Pastorín llamó haciendo sonar con brío la campanilla. Desde fuera, a través de la verja, vio solitario el patio de los Gamazo. Salió a abrirle Sinda.
− ¿Cómo está el niño?
− Todavía triste, pero ya come y conoce − contestó la esclava con un deje esperanzado en la voz.
− Hazme el favor, dile a don Juan que estoy aquí.
Sinda fue al interior, Pastorín se sentó en una mecedora. Al poco, la esclava pasó llevando una bandeja con un vaso de leche y un frasco medicinal.
− Ya baja – dijo Sinda.
Don Juan apareció al rato. Saludó a su amigo:
− Debo adelantar la vuelta. Esta casa no está para huéspedes, como usted puede suponer.
− Sinda cree que se encuentra mejor − apuntó Pastorín.
− Eso es relativo. El médico dice que todavía delira. Hoy está más tranquilo, a ratos casi normal... Aunque hay otros en los que vuelve a afilársele la cara, se le ponen ojos de loco y disparata. Le ha dado por defender a su padre. Jura matar a quien intente hacerle daño. El doctor piensa que alguna experiencia aterradora ha debido de ocurrirle al muchacho. Eso ha desencadenado el brote de locura. Puede que, con suerte, vuelvan las aguas a su cauce. A mí me tratan bien, claro; pero no quiero cargarles más. Tengo billete para pasado mañana en el Barrow Bay.
Al día siguiente, cuando el sol declinaba, salió don Juan a dar un paseo. Sobre su cabeza, silbaba ligerísimo el viento. Las casas del Malecón, hombro con hombro, se defendían ante el empuje del Atlántico; batían las olas el dique plateado. Pensaba despedirse de La Habana, deambular por ella con sonrisa agradecida. No se conjurarían los astros para volverla a ver. Abandonó el mar entrando por la calle Colón. Llegó al Prado, entre Neptuno y Virtudes. Delante iba un gato: se paró en una esquina, husmeó el suelo y levantó el rabo anillado de armiño. Se detuvo también don Juan, llenando los pulmones del aire de intramuros, que olía a pez podrido y a piedras orinadas. Miró los bancos de hierro, los arcos acristalados, los balcones corridos. "Cuando yo me vaya, quedarán aquí inmóviles, desgastándose por el viento y la desidia. O quizás revivan en el corazón de los jóvenes poetas."
Llegó a una plaza con una fuente. La diosa, coronada de pétalos, los pechos jaspeados cubiertos por finas vetas verdes, se sentaba en un trono floral; a sus pies, cuatro delfines de escayola blanca. Unos niños jugaban a salpicarse en el estanquillo. Un mulatito y dos blancos puros. Parecían, pensó don Juan, cantos rodados, batidos por los topetazos prematuros de la corriente de la vida. Al mulato le nacían unas orejas como las asas de una olla. Los otros estaban llenos de trasquilones, desconchones y arañazos. Los tres hacían equilibrios, metían la cabeza en el agua, aullaban con la euforia que produce el chapoteo en la infancia. Aquellos niños ya no serían españoles.
En los bancos de la plaza, en las gradillas de las casas, gravitaban, sentados, hombres de todas las edades. Orientaban la cabeza para captar un moscardón, o alguna pirueta de los pequeños, o el aleteo de una paloma sucia que levantaba el vuelo. Un país sentado. Tendría que volver a España para ver una plaza así. En los Estados Unidos, le esperaba otro concepto del tiempo. Debía exprimir estas horas, permanecer un poco más en aquella Habana tirada en la calle, fumando al atardecer, tan ociosa como él.
A la hora convenida, Pastorín hizo su aparición con el uniforme de gala: los botones más dorados que nunca, más blanca la camisa blanca y una encrespada, luminosa, corbata de seda que no era la reglamentaria.
− No quiero ser impertinente amigo mío, pero me parece que le veo un poco apagado − saludó Pastorín.
− ¿Apagado?… ¡Del todo oscurecido! No quiero irme de aquí. No quiero regresar a los fríos de la América del Norte, ni ver más a aquellas hormigas laboriosas. Me encanta este zanganeo tropical.
− Véngase a Valparaíso conmigo, establezcamos allí la República de Vagancia. Fundemos un partido...
− Pero eso es ya trabajar... − gruñó don Juan.
Apenas anochecido, llegaron a la plaza de la Catedral, entraron en el templo repleto de gente. Se sentaron en un banco bajo el crucero, en la nave central. Enseguida les envolvió el olor a incienso, a pétalos de rosa pisados. Sólo unas lámparas de aceite en las capillas laterales iluminaban la iglesia. Un monaguillo, vestido de encaje blanco, merodeaba por el altar mayor. En las muñecas de las mujeres, los abanicos se desplegaban rítmicos. Hubo murmullos. Andando deprisa, salieron de la sacristía cinco músicos italianos, saludaron al público y se sentaron en unas sillas minúsculas. El adagio del concierto para violoncelo de Boccherini ascendió por los altos pilares. Pastorín se adormecía. Don Juan llevaba el compás con la mano, mirando muy concentrado el arco del primer violín. Le invadía la dulzura de la pieza. Sentía una sutil debilidad, una indiferencia general ante el movimiento del mundo. La política se le presentaba muy lejana. Todos parecían tener razón. Cada uno intentaba llegar al máximo de su poder. La música, una tregua, una llamada desde un paraíso posible, que nunca existirá. De modo apenas perceptible, el humo de las velas le hacía lagrimear. El abanico de una dama sentada a su izquierda, impulsaba las notas a oleadas hasta el fondo de su cabeza. Era la vejez. No quería reconocerlo. La relatividad de todos los afanes. Al final, las bazas perdidas en la vida son tantas, que nadie, tampoco el triunfador, termina convencido de que ha ganado el juego.
Los italianos atacaron la parte final de una sonatina. Con suavidad se iban desprendiendo las costuras de las frases; quedó sólo una, que se repitió dos veces más antes de apagarse. Un silencio breve, y los músicos se levantaron. Salieron dignos, con las cabezas gachas, como si acabaran de recibir la comunión.
Pastorín y don Juan hicieron una ronda nocturna por varias tabernas. Al salir de la última, el marino se empeñó en acompañarle hasta la casa de Gamazo. En la calle Amargura, don José lamentó su negra suerte: “No he encontrado mi mitad”. Echó el brazo sobre el hombro del embajador, que recibió estoico la vaharada etílica. Sabía don Juan que pasaba los últimos momentos con su "buon compagno". Tardarían en verse, si se veían. Ya cerca de la casa, Pastorín quedó de repente en silencio, se paró en medio de la calle y plantándose muy serio frente a don Juan, dijo: “No le olvidaré”. Éste le estrechó la mano; luego se fundieron en un abrazo. El marino se alejó entonando una triste canción napolitana.
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