filibusteros del pasado? Por lo que sé, absolutamente nada.
− Debo advertirle que en este país el tráfico de armas es legal. Lo ilegal es que no paguen las tasas exigidas para la exportación.
− En todo caso, le rogaría que mandara a los federales.
− Veré qué puedo hacer.
− También quería hablarle del periódico del comité de Nueva York. A diario, hace llamadas a la rebelión o publica falsedades y exageraciones sobre la actuación de mi gobierno en Cuba. Y sobre todo, estamos seguros − mi cónsul tiene todas las pruebas − de que las consignas para la expedición que se prepara, se publican camufladas dentro de sus páginas.
− El presidente no puede cerrar un periódico. Sólo pueden hacerlo los jueces. En estos momentos, por lo demás, no veo muy oportuno para ustedes airear esa cuestión. A toda la prensa la tendrían en contra. Debe saber que el Senado ha adoptado una resolución urgiendo al presidente a reconocer la beligerancia de los rebeldes cubanos. Usted conoce a Cleveland, sabe que no acepta imposiciones a su autoridad, que rechaza apoyar la insurrección de los cubanos, pero no sería favorable para nuestro gobierno tener la hostilidad de la prensa, del Senado y, tal vez, del Congreso.
    Don Juan quedó en suspenso durante unos segundos.
− De todas formas, le ruego que no olvide mandar a los federales.
− No deja de admirarme − y Bayard cambió a un tono confidencial − el valor de estos hombres. Hacer la travesía del Caribe en semejante cascarón, arriesgarse a la vigilancia de la flota de ustedes, desembarcar en sitios difíciles, esconderse y sobrevivir en las sierras...
− Razón de más para que impidamos que corran tales peligros y calamidades − replicó, con una sonrisa, don Juan. Y luego más serio:
− Yo también admiro el heroísmo, aunque trato de derrotarlo si es a mi costa. Ni usted, ni yo, seríamos buenos soldados. Para matar, supongo que hay que odiar al enemigo, animalizarlo, nunca comprenderlo.
− Tampoco, me temo, que sea un buen padre − soltó de pronto Bayard, cuando se dirigía hacia la puerta con don Juan para despedirle −. Apenas tengo tiempo para mi hija.
− Los políticos cargamos con esa cruz − admitió don Juan sin mirar a Bayard −. Yo quisiera traerme aquí a mis hijos, pero no convenzo a mi mujer.
    Creía él que, presentándola en medio de la escena, su familia actuaría como escudo para evitar indagaciones que temía inminentes por parte de Bayard.
− Seguro que usted ve a mi hija más que yo − dijo el padre de Catalina, con aire de reproche y celos paternos.
− Casi todos los días, en casi todas las tertulias − puso don Juan énfasis en “tertulias”.
    Ya en la puerta del despacho, el jefe de la comisión, harto de esperar, se precipitó hacia Bayard y le estrechó la mano; a continuación, los polacos desfilaron hasta que estuvieron todos dentro. Don Juan vio pasar la caravana como un soplo alegre de pájaros bienaventurados.

    Volvió andando a la embajada. “No puedo hacer el ridículo. Seducir a la hija de quien depende mi éxito profesional es una majadería, una maldita vanidad de donjuán decadente. No hay pasión por mi parte. Ni locura, ni método. Abandonarla, eso sería responsabilidad y sensatez. No quiero pensar en lo que va a sufrir. No quiero ponerme en su lugar. Si lo hiciera, nunca tomaría la decisión. Ahora, bastante tengo con los cubanos. Debo ir enfriando poco a poco a Catalina. ¿Enfriarla? ¿Y quien me dará su calor? A mi edad, es lo máximo a que puedo aspirar. Voy a dejar de frecuentar las tertulias. Le diré que no podemos traducir juntos porque el trajín con los independentistas me exige todo el tiempo. Si las cosas se ponen dilemáticas, si hagas lo que hagas te vas a equivocar, lo mejor es dejar el mundo correr. Mañana, Dios dirá. Hoy, sólo es urgente mandar un cable cifrado a don Ignacio María, advertirle de la expedición que se proyecta para que tome medidas, por si Bayard no puede impedirla”.
    Juanito, Paco y Pestaña le estaban esperando. Al entrar don Juan por la puerta de la embajada, se fueron todos hacia él. “Ha prometido detener la operación. Enviará los federales a Baltimore para requisar las armas”.
− ¿Cree usted que lo hará? − dudó Pestaña.
− Es un hombre de palabra − contestó don Juan.
− Pero los que mandan aquí no lo son. ¿Confía usted en que los federales hagan algo?, ¿qué ocurrió en ocasiones anteriores?
− Nunca hemos tenido informes tan precisos, ni un Secretario de Estado tan favorable. Mi única duda ahora es lo del periódico.
− No podemos permitir ese panfleto− intervino Paco con vehemencia.
    Don Juan miró a Pestaña y a Juanito. La expresión de los dos concordaba con la de Bustamante. Entonces, dirigiéndose a don Saturnino, le encargó:
− Prepare usted los papeles para presentarlos en el juzgado. No tenemos otro remedio. Ya sabe, la ley de neutralidad de 1818, el carácter bélico de las proclamas…
− Creo que debemos ir a Baltimore para asegurarnos. Si nos presentamos allí como testigos, no creo que tengan la desfachatez de dejarlos marcharse − propuso Juanito.
− Ve tú y que te acompañe Paco, si quiere.
    Don Juan se sorprendió de lo pronto que había aceptado la idea de su sobrino. Si su hermana lo supiera... Fue algo superior a sus afectos familiares. Quería alejar a Juanito, cada día más irascible, más impertinente, con la cantilena histérica más desatada. “Sí, sobrino, vete lejos y desfoga tus ímpetus, haz algo útil... Y tarda en volver. Necesito tranquilidad en estos días virados”.
− ¿Cree usted que eso es prudente? − preguntó Pestaña.
− No tienen por qué darse a conocer, sólo observar la operación: vigilar el barco y ver lo que ocurre. Y si Bayard no cumple, podremos reprochárselo − contestó don Juan.
− No te preocupes, no nos perderemos un detalle de lo que hagan esos sinvergüenzas − aseguró, fogoso, Juanito.
− En fin, no sé. Haced lo que queráis. Pero nada de tonterías, ni de heroísmos. Sois diplomáticos profesionales − concluyó don Juan, mirando a su sobrino de manera especial.
    Juanito salió a comprar equipo para el viaje. Su tío, cosa rarísima, le había enviado a una misión pasiva y agradecida, aunque, si la contemplaba con imaginación, encerraba cierto riesgo. Defender a la patria de aquellos dinamiteros, vigilar un barco de guerra con hombres armados: he ahí una aventura. Y ver a Ignacio, por fin, detenido, esposado, humillado. Eso no tenía precio. La ocasión merecía una ropa de "sport" elegante. Había oído que en Baltimore, a pesar de su carácter portuario, la gente vestía a la última moda.
    Al volver de las tiendas, comprado ya el atuendo necesario, se detuvo ante una armería. En el escaparate, los cañones relucientes le sacudieron al instante. Se fijó en un revólver Smith&Weson pequeño, adecuado a sus manos mínimas, diseñado a la perfección para encajar en sus necesidades. Le daría seguridad. “Nunca se sabe con los cubanos. Como intenten algo, se van a encontrar con Lady Smith”. Si le miraban raro en la armería, diría que era para un regalo. Entró, y todo fue tan sencillo como comprar un peine. El dependiente había empezado a empaquetar el revólver, pero Juanito lo sacó de la caja y se lo metió en el bolsillo. Le cabía con holgura, con el abrigo puesto, no se notaría nada.
     Cuando llegó a la embajada, fue a buscar a Paco. Desde fuera de la oficina, le hizo un gesto para que le siguiera. Ambos subieron a la habitación de Juanito. Paco la vio más revuelta que nunca: ropa y revistas ilustradas tiradas por el suelo, copas de coñac vacías, ceniceros atestados de colillas... A lo que había que añadir, para acabar de pudrir la atmósfera, la mezcla de colonia de París con el olor espeso de los zapatos desperdigados. Debajo de la ventana, colgaba una repisa repleta de frascos medicinales; destacaban por su volumen, uno de láudano para dormir y otro de masa azul para el estreñimiento.
     Juanito sacó el revólver y, apuntando a la ventana, fingió disparar.
− Plomo al terrorista, balitas al cubano.
    Paco se sobresaltó.
− ¿Qué haces, estás loco? Deja eso.
− Quería enseñártelo. Nos protegerá.
− Si lo llevas, no cuentes conmigo para ir a Baltimore − dijo Paco, mirando fascinado el arma que aún blandía Juanito.
− Ellos irán armados.
− ¿Y qué? Son los federales los que actuarán. Tú vas de observador, de diplomático. ¿Cómo se te ha ocurrido comprarlo? No has disparado en tu vida. Si la policía te lo encuentra, puede confundirte con un filibustero. Es más, ahora pareces un facineroso − observó Paco, cambiando a un tono menos áspero.
− ¿Y lo que me ha costado?
− Guárdalo como recuerdo. Es una pieza bonita.
− Bueno, tú ganas. No lo llevaré. No sé manejarlo, ni cómo se carga, ni lo del seguro.
− A ver, déjamelo.
    Paco cogió el Lady Smith, lo miró y manoseó durante unos instantes.
− Hay que reconocer que tienes buen gusto.





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domingo, 29 de agosto de 2010

30. Preparativos filibusteros

    En los días que siguieron a la cita frustrada con Ignacio, Victoria continuó buscando alguna pista. Fue a la morgue, preguntó si tenían un cadáver de aspecto latino. No estaba en el depósito. Más tranquila, visitó otra vez a la jueza. “Nada…, he hablado con Jessop y no ha visto a Agramonte. Nadie en la logia le ha visto. Ningún masón se ha entrevistado con él, ni ese día ni desde entonces”. La jueza estaba convencida de que había tenido que viajar a Cuba. “Tiene mujer e hijo, ¿no es así?, pues algo relacionado con ellos le habrá forzado a marcharse. Ningún bien nacido desoye la llamada de la sangre”.
    Victoria fue a la iglesia. Se sentó en los bancos de madera con los ojos fijos en el cuerpo exangüe de Cristo. No quería confesarse con el padre Conagan, tendría que decirle que si Ignacio no aparecía, ya no le importaba la vida. Trataba de rezar: “Padre nuestro... y ahora Ignacio estará con su hijo... sintiéndose culpable de su enfermedad, aborreciéndome. Padre nuestro que estás en los cielos… de Cuba, ¿por qué se ama tanto a un país? Yo no amo a ninguno en especial”.
    Uno de aquellos días, al entrar en Saint Mathew, percibió un perfume intenso, fresco, de savia de hojas verdes. Quizás una nueva colonia de Mr. Pratt, el escribiente que todas las mañanas − limpio, acicalado − entraba a las doce en punto, oía el Ángelus y volvía a su trabajo. Victoria fue al banco de siempre. Se arrodilló y se puso a rezar. El perfume parecía provenir de sus espaldas. Había en él algo que la distraía de la oración. Miró para atrás. A unos diez pasos, de pie, mirándola, estaba Ignacio. Victoria salió como una serpiente asustada de entre los bancos; él le decía por señas que la esperaba fuera. Comenzó a andar con pies ligeros por el pasillo hacia la salida. En el atrio, se abrazó a Ignacio; sin articular palabra, temblando, con los ojos cerrados. Él trató de apaciguarla. “Ya está, ya está... Vengo de casa de la jueza, me ha dicho que con toda seguridad estarías aquí. Acabo de llegar”. Las explicaciones salían atropelladas de la boca del cubano. Victoria no las oía. Cuando abrió los ojos, le miró con una gran pregunta en la expresión. Ignacio dijo: “Vamos a un sitio tranquilo”. Ella se cogió de su brazo. Sin dejar de mirarse, fueron hasta el lago.
− ¿Qué te ha pasado?
− Recibí órdenes. Ya no tenía que venir a Washington para recoger el dinero, los hermanos de Nueva York se lo dieron directamente a Gómez. Hemos ido a Nueva Orleans, un amigo y yo, para hacer una compra importante. Me fue imposible avisarte. Partimos con apenas tiempo para hacer el equipaje. O íbamos y encontrábamos al vendedor, o nos quedábamos sin barco.
− ¿Un barco?
− Sí, en él viajaremos a Cuba.
    Victoria se soltó bruscamente de Ignacio.
− No irás a Cuba.
    Como si tratara a un niño pequeño, le gritó:
− ¡No irás a Cuba para que te maten!
− Es mi deber. Desde el principio, sabes mi compromiso.
− No es tu deber. Quieres matarte. Tu deber es quererme a mí, quedarte conmigo − rompió a llorar Victoria.
    Cogió del brazo a Ignacio, le apretó la manga de la chaqueta. Agramonte la miraba con complacencia y orgullo. “Quieres matarte”. No, no quería matarse. Quería completar su obra, su vida. Desde los dieciséis años había esperado este momento; todos los sueños, todos los esfuerzos, todas las privaciones, habían sido para un día poder liberar a su patria. No quería morir. Pero tenía que ofrecer la vida, como los demás. Los veteranos llevaban razón cuando, en los comités, trataba de imponer sus opiniones: ¿qué sabía él de la guerra, instalado tan cómodo en el exilio?, ¿qué de la sangre, de la pólvora, del machete, de las niguas y del hambre?
− Si no voy, si me quedo contigo, llegará un día en que no me querrás, porque no seré el que soy ahora. Hoy quieres a alguien entero, con una misión, y que se respeta por ella. Si me quedo, seré el primer enemigo de mí mismo, me convertiré en un extraño. No me pidas eso. Te prometo que no me expondré inútilmente. Gómez quiere que no participe en las refriegas; me ha encargado de la moral de la tropa. Voy como delegado político del comité revolucionario; pero allí, sobre el terreno, sufriendo con los demás.
− No quiero que vayas, por favor, por favor,... − gemía Victoria.
    Ignacio, sentado junto a ella debajo de un cerezo, a orillas del lago, le desenredó la trenza, le besó los párpados, sintió la sal de sus lágrimas. Estuvieron así un buen rato: él consolándola; ella, muda por completo. Al principio, Ignacio no reparó en ese silencio, lo atribuía al enfado o al ensimismamiento. Pero tuvo que reconocer que su mirada había cambiado, la actitud hacia sus caricias también. La inmovilidad de Victoria se fue haciendo cada vez mayor. Ignacio intentó sacarla del mutismo: “Háblame, dime algo, no me dejes así. Si me embarco con este recuerdo de ti, me temblará el pulso, la amargura me matará, te lo aseguro”. La nada por respuesta. Victoria miraba al lago con expresión vacía, como si no sufriera, como si viera un espectáculo que sólo ella comprendía. “Te escribiré, pronto volveré, y haré todo lo que sea para no separarme más de ti. Viviremos juntos y felices”. Más indiferencia. Ignacio, asustado, la levantó y trató de sacarla del estupor. Se puso delante de ella, la agitó cogiéndola por los brazos, la miró a los ojos. “Estoy aquí, no te alejes, háblame”.
    Victoria comenzó a andar sin hacerle caso. Él la siguió. Cuando llegaron a la embajada, se detuvieron ante las escaleras del porche. Ignacio dudó entre despedirse y dejarla allí, o llamar a la puerta para que alguien la acogiera. Decidió despedirse. La miró, por última vez, con la esperanza de que al final reaccionara. No ocurrió nada. Le dijo adiós alzando un poco el brazo. Al darse la vuelta para marcharse, Victoria se recobró, corrió hacia él y se le colgó del cuello. Con un hilo de voz, le dijo: “No te vayas...”. Otra vez el fuego, la desesperación, la pena en sus ojos. Ignacio, más tranquilo, se deshizo con delicadeza del abrazo, y se alejó.
    Le quedaban dos horas para subir al tren de Nueva York. Las calles, con la primera luz del atardecer, tomaban un matiz de cobre que teñía todas las fachadas, los cascos impetuosos de los caballos le hacían retirarse hasta el fondo de las aceras, la voz derrotada de Victoria le acosaba. “Las mujeres tienen instinto. Ha sido la despedida a un condenado. Sabe que voy a morir. Su silencio final es el de una viuda en el velatorio del marido. No me veía ya, por eso no me hablaba. ¿Pero, ha muerto Gómez?, ¿ha muerto Maceo? Ninguno de los grandes líderes ha caído en el campo de batalla. Durante muchos años han sobrevivido. ¿Por qué no yo?”.

    Al día siguiente, en Nueva York, lo primero que hizo fue presentarse en el periódico. Por la tarde, tendría con Gómez la última reunión antes de la partida hacia Baltimore para embarcar. Por encima de la negra nube del recuerdo de Victoria, sobresalía ahora el orgullo de la obra bien hecha. La compra del barco en Nueva Orleans resultó un éxito de Lamadriz y suyo. Cierto que su amigo se había encargado del papeleo, pero él consiguió la rebaja en el precio. Tocó en el armador la fibra sensible del patriotismo. Le convenció de que aquel vapor iba a contribuir a los designios de la justicia, al sueño americano, y que, a su manera, él sería un patrocinador de la victoria de la libertad. Lamadriz servía el ron y él las bellas palabras. Al final, les rebajó un veinte por ciento, la mitad de su beneficio. Lamadriz felicitó a Ignacio. Con ese ahorro iban a añadir más fusiles a los que el general Gómez ya había comprado en la fábrica. Dispondrían de los últimos modelos. No como en la Guerra Grande, cuando los americanos les vendieron los que requisaban a los indios. Por lo que respecta al vapor, aunque tenía mucho astillero encima y necesitaba pintura, estaba en buenas condiciones para la navegación; además, iba a ser gobernado por un marino experto, que conocía el Caribe como una rana su charca.
    En la reunión con Gómez, ultimaron los detalles de la operación: había que trasladar las armas desde Filadelfia hasta Baltimore, y de allí al barco. Hermanos masones de la Secretaría de Defensa les habían puesto en contacto con una empresa, dedicada al transporte de mercancías del ejército, para que los fusiles viajaran en sus vagones entre aquellas dos ciudades. El tren no sería molestado por los inspectores de las estaciones. En Defensa no podían hacer más. Cleveland y Bayard no hubieran permitido siquiera ese “mínimo asesoramiento”. Los americanos le dijeron a Gómez que la discreción debía ser exagerada, sus movimientos eran vigilados por demasiados ojos: por el gobierno, por los españoles, por fisgones mercenarios... El momento decisivo llegaría a la hora de conducir las armas desde el tren hasta el barco.
    Ignacio se había recuperado del ciclón que padeció en Washington. Allí, entre sus camaradas, las cosas volvían a conseguir su peso y su color. En principio, no llevaría uniforme militar, iría como político. No le gustó la propuesta; él era un patriota, quería el uniforme. Gómez accedió. Le otorgó la graduación de teniente delante de todos los reunidos. El general, severo, sacó de una caja los galones y se los prendió sobre la chaqueta. A Ignacio le subió hasta los ojos una espuma de orgullo y de metales. “No hay grito doliente, ni abatimiento, ni pugna con la suerte... sólo esperanza de liberar la tierra madre. El augurio, la noche, reclinar mi cabeza en Victoria... ese será mi premio. Y una guajira que me arranque las hojas de la cobardía, que me haga brotar la inocencia verde del valor y de la selva, cuando llegue la hora del disparo”.
    Gómez terminó diciéndoles que las armas llegarían a Baltimore dentro de una semana. El día anterior tenía que estar allí Ignacio.
    De noche, tranquilo en su habitación, abrió la última botella de Castel del Reney que le quedaba. Llenó un vaso alto, encendió un cigarro y cogió la pluma. Escribió a su mujer. Unas palabras amistosas con la madre de su hijo, si no ya la reina de su corazón. No se había portado bien con ella. La había abandonado por nadie, por la Patria. "¿Qué es la patria? ¿La tierra de los padres? Algo más. ¿La tierra donde uno nace al mundo, al amor, al dolor? Algo más. ¿La tierra que guarda el tesoro de la infancia? ¿Acaso una idea por la que murió el héroe? ¿La música, el uniforme, la bandera...? Por ella lo he arriesgado todo, por ella he abandonado también a Victoria. ¿Y si fuera un simulacro, una obsesión fantasmal?”. Siguió escribiendo durante toda la noche. Arrugó, tiró, trituró muchas hojas hasta que encontró el tono de su corazón. "Antes que la nocturna madera de mi cuerpo, cuando duerma..."


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sábado, 28 de agosto de 2010

29. Romeo no acude


     Llegó la hora. Victoria contemplaba los cisnes, lanzaba ojeadas al sendero. “En este momento saldrá de la logia. Se está subiendo al coche... Han dado las cuatro y cuarto. De sobra ha tenido tiempo de llegar. Debo tener paciencia. Son asuntos importantes. No puede despedirse diciendo que le espera una mujer. Voy a acercarme a las tiendas de enfrente”. Una joyería, un escaparate, maniquíes sin cabeza embutidos en vestidos largos... Pronto supo el precio de todas las prendas. "Algo serio le habrá impedido llegar. También él estará pasándolo mal". Volvió a cruzar la calle, a pasear por el parque. Contaba las pequeñas grietas del suelo seco, los faroles, los adornos de los bancos... Miró el reloj, eran las cinco. Trató de pensar en las flores que le habían enviado por la mañana, en la fiesta del martes próximo, en las invitaciones que tenía que mandar... "¿Habrá intervenido el espía? Ignacio detenido, quizás asesinado ¿Y si se hubiera arrepentido? En cualquier momento va a presentarse”. Se volvió de espaldas, y nada. Eran ya las seis. Regresó a la embajada.
    Desde su habitación, se asomaba continuamente a la ventana. Creía que Ignacio acabaría apareciendo, por muy tarde que fuera. No podía dejarla en aquella congoja. Trató de arreglar un collar que tenía vencido el cierre, pero las manos no le respondían. Llegó la noche, las doncellas la llamaron para la cena. Dijo que tenía dolor de cabeza, que se iba a acostar. Trató de dormir, no lo consiguió hasta la madrugada.
    Por la mañana se despertó tarde. Sin volver por completo de la inconsciencia, abandonó la cama con esfuerzo y anduvo indecisa hacia su bata de baño. Debía ir cuanto antes a buscar ayuda. Visitaría a la jueza Chivers, le pediría consejo. Con lo bien informada que estaba, quizá supiera algo.
    Al llegar a casa de la jueza, le abrió la puerta don Juan. Victoria no pudo evitar una sombra de fastidio y de urgencia en su cara. El embajador lo advirtió.
− Laura ha subido con la doncella al cuarto de la costura. Me está arreglando el uniforme. Poca cosa, afirmar unos botones...
− No tengo prisa.
    La palidez, las ojeras, la voz apagada, resultaban tan patentes que don Juan se dirigió a la escalera y llamó con voz poderosa.
− Laura,... Laura,... Victoria te busca.
    Enseguida emergió la amable figura en el rellano de las escaleras y bajó con animación al encuentro de su joven amiga. Don Juan intentó despedirse, pero la jueza le conminó a que esperara un poco más para poder llevarse el uniforme arreglado. Ellas saldrían al jardín.
− ¿Qué te ocurre querida?
− Ignacio ha desaparecido.
− ¿Ignacio?
− Sí, el poeta cubano, Agramonte.
− ¿Y por qué tenía que aparecer?
− Porque había quedado citado conmigo. Ayer le estuve esperando dos horas y no se presentó.
− Perdona, pequeña, pero no sabía que las cosas con ese joven estuvieran tan avanzadas.
− Le quiero – soltó, brusca y orgullosa, Victoria.
− Por fin te oigo decir eso; ya desconfiaba yo de que, rodeada de tanto petimetre, pudieras enamorarte alguna vez. Hay mujeres que nunca lo consiguen. ¿Tienes alguna idea de lo que ha podido pasarle?
− Me dijo que vendría a Washington a pedir dinero para la causa de Cuba. Tenía que visitar a ciertos señores de la logia de Columbia.
− Por ese lado no debemos temer. Yo conozco a todos los masones de la ciudad, con ellos está una más segura que con los doce apóstoles.
− Quisiera que usted le preguntara a alguno de sus amigos si le han visto, si ha llegado a entrevistarse con alguien... Si ha puesto los pies en Washington, al menos.
− Podemos preguntarle a Jessop. O al mismo jefe de policía.
− No, a la policía no − rechazó Victoria con viveza.
− No podemos denunciar una desaparición porque alguien no haya acudido a una cita amorosa.
− En Nueva York le seguía un individuo.
− Pero él es un poeta − dijo la jueza.
− Está deseando dejar de serlo. Quiere combatir, ofrecer su sangre. Sé que tiene una pistola para defenderse − afirmó Victoria con orgullo manifiesto y cierto temblor en la voz.
− Ay, hija mía, creo que has ido a enamorarte de un problema andante.
    Victoria apretaba su bolsito floreado, lo abría y lo cerraba como si dudara en dar una limosna. Se habían sentado en una pequeña pérgola, las buganvillas caían en su regazo a impulso de la leve brisa del mediodía. No se ocupaba de sacudirlas. La jueza lo hizo por ella. Luego cogió a Victoria del brazo y la zarandeó para animarla.
− Tienes que confiar en que todo saldrá bien. Por ahora, lo que ocurre es que Romeo se retrasa.
    Victoria se levantó. Antes de bajar los escalones de la pérgola, dirigió una mirada de agradecimiento a la jueza. Ésta la acompañó hasta la puerta del jardín que daba a la calle.
    Don Juan la vio salir desde el salón. “Muy serio debe de ser lo que le pasa, para que no se haya despedido de mí. La cortesía nunca la pierde esta muchacha”.
    La jueza entró en la casa:
− Usted no se mueva.... que ya lo tenemos casi dispuesto. Lo que no comprendo es cómo ha cogido tanta mugre negra. Si quiere, se lo lavamos también. ¿A quién se le ocurre llevar un traje así en un tren, y además ponérselo?
− No me riña más y dígame qué le ocurre a Victoria.
− Nada malo, asuntos de amores.
− Pues yo le vi más bien cara mortuoria.
− La tenemos enamorada... Su amor no ha acudido a una cita.
− El cubano, claro.
− El mismo.
− A ver si esa muchacha se centra de verdad y deja en paz a mi sobrino. En la cena de Nueva York ya estaba claro que tortoleaban. Me da lástima de Juanito, que es más débil. Pero bueno, el alma de los jóvenes cicatriza pronto.
    De vuelta a la embajada, don Juan llamó a su sobrino. Juanito tardó más de veinte minutos en bajar de la habitación. Cuando entró en el despacho, su tío le dijo sin preámbulos:
− ¿Sabes que Agramonte ha desaparecido?
    Juanito sintió una oleada de albricias, un vahído, un minúsculo desvanecimiento. “...Desaparecido. O quizás muerto, anulado, borrado. Victoria, liberada. No se puede uno alegrar de la muerte de un semejante. Aunque todavía no he oído la palabra “muerte”, sólo “desaparición”. Además, no es un semejante, sino un adversario de mi patria y de mi corazón. Él me mataría indiferente en el campo de batalla. Seguro que no se ha apiadado de mí, cuando triunfaba con Victoria. Desaparecido no es muerto. Ya no presumirá con su mirada empalagosa”.
− ¿Qué ha pasado? − terminó preguntando Juanito, con voz indiferente.
− Me he enterado por la jueza de que no asistió a una cita con Victoria − dijo don Juan.
− ¿Una cita…?
    “Bien, así tiene que ser. Bien hecho por el destino. Una cita con Victoria. Las relaciones debían de estar muy avanzadas para que ella se comprometiera así, a solas. Definitivo. No quiero la muerte de nadie.”
− Descartando que esté muerto – continuó don Juan −, sólo se me ocurre pensar en que algo serio preparan los rebeldes.
− ¿Cómo lo ha tomado Victoria? − preguntó Juanito.
− Yo la vi desencajada... si quieres que te diga la verdad. Debemos averiguar qué traman los cubanos. Tengo que decirle a Pestaña y a Paco que investiguen.
− ¿Y conmigo no cuentas?
− ¿Qué vas a investigar tú?, que no eres capaz de copiar un despacho, que te levantas a las doce de la mañana.
− Pues, a pesar de eso, creo que sé más que todos vosotros de este asunto − exclamó Juanito enrabiado.
− ¿Qué quieres decir?
− Quizás hayan espiado para mí...
    Juanito le contó a su tío la entrevista con Ausubel en el Club Artemisa, el día del obelisco. El francés se ofreció a vigilar a Agramonte. Durante el rato que estuvieron bebiendo, dedujo con claridad la ceguera celosa de Juanito. Trató de obtener de él dinero fresco. En efecto, éste le entregó dos semanas después quinientos dólares para mantener la vigilancia de Ignacio en Nueva York. Con la euforia etílica, le había prometido trescientos más si le traía algo grande.
− ¿Y de dónde sacaste tantos dólares? − preguntó don Juan con un nudo en la garganta, temiéndose lo peor: que su sobrino hubiera cogido dinero oficial.
− Me los mandó mi madre. Ha tenido buena cosecha y le he revelado lo de mi solitaria. Quiere que me traten los mejores médicos de aquí.
    La irritación de don Juan subía. Tuvo que contenerse para no darle una bofetada. Su hermana, engañada por aquel botarate, sufriendo por la enfermedad del querido niño, mientras él encargaba a un reptil que vigilara a su rival amoroso por si encontraba algo para destruirle.
− Bueno, pues esa locura que tú crees que hice − continuó Juanito − nos puede ser muy útil. Por el mismo precio, le voy a decir a Ausubel que me informe del lugar en que se encuentra Agramonte en estos momentos. Mira por donde, voy a prestar con mi dinero un servicio a España. Porque si tenemos que esperar...
− No veo bien que eso lo pague mi hermana. Pediré al ministro un fondo especial para este asunto.
     Juanito salió del despacho con un brillo patriótico en los ojos. Don Juan encendió un puro. “¿Qué le habrá pasado a Agramonte? ¿Por qué me intereso por ese muchacho? Después de ir a Cuba, dudo. No sé de qué lado me encuentro. Pero no puedo permitírmelo. Él representa la fuerza que puede matar a los jóvenes de mi tierra, incluidos mis hijos. No puedo dejar las cosas correr. Hoy menos que nunca. No puedo tener otro fracaso. Catalina me ha dicho que Cleveland va a retirar la ratificación del tratado de comercio. Sabe que el Senado no lo aprobará y no quiere una derrota política. El maldito Herlizer ha hecho bien su trabajo publicando prematuramente las cláusulas. Esto afectará a mi situación. Le calentarán la cabeza a Cánovas para que mande aquí a un conservador. El embajador Foster rugirá de satisfacción y seguirá con los chismes. Menéndez Pelayo me dice por carta que en casa de los Campo Alange, la anfitriona le había preguntado sin ambages: "¿Cómo van los amores de su amigo con esa dama americana?". Mi hermana Sofía, desde París, me aconseja que no haga extravagancias. A Dolores todavía no le han llegado los rumores, de lo contrario me habría mandado una carta feroz. Pero no puedo tentar a la suerte, siempre hay un alma caritativa dispuesta a abrir los ojos por amistad”.

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viernes, 27 de agosto de 2010

28. Don Juan y la realidad


     La última noche en Nueva York, don Juan cenó con Catalina en un pequeño restaurante francés, Chez Marcel, en Broadway. Los platos que pidió él tendían a la moderación; los de ella, que sonaban más poéticos, resultaron también los más escuálidos en materia. Cuando don Juan, con calma, apenas empezaba el suyo, Catalina ya había terminado y se quedaba observando el trinchado majestuoso del embajador. Poco tiempo duró la contemplación, pues, como si él fuera un niño a quien hay que distraer mientras come, Catalina inició con energía una abigarrada danza de ideas: ruiseñores, metafísica, la pálida y débil aurora, los labios que sobreviven en el camino, la juventud perenne, la barca de Caronte, la rosa triste de Sharon, el inocuo lunático de Mister Lippet en una sesión de espiritismo, el segundo estado de conciencia, los cien monstruos marinos de Escandinavia, sirenas… Don Juan, con el tenedor levantado, intentaba interrumpirla para pedirle aclaraciones; pero ella, radiante, con los pendientes reluciendo en sus orejas coloradas, no le hacía caso, y volátil, seguía brincando en el torbellino: las faldas del Parnaso, cocodrilos y albatros, gusanos de pan, burbujas, neblina, pájaros sin pies del Paraíso, espectros… 
    Cuando don Juan terminó de comer, Catalina amainó.
− ¿Ves?, no consigo domar mi imaginación.
    Don Juan le cogió la mano y la mantuvo debajo de la suya, sobre la mesa.
− Apenas has comido.
− Ni bebido, pero ahora me apetece el champán.
    Brindaron mirándose a los ojos.
    Al salir, la noche era fría; las calles, mojadas y desiertas. Catalina, que no llevaba abrigo, permitió que don Juan le echara el suyo sobre los hombros. Agarrados como dos novios, llegaron al hotel. No repitieron la estratagema del primer día, entraron sin rodeos en el elevador. Ya en el pasillo de las habitaciones, ella se le colgó del cuello y le dio un largo beso.
    En la cama, don Juan le pidió que le calentara los pies. Ella se apresuró a frotarlos contra los suyos; luego, le cogió las manos y las metió debajo de sus axilas. El cuerpo de ella ardiendo, el de él no acababa de tomar temperatura. Don Juan empezó a besarla. Le cogía la nuca, recorría su espalda hasta los glúteos, se demoraba palpándolos... Abajo tardaba un poco en animarse. Renovó sus esfuerzos, no dejó ningún rincón por explorar. Cuando detectó cierta mejora, intentó el asalto, pero la viga no abría la puerta del castillo. Catalina, afanosamente, trataba de facilitarle la entrada… Fue inútil. Don Juan se apartó con brusquedad y buscó refugio en su lado de la cama. Permanecieron unos instantes en silencio. Catalina le miraba un poco desconcertada.
− Sigue… me hace mucho bien.
− No puedo…− dijo, con voz ronca, don Juan.
− Sí puedes, estabas entrando en mí, aunque no como tú quieres… De todas formas, sigue, acuérdate de la otra noche…
− Sí, y quizás dentro de unos días… pero tú eres una mujer joven.
− A mí eso no me importa demasiado.
− Yo me siento mal así, como un impostor.
− No has comprendido mi amor, yo quiero tu corazón, tu tiempo, tu atención, estar contigo siempre, verte siempre…
− ¿Qué podemos ser tú y yo? Ni la naturaleza, ni el sentido común nos da salida. No podemos ser amantes.
− Eso déjalo para otros; tú eres mi amigo, mi compañero de toda la vida… Sonríe y no pongas esa cara.
− ¿Para qué quieres a un viejo?
− Necesito de ti, de tus consejos, de tu talento para iluminarme, de tu cariño… Eres mi destino.
− He pensado mucho en esto. La veneración que me tienes es demasiada responsabilidad.
− Si eso te agobia – murmuró Catalina con voz dolida – no te expresaré mi cariño.
− Tu cariño me hace mucho bien, es tu amor lo que temo.
Catalina se incorporó, acercó su cara a la de don Juan − que parecía don Quijote después de una paliza − y le dijo suavemente:
− Temes que me adueñe de tu corazón. Pero no debes alarmarte con mi ternura… Tu libertad no corre ningún riesgo conmigo.
− Yo no soy libre.
− Sí lo eres, tu mujer no te quiere.
− Pero tengo raíces, demasiadas, sesenta años de raíces… y no puedo ofrecerte una vida ni esperanza ni hijos.
− Yo no quiero hijos tuyos… sólo quiero tu presencia a mi lado siempre.
− Tienes murciélagos en el campanario – dijo don Juan con sonrisa agradecida, un tanto amarga.
    Ella le cogió la mano y la puso debajo de su pecho izquierdo; luego, la apretó contra las costillas, sobre el corazón.
− Cuidado, ten cuidado con él… mira que me puedo morir. Tú no sabes, no puedes saber, que puedes matarme, no lo sabes. Si quieres mi vida, si quieres conservar a tu amiga, cuídala, dale sosiego.
    Don Juan sentía el latido furioso del corazón de Catalina. Retiró la mano y le acarició la cabeza de forma suave, constante, hasta que ella se durmió.

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jueves, 26 de agosto de 2010

27. El comité revolucionario. José Martí


    Llegó Ignacio al 120 de Front Street, un viejo edificio apabullado por la escalera de incendios. En el cuarto piso, se encontraba la sede del Comité Revolucionario y del periódico Patria Libre. Penetró en el interior oscuro, atravesó el pasillo frío hasta llegar a la sala de redacción. Olía a tinta rancia; tres estanterías de pino, retratos de patriotas, mapas y dos largas mesas con lamparillas verdes. Las ventanas de guillotina dejaban entrever el trajín urbano.
    La habitación, poco a poco, se fue llenando de cubanos. Hablaban de la fiesta de ayer, del tabaco de Tampa, del artículo vejatorio que publicó hace unos días el Evening Post. “Alguien debe responder. No podemos permitir que se nos llame ineptos, perezosos, afeminados. Por Dios... ¡afeminados!, ¿de dónde habrán sacado tal cosa estos cerdos? Se atreven a decir que la nulidad de los cubanos la demuestra nuestro sometimiento durante siglos a unos indolentes como los españoles. ¿Y nuestros héroes? ¿Y nuestras batallas? Alguien tiene que coger la pluma para restaurar el honor”. Todos miraron a José Martí. Vagó por los labios del Maestro una sonrisa ingenua. Suspirando desde el fondo de su pecho, dijo:
− Lo haré, no os preocupéis.
    Ignacio se acercó a Martí y le entregó una carpeta llena de poemas.
− No los leas. Sé que no tienes tiempo, pero sólo con que los tengas a tu lado, mejorarán.
    José llevaba un paletó de astracán raído. Bajo el brazo, un manojo de diarios. Salió de su abstracción, miró melancólicamente a Ignacio y añadió la carpeta a los periódicos.
− No me vengas con sonsadas. Ya quisiera yo haber tenido a tu edad la mitad del estro que tú tienes. ¡Ea!, te invito después a unos raviolis estupendos que hay en casa Moretti.
    Ignacio iba a aceptar entusiasmado, pero recordó que tenía cita con Victoria a primera hora de la tarde. Se ruborizó.
− Tengo un compromiso…
    José le miró entendiéndolo todo. Se oyeron murmullos. Martí miró inquieto hacia la puerta y se dirigió con paso rápido a su mesa de redacción para dejar los papeles.
    Don Marcial Portuondo, jefe del Comité Revolucionario, hizo su entrada en la sala. Ocupó la mesa del director del periódico, dispuesta en lugar preferente para que, desde allí, Gómez presidiera más tarde la reunión. A un lado, Lamadriz, al otro Candelario Arnao, lugarteniente de Maceo y héroe de la manigua. Habló Portuondo:
− Pronto llegará el general. Ya ustedes saben lo que pretende. Quiero que cuando entre aquí, dentro de media hora, tengamos una respuesta común que ofrecerle.
    Tomó la palabra Lamadriz:
− No podemos decepcionar al jefe. Al fin y al cabo, él se va a jugar la vida con sus mambises en la espesura de las sierras, mientras nosotros parloteamos en Nueva York. Si pide dinero para el levantamiento, hay que intentar proporcionárselo. La colecta será difícil, pues los cubanos de América no somos precisamente reyes Midas.
    A continuación, intervino Varona, socialista revolucionario, con voz que no le salía del cuerpo:
− Quizá fuera conveniente una intervención militar inmediata a cargo de los trabajadores asalariados. Resultará peligroso dejar el levantamiento bajo la dirección de los burgueses criollos o de los militares autoritarios.
    Lamadriz le contestó:
− ¡Pero hijo! ¿Dónde están tales? Sólo tenemos campesinos cortadores de caña y esclavos ¿Quién los va a dirigir, si no son los maestros y Gómez?
    Habló Martí:
− Nuestro país no se siente aún fuerte para la guerra, y es justo y prudente y, a nosotros mismos, útil, respetar esta creencia suya, ese temor cierto e instintivo, y anunciarle que no intentamos llevarle contra su voluntad a una guerra prematura, sino tenerlo todo dispuesto para cuando él se sienta ya con fuerzas para la lucha. No tenemos dinero. En el interior, algunos patriotas, cansados de la sangre y de nuestras peleas de salón, se pasan al autonomismo. Y ahora, justo ahora, viene Gómez para movilizar a los cubanos en otra guerra. Un pueblo no se funda como se manda un campamento. ¿Qué garantías puede haber, entonces, de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana? ¿Qué somos? ¿Los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? Debemos oponernos. Yo quiero un gobierno de civiles, democrático, y eso es difícil si le damos a un caudillo militar, como don Máximo, todo el poder ejecutivo.Yo propongo esperar, fortalecer la lucha política y social.
    Dijo esto José Martí sin una pausa ni una vacilación ni un desfallecimiento; amplio el gesto, robusta la voz, despidiendo rayos sus pupilas.
    Candelario Arnao, con la corbata apretada al cuello, corta la chaqueta, adusto el semblante, nada más terminar José, intervino:
− La política está bien para la paz, pero a Martí se le olvida que estamos en guerra.
− Hoy no hay guerra ni batallas ni ejércitos enfrentados. No dudo que un día tenga que reanudarse, lo que digo es que éste no es el momento − contestó José.
− En el corazón de todo buen cubano, suena la trompeta llamando a la lucha sagrada − exclamó, estridente, Arnao.
− Yo me considero un buen cubano y no la oigo − intervino airado Ignacio Agramonte.
    Martí le miró con agradecimiento.
    Hubo siseos, miradas expectantes hacia la puerta. Ya estaba allí Máximo Gómez: talludo, seco, con la perilla blanca, el bigote corvo, los ojos semicerrados − como si le molestara la luz. Iba precedido por dos jóvenes mulatos. Todo el mundo se levantó, sonaron los aplausos. El general acogió el recibimiento con rictus amargo y agradecido. Agramonte le vio un poco derrotado de hombros, más blanco − nival − el cabello, pero con el mismo fuego en los ojos.
    Portuondo leyó unas cuartillas de salutación. Gómez le oía impasible. Vestido con ropas civiles, a aquella luz de bruma y grisura, parecía un abuelo amarillento en la sala de espera de un hospital.
    Tomó la palabra don Máximo. Dijo que traía buenas noticias: no necesitaban recaudar fondos, los amigos masones iban a aportar la mayor parte del dinero. Comprarían armas suficientes, un barco de transporte, uniformes y equipo para emprender cuanto antes la invasión. Después, recordó a los héroes caídos, nombrando a muchos por su nombre y apellidos. Con la voz cascada, llena de hazañas, dio vivas a Cuba libre. Entonó el himno de Bayamo. Todos se pusieron en pie y cantaron unánimes.
    Agramonte no pudo evitar sentirse arrastrado por el adusto caudillo, por el padre viejo que llamaba en auxilio de la madre ultrajada. Sus razones quedaron arrasadas por la emoción patriótica. Abrió las puertas a la posibilidad remota: ¿y si nosotros ganáramos la guerra?, ¿y si Maceo y Gómez tomaran La Habana, como pretenden?, ¿y si, entonces, los Estados Unidos sentaran a España en una mesa de rendición? La historia pertenece a los audaces. Nadie espera ahora un levantamiento. Quizás eso lo haga triunfar. Mientras duró el himno, otra vez le asaltó la idea de participar en la lucha arriesgando su vida. Las palabras de un hombre que ha visto la muerte en el campo de batalla no tienen el mismo peso que las del que sólo las usa para lo de siempre.
    Gómez, al salir, se detuvo ante Agramonte:
− Ya sé que usted no concuerda conmigo en esta ocasión...
Ignacio quedó confuso. No pensaba desdecirse de lo que acababa de manifestar ante sus compañeros; sin embargo, quería mostrar su admiración al héroe, ponerse bajo su mando.
− A pesar de eso, estoy a sus órdenes, mi general.
    Gómez le estrechó la mano:
− Le tomo la palabra, hijo mío. Por ahora siga defendiendo la causa con su pluma, que admiro.

    Terminada la reunión, Ignacio se dirigió a Central Park. Tuvo que hacer muchas paradas y cambios de dirección para despistar al tipo turbio que le seguía. Cuando llegó a la entrada del parque, creyó haberlo conseguido. Aunque le acosara un ejército de espías, no habría faltado a la cita. Se acabaron los temores y las precauciones de su vida de exiliado. El parque, a aquellas primeras horas de la tarde, aparecía muy animado. Encontró la glorieta. Esperó un cuarto de hora hasta que llegó Victoria. En el rostro de ella se dibujó una sonrisa cuando vio a Ignacio. Empezaron a caminar. No hablaba más que él. Contaba todos los avatares que le habían ocurrido hasta encontrarla."La casualidad, quizá el destino, se alía con nosotros, algún dios benévolo nos protege". Victoria sólo escuchaba la voz de Ignacio. No reparaba en las dulces sombras de los tilos ni en el olor a lavanda de los setos. Tampoco llegó a percibir la pistola que llevaba Agramonte debajo del chaleco, sólo visible cuando abría los brazos para explayarse.
− Debo decirte que estoy casado y que tengo un hijo. Mi mujer está en Cuba y ya no nos queremos. Dice que soy un cruel egoísta, que sólo pienso en la independencia de mi patria. Creo que lleva razón.
    Victoria lo presentía; Juanito se lo había insinuado. Pero desde el primer momento sepultó esa idea en su ánimo como algo concerniente a la vida de Ignacio en un lugar lejano. Ahora, sin embargo, oído de sus propios labios, sonaba más grave. Le asaltó un escozor de culpabilidad. “Seductora de hombres casados”, “separadora de hijos y padres”, “destructora de vínculos sagrados”. Cambió su gesto de complacencia por otro de preocupación.
− Las mujeres también somos egoístas. Queremos que los hombres supediten su trabajo a nuestro antojo. Las grandes misiones exigen entrega absoluta − dijo Victoria, sin convencimiento.
− ¿Es lo mío una gran misión? − preguntó él, mientras la miraba con seria intensidad. Deseaba que Victoria le contestara que sí, que, por lo menos, respecto a la abolición de la esclavitud o al logro de la libertad, lo era. Pero Victoria no quería hablar de política.
− Creo que sí, pero puede que más grande sea criar a un hijo, al menos para una mujer. Si yo tuviera hijos... no sé cómo me comportaría.
− Una mujer rica, como tú, siempre puede contar con amas que hagan el trabajo duro.
− No. Yo recuerdo cómo necesitaba a mi madre, nunca dejaría esa labor a una extraña.
    Ignacio tocó el pelo de Victoria para quitarle una brizna que acababa de posarse en su cabeza. Ella le agradeció el gesto con una sonrisa; a continuación, se dirigió a un banco cercano, situado bajo un pino, y se sentó. Apoyó la nuca contra el respaldo, miró la copa del árbol, cerró los ojos. Ignacio la contempló primero de pie, después se sentó a su lado. Victoria abrió los ojos y le miró. Ignacio le cogió la mano.
− Desde que te conocí... ya no tengo misión. Tú eres mi idea, el centro de mis pensamientos, mi vida. Te necesito como el aire.
    A medida que se iba oyendo a sí mismo, aumentaba el miedo a la energía que empezaba a salirle de dentro. No pretendía decir eso tan pronto, quizás nunca... Pero la actitud, la mirada de ella, obraron el milagro. Se levantó de su lado, dio la vuelta al banco y tomó entre sus manos la cabeza desmayada de Victoria. Besó su frente, luego los párpados, las sienes... Ella aceptaba las caricias al tiempo que susurraba algo incomprensible y se ponía pálida. Quiso Agramonte besarla en la boca, pero desde su posición se encontraba con la nariz. Volvió a sentarse. Victoria recibió sus besos con los labios ardientes, un poco apretados. Sintió Ignacio cómo, bajo el vestido de seda, se le dilataban dulcemente los pechos. Tuvo intención de tocarlos, pero no lo hizo. Volvieron a besarse. Estuvieron un buen rato cogidos de la mano, sentados en el banco, mirando al seto que tenían enfrente.
− ¿Cuándo nos veremos? − preguntó Ignacio.
− No lo sé... − contestó Victoria con tristeza.
− Iré yo a Washington. Debo visitar a mis amigos masones. Te mandaré una carta avisándote de mi llegada. ¿Me vas a olvidar?

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miércoles, 25 de agosto de 2010

26. Don Juan en Nueva York



     Después de dejar a la jueza Chivers en su hotel, llegaron al Plaza sobre las dos de la madrugada. Entraron juntos en el bar. Algunas parejas de gente bien, medio borrachas, bailaban ante la presencia aletargada de los camareros. Don Juan se dirigió solo a la barra, Catalina tomó el elevador del vestíbulo. Al cuarto de hora, don Juan pagó la copa de coñac y subió a la habitación 2245.
    Catalina le abrió en camisón; tenía los ojos brillantes, iba descalza.
− Pasa… Vuelvo al baño.
    Don Juan se quitó el abrigo y se sentó junto a la chimenea. De una ojeada, comparó la suite con la modesta habitación de su hotelucho. Miró el fuego, oyó los grifos del baño. "Por mí, me iría a la cama, le acariciaría el pelo, la oiría hablar hasta que perdiera la energía y se durmiera respirando a mi lado. Hace quince años que no consigo algo así. Luego, me dormiría yo, reconciliado con el mundo. No quiero pensar".
    Catalina salió del baño y se metió en la cama.
− Ven, vamos a dormir, estoy muy cansada.
− ¿Tú crees que dormiremos?
− Terminaremos durmiendo, ¿no?
    Don Juan se desvistió en el baño. Contempló ante el espejo su aspecto en camiseta y calzones. Catalina iba a verle sin la armadura solar de Amadís. Al fin, entró en el dormitorio. Ella había apagado la bujía. Catalina abrió las sábanas de la cama por su lado, se desplazó al otro y dejó a don Juan el sitio que había calentado. Luego, se pegó a él descansando la cabeza sobre su pecho.
− Debes ser bueno conmigo.
    Catalina le dio un rápido beso, se soltó de su brazo y se levantó de la cama. Sólo se veía un poco alrededor de la chimenea. Durante un momento, don Juan pudo vislumbrarla quitándose el camisón por la cabeza. Después, oyó sus pasos y la tuvo de pie ante él, desnuda. Ella volvió a encender la luz.
− Quiero que nos veamos.
− No podía imaginarme tu cuerpo… − dijo don Juan arrebatado.
− Ya no lo necesitas, aquí lo tienes… pero este no es mi cuerpo, soy yo, la que está detrás.
    Don Juan extendió el brazo y tiró de ella hasta sentarla a su lado. La besó, la tocó, le apretó los pechos. Luego, desde los hombros, acarició lentamente todo su cuerpo. Ella se puso en pie; después, se sentó a horcajadas encima de él y empezó a desabrocharle la camiseta con la seriedad de una costurera que le está probando el traje a un niño. Don Juan terminó de quitársela.
− Ven aquí − urgió él, ronco, rápido.
    Se inclinó, le besó los pechos; ascendió y encontró sus labios. Ella tuvo que retirar la boca porque le faltaba la respiración.
− Deja que me vaya a mi sitio.
    Don Juan, bajo las sábanas, se quitó los calzones. Cuando Catalina volvió a entrar en la cama, la abrazó con fuerza. Estuvieron así un rato, sin hablar, cuerpo con cuerpo, separándose lo justo para permitir las caricias.
− Ojalá pudiéramos parar el tiempo – suspiró Catalina.
    Cogió las manos de don Juan, y aprisionándolas, las puso sobre su estómago.
− ¿Qué pasa?
− ¿Te gusta mi vientre? – susurró Catalina.
− El buche de una paloma.
− Llénamelo.
    Don Juan miró sus ojos turbados; ella los cerró, dejó caer la cara a un lado, dobló los brazos debajo de la cabeza y se puso en tensión. Parecía más pequeña, más frágil. Hasta el momento, don Juan no quería pensar y lo había conseguido. Pero se acercaba la hora de la verdad. "Esto es definitivo, firmo un pacto de posesión. ¿Y si quedo como un sátiro viejo? Se acabó el aperitivo. Catalina espera, como toda mujer, un miembro grande, fuerte, que dé alegre y suculenta semilla".
    Ella abrió los ojos, quitó las manos de la nuca y tiró de él hacia su boca. Quedaron así un rato más. Luego, se separó de don Juan y susurró:                            
− Amor mío… − con los ojos húmedos, confiados.
    Don Juan se encaramó sobre ella, comenzó a hincarse lentamente. Avanzaba sin pensar en él, observando sólo el rictus de la boca de Catalina. Ella acentuó los embates. Don Juan empujó más fuerte. Catalina contrajo la cara, enseñó los dientes y dio un pequeño grito de dolor. Quedó paralizada un instante; después, reanudó con más fuerza sus movimientos. Don Juan vio que ella recuperaba la sonrisa de bienestar y ejecutó las sacudidas definitivas. Tardó un poco más de la cuenta; pero, al fin, estalló la traca, se iluminó el cielo y creyó que Catalina también se inflamaba debajo de él.
    Permanecieron unidos unos segundos. Luego, ella se volvió boca abajo, con la cara mirando hacia el otro lado. Don Juan le acarició la espalda:
− Todo ha ido bien.
− Te adoro
    Catalina se levantó y fue rápida al baño. Don Juan se acercó a la chimenea para ponerse la ropa interior. Ella volvió y arregló la cama lo que pudo. Cuando terminó, dijo:
− Ven, ahora podemos dormirnos.
    Se acurrucaron. Al poco tiempo, Catalina cayó profundamente en el sueño. Don Juan tardó todavía más de una hora. A lo lejos, relumbró un relámpago, sonó un trueno. Comenzó a llover.

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