lunes, 2 de agosto de 2010

7. Juanito rabia

    − ¡Puta gitana, esto no me lo vas a hacer más!
    Decía Juanito a Victoria, mirándose al espejo en el cuarto de baño. Toda la noche la pasó despierto, sacudido por la vergüenza, maquinando venganza. ¡Que una hija de puta gitana pusiera en ridículo a un legítimo noble español era afrenta que no podía quedar en nada! ¡Y por un poetastro cubano! Su imaginación tramaba violarla, apalearla, dejarla desnuda abandonada en la nieve para que no encendiera más su mente. Con la cara llena de jabón, la navaja de afeitar dispuesta para iniciar el corte, hizo una mueca que se convirtió de repente en risa forzada. Abrió con desmesura la boca, enseñó los dientes de fiera, propinó sablazos y mandobles a la mujer que había detrás del espejo. Sólo cuando empezó a entonar su canturreo amigo, volvió a la realidad e inició el afeitado. Hoy el canto era mustia, monótona letanía salpicada por elevaciones periódicas, como los rosarios de las beatas.
    Don Juan, tras una noche feroz de insomnio, oía desde su habitación la cancamurria del sobrino pensando que ya cantaban los frailes el gori-gori de su entierro. Extrañaba la cama, no acababa de acostumbrarse al olor de la nueva casa. Hacía una semana que se habían mudado a la Avenida de Massachusetts 1447. Era una vivienda todavía modesta − pero más alegre − para la que estaba comprando muebles decentes asesorado por Catalina. La dueña había dejado en la casa una máquina de coser y, en la cocina, una caja inmensa donde las carnes se podían tener en hielo. Total, por 150 dólares al mes. No era mal negocio, debía agradecérselo a los buenos oficios de su amiga.
    Juanito bajó a desayunar a las once. Apareció fresco, sin ojeras, despidiendo perfume parisino. Llamó al criado.
− Víctor, vas a ir a la floristería Passtich por dos docenas de rosas, les pones mi tarjeta y las dejas en la embajada británica. Cuando vengas de allí, te pasas por casa de Miss Mc Ceney y le das esta bomba, que es de su biciclo.
− Señorito, me debe usted treinta duros de otras veces. Si no me da el dinero, no iré. Además tengo muchas cosas que hacer − refunfuñó el criado.
− Desgraciado − montó en cólera Juanito −, tu estás para hacer lo que yo te diga; y de dinero no hablemos, que gracias a la cachaza de mi tío te mantienes aquí. Si él quisiera, volverías a Salamanca a cuidar cochinos, que es tu destino natural.
    Víctor enrojeció; miró a Juanito con malas intenciones. Su complexión fuerte, rechoncha, se dirigió amenazante hacia la frágil figura del agregado. Pero en ese momento entraba en el comedor Therèse, la cocinera, con la bandeja del desayuno en las manos. Acostumbrada a este tipo de altercados, impuso el orden, y concluyó:
− Usted, don Juanito, dele el dinero a Víctor; y tú, Víctor, ve por las rosas, que aquí no hay mucho que hacer.
    Resuelta la trifulca, después de desayunar, entró el agregado en la oficina. En su mesa le esperaban varios asuntos de trámite. Convencido de que nunca escribiría bien el inglés, había decido contratar trabajo mercenario. Se acercó, melifluo, al criado Andrés, que limpiaba las ventanas. Le dijo: "Mañana te pago. Pero, por favor, hazme este despacho ahora". "Después de la tarea", le contestó el criado. Andrés tenía una novia americana, era despierto y hablaba el mejor inglés de la embajada. Escribía con una letra preciosa, de firme dibujo, sin cometer faltas de ortografía. Justo lo contrario de Juanito, que emborronaba mil cuartillas con membrete oficial hasta conseguir algo decente.    Después de convencer al criado y dejarle sentado en su mesa, Juanito se dirigió a la de Paco Bustamante, enfrascado en resumir la prensa, que aquel día venía interesante.
    Paco se levantó y fue a mostrarle las noticias a don Juan. Ni miró a Juanito cuando éste le propuso dar un paseo por el Mall. El sobrino, al ver que no se le hacía caso y que allí se trabajaba, trató de escabullirse hacia la puerta de la calle. Su tío, desde el despacho, le llamó. Don Juan vio a su sobrino dirigirse hacia él esplendente, repeinado, con la piel descansada y porosa, la ropa recién planchada.
− ¿Necesitas algo? Voy de compras − dijo Juanito solícito.
− ¿Has terminado los informes? Esta tarde tienen que estar listos.
− Eso lo hago yo en un santiamén después de comer.
− ¿Y no vas a dormir la siesta?
− No te preocupes... igual me los hace Bustamante, son poca cosa.
− No te he visto sentado a la mesa de trabajo ni un solo día. No digo que tengas un horario fijo, como un oficinista, pero el papeleo mínimo sólo se puede hacer si uno lee, escribe y despacha.
− Tío, no te enfades conmigo. Sabes que odio los papeles, que no se me dan bien; además, tengo alergia al polvo de los papiros. Mi madre te ha dicho lo malo que me ponía de pequeño cuando cogía los libros de la biblioteca de mi casa. Ya no tengo esos ataques respiratorios, pero no debo exponerme... Por cierto, Víctor no quiere limpiar a fondo los cajones de mi armario. Debes recordarle cuáles son sus obligaciones.
− Tienes que dar ejemplo. No puedo permitir que te vayas de paseo mientras los demás cumplen con su trabajo, y menos que les mandes tareas que te corresponden. Si quieres salir, presentame el informe.
− (...)
− ¡Cállate! − le gritó don Juan.
− ¡Si no he dicho nada! − protestó Juanito.
− Pero te oigo pensar.
− Si me oyeras pensar, no escucharías más que cosas buenas para España.
− Por ejemplo…
− Que hay que poner vigilancia al cubano. Está claro que es un individuo peligroso.
− ¿Para quién? Yo creo que no es más que un poeta; exaltado y febril con las palabras, pero, como todos, torpe en los mecanismos prácticos de la vida.
− Pues yo le veo cara de clandestino. Nos odia.
− ¿Qué quieres?, ¿que recurramos a los espías?
− Si eso no te gusta, o resulta muy caro… puedes pedir informes al Capitán General de Cuba, aprovechando que le vas a telegrafiar.
− Tú lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar.
    Don Juan se levantó del sillón, fue hacia la puerta y le cerró el paso con el brazo. Con gesto terminante le señaló el camino de la oficina. El sobrino esbozó una sonrisa turbia de picardía y se replegó hacia la oscuridad del pasillo.
    Media hora después, Juanito, aprovechando que su tío se había marchado, salió a la calle. Se dirigió a la iglesia católica de Saint Matthew con la esperanza de ver a Victoria. No era la primera vez que la acechaba en sus misas. Se arrodilló en el primer banco, la cabeza inclinada sobre el pecho, juntas las manos en oración. La misma postura que de pequeño adoptaba en la capilla de los jesuitas. Luego, fue a confesarse con el padre Conagan. Ante el buen cura irlandés, inició la retahíla de sus pecados. Le hablaba de sus malos pensamientos, de sus sueños horribles y, sobre todo, de Victoria: en algunos momentos sentía ganas de matarla, para que no le tuviera más en una llaga viva, para que no fuese de otro. El padre Conagan comprendía algo de castellano; así que, Juanito, mezclando su inglés infernal − en el que declaraba lo perdonable − con un andaluz suelto, velocísimo − en el que confesaba lo imperdonable −, sumía al cura en una resignada actitud que podía condensarse en: “dejemos a este muchacho que se desahogue”. “Diez avemarías a la Virgen”, sentenció Conagan. A la hora de la comunión, el agregado se dirigió modoso, limpio como un nardo, hacia el sacerdote, abrió, cándido, la boca y se dispuso a recibir el cuerpo de Cristo.
    Al acabar la misa, esperó dentro de una capilla lateral hasta que Victoria saliera al exterior. Los fieles, en el claustro norte, charlaban con el padre que, de grupo en grupo, despedía a su rebaño. Victoria aguardaba turno. Juanito aprovechó el momento y apareció con la cara transformada por la ingestión de la hostia, la mirada plena de recogimiento, la actitud mansa del santificado... Cuando estuvo a pocos pasos de ella, aparentó volver en sí, reconocerla, y regresó a este mundo de pecado; entonces, enfocó sus ojos perdidos y dijo: “¡Ah, estás ahí! No te había visto”. Al instante, ya le estaba alabando el traje, la sutilísima colonia que sólo él podía apreciar, el detalle floral de su sombrero. Se acercó el padre Conagan y volvió el agregado a adoptar el aire místico. Cuando el cura se despidió, Juanito propuso a Victoria acompañarla hasta la embajada. Horas doradas, pletórico, sin rival, daba pequeños saltos delante de ella, haciéndola reír, sorprendiéndola con el halago: “Tienes el perfil de Lillie Langtry". “Andas como una oca. Eres una oca. Un hada te ha transformado para que me hechices”. Cuando Juanito decidió parar de moverse y de hablar, Victoria le preguntó:
− ¿Te has comprado ya la pistola para el Oeste?
− ¿Qué Oeste? − contestó él con la boca abierta.
− ¿No os ha invitado Villard?
− ¿Quién es ese Villard?
− El dueño del ferrocarril. Va a ir todo el mundo. Será muy excitante.
    Juanito quedó sin saber qué decir, pero firmemente decidido a no perderse el evento. Continuaron andando hasta Tydal Basin, allí echaron maíz a los patos. Luego cogieron una barca. Juanito remaba resoplando, Victoria miraba indiferente a los cerezos japoneses de la orilla.
    Don Juan, por su parte, había salido dispuesto a ir por cuarta vez en una semana a recoger los pagarés firmados a Jessop. En dirección a la sucursal, caminó por la avenida de Pennsylvania, que ya no escondía secretos para él. Paró en la librería Thompson y compró la obra de Lyell que le pidió Cánovas. Le costó un dineral. Caracterizaba al Monstruo esa insensibilidad respecto a las finanzas ajenas. Pero, bueno, poseía otras virtudes: gracias a él tenía el dinero de Jessop y, sobre todo, el cargo, pues, como no se cansaba de pensar, hubiera sido lo más natural del mundo que un conservador cogiera a uno de su partido para América. Compró también un libro de Flammarion sobre astronomía, debía familiarizarse con las estrellas en muy poco tiempo.
    Llegó a la puerta del banco, el botones le dijo que el director no había llegado todavía. Don Juan, con paso decidido, rebasó al botones, atravesó el vestíbulo y se introdujo en la sala de juntas. Le salió al encuentro una secretaria, que le insistió en que su jefe no se encontraba allí. Ante la mirada de escepticismo de don Juan, le abrió la puerta del despacho. Estaba vacío.
    De vuelta en la embajada, tenía un telegrama cifrado procedente de Cuba. El Capitán General le avisaba de la llegada de un hombre de toda su confianza, astrónomo y marino, a quien encontraría en el Congreso del Meridiano.
    Al día siguiente, Juanito buscó la invitación al viaje. Había llegado, pero nadie la consideró. Trató de convencer a su tío para que hiciera las maletas. Don Juan se negó en redondo porque tenía que asistir al congreso; también por el reuma, las incomodidades y los apaches. Pestaña renunció. Por fin, logró convencer a Paco; éste, como secretario segundo, iría representando a España. Juanito le acompañaría de "attaché". No llevarían servicio, pero todo era gratis. A excepción del presidente, de la reina Victoria y del zar, buena parte de la crema diplomática, política e intelectual americana iba a asistir a la colocación del último clavo en el Northern Pacific Railway, en Deer Lodge, Oregón.


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