En los días que siguieron a la cita frustrada con Ignacio, Victoria continuó buscando alguna pista. Fue a la morgue, preguntó si tenían un cadáver de aspecto latino. No estaba en el depósito. Más tranquila, visitó otra vez a la jueza. “Nada…, he hablado con Jessop y no ha visto a Agramonte. Nadie en la logia le ha visto. Ningún masón se ha entrevistado con él, ni ese día ni desde entonces”. La jueza estaba convencida de que había tenido que viajar a Cuba. “Tiene mujer e hijo, ¿no es así?, pues algo relacionado con ellos le habrá forzado a marcharse. Ningún bien nacido desoye la llamada de la sangre”.
Victoria fue a la iglesia. Se sentó en los bancos de madera con los ojos fijos en el cuerpo exangüe de Cristo. No quería confesarse con el padre Conagan, tendría que decirle que si Ignacio no aparecía, ya no le importaba la vida. Trataba de rezar: “Padre nuestro... y ahora Ignacio estará con su hijo... sintiéndose culpable de su enfermedad, aborreciéndome. Padre nuestro que estás en los cielos… de Cuba, ¿por qué se ama tanto a un país? Yo no amo a ninguno en especial”.
Uno de aquellos días, al entrar en Saint Mathew, percibió un perfume intenso, fresco, de savia de hojas verdes. Quizás una nueva colonia de Mr. Pratt, el escribiente que todas las mañanas − limpio, acicalado − entraba a las doce en punto, oía el Ángelus y volvía a su trabajo. Victoria fue al banco de siempre. Se arrodilló y se puso a rezar. El perfume parecía provenir de sus espaldas. Había en él algo que la distraía de la oración. Miró para atrás. A unos diez pasos, de pie, mirándola, estaba Ignacio. Victoria salió como una serpiente asustada de entre los bancos; él le decía por señas que la esperaba fuera. Comenzó a andar con pies ligeros por el pasillo hacia la salida. En el atrio, se abrazó a Ignacio; sin articular palabra, temblando, con los ojos cerrados. Él trató de apaciguarla. “Ya está, ya está... Vengo de casa de la jueza, me ha dicho que con toda seguridad estarías aquí. Acabo de llegar”. Las explicaciones salían atropelladas de la boca del cubano. Victoria no las oía. Cuando abrió los ojos, le miró con una gran pregunta en la expresión. Ignacio dijo: “Vamos a un sitio tranquilo”. Ella se cogió de su brazo. Sin dejar de mirarse, fueron hasta el lago.
− ¿Qué te ha pasado?
− Recibí órdenes. Ya no tenía que venir a Washington para recoger el dinero, los hermanos de Nueva York se lo dieron directamente a Gómez. Hemos ido a Nueva Orleans, un amigo y yo, para hacer una compra importante. Me fue imposible avisarte. Partimos con apenas tiempo para hacer el equipaje. O íbamos y encontrábamos al vendedor, o nos quedábamos sin barco.
− ¿Un barco?
− Sí, en él viajaremos a Cuba.
Victoria se soltó bruscamente de Ignacio.
− No irás a Cuba.
Como si tratara a un niño pequeño, le gritó:
− ¡No irás a Cuba para que te maten!
− Es mi deber. Desde el principio, sabes mi compromiso.
− No es tu deber. Quieres matarte. Tu deber es quererme a mí, quedarte conmigo − rompió a llorar Victoria.
Cogió del brazo a Ignacio, le apretó la manga de la chaqueta. Agramonte la miraba con complacencia y orgullo. “Quieres matarte”. No, no quería matarse. Quería completar su obra, su vida. Desde los dieciséis años había esperado este momento; todos los sueños, todos los esfuerzos, todas las privaciones, habían sido para un día poder liberar a su patria. No quería morir. Pero tenía que ofrecer la vida, como los demás. Los veteranos llevaban razón cuando, en los comités, trataba de imponer sus opiniones: ¿qué sabía él de la guerra, instalado tan cómodo en el exilio?, ¿qué de la sangre, de la pólvora, del machete, de las niguas y del hambre?
− Si no voy, si me quedo contigo, llegará un día en que no me querrás, porque no seré el que soy ahora. Hoy quieres a alguien entero, con una misión, y que se respeta por ella. Si me quedo, seré el primer enemigo de mí mismo, me convertiré en un extraño. No me pidas eso. Te prometo que no me expondré inútilmente. Gómez quiere que no participe en las refriegas; me ha encargado de la moral de la tropa. Voy como delegado político del comité revolucionario; pero allí, sobre el terreno, sufriendo con los demás.
− No quiero que vayas, por favor, por favor,... − gemía Victoria.
Ignacio, sentado junto a ella debajo de un cerezo, a orillas del lago, le desenredó la trenza, le besó los párpados, sintió la sal de sus lágrimas. Estuvieron así un buen rato: él consolándola; ella, muda por completo. Al principio, Ignacio no reparó en ese silencio, lo atribuía al enfado o al ensimismamiento. Pero tuvo que reconocer que su mirada había cambiado, la actitud hacia sus caricias también. La inmovilidad de Victoria se fue haciendo cada vez mayor. Ignacio intentó sacarla del mutismo: “Háblame, dime algo, no me dejes así. Si me embarco con este recuerdo de ti, me temblará el pulso, la amargura me matará, te lo aseguro”. La nada por respuesta. Victoria miraba al lago con expresión vacía, como si no sufriera, como si viera un espectáculo que sólo ella comprendía. “Te escribiré, pronto volveré, y haré todo lo que sea para no separarme más de ti. Viviremos juntos y felices”. Más indiferencia. Ignacio, asustado, la levantó y trató de sacarla del estupor. Se puso delante de ella, la agitó cogiéndola por los brazos, la miró a los ojos. “Estoy aquí, no te alejes, háblame”.
Victoria comenzó a andar sin hacerle caso. Él la siguió. Cuando llegaron a la embajada, se detuvieron ante las escaleras del porche. Ignacio dudó entre despedirse y dejarla allí, o llamar a la puerta para que alguien la acogiera. Decidió despedirse. La miró, por última vez, con la esperanza de que al final reaccionara. No ocurrió nada. Le dijo adiós alzando un poco el brazo. Al darse la vuelta para marcharse, Victoria se recobró, corrió hacia él y se le colgó del cuello. Con un hilo de voz, le dijo: “No te vayas...”. Otra vez el fuego, la desesperación, la pena en sus ojos. Ignacio, más tranquilo, se deshizo con delicadeza del abrazo, y se alejó.
Le quedaban dos horas para subir al tren de Nueva York. Las calles, con la primera luz del atardecer, tomaban un matiz de cobre que teñía todas las fachadas, los cascos impetuosos de los caballos le hacían retirarse hasta el fondo de las aceras, la voz derrotada de Victoria le acosaba. “Las mujeres tienen instinto. Ha sido la despedida a un condenado. Sabe que voy a morir. Su silencio final es el de una viuda en el velatorio del marido. No me veía ya, por eso no me hablaba. ¿Pero, ha muerto Gómez?, ¿ha muerto Maceo? Ninguno de los grandes líderes ha caído en el campo de batalla. Durante muchos años han sobrevivido. ¿Por qué no yo?”.
Al día siguiente, en Nueva York, lo primero que hizo fue presentarse en el periódico. Por la tarde, tendría con Gómez la última reunión antes de la partida hacia Baltimore para embarcar. Por encima de la negra nube del recuerdo de Victoria, sobresalía ahora el orgullo de la obra bien hecha. La compra del barco en Nueva Orleans resultó un éxito de Lamadriz y suyo. Cierto que su amigo se había encargado del papeleo, pero él consiguió la rebaja en el precio. Tocó en el armador la fibra sensible del patriotismo. Le convenció de que aquel vapor iba a contribuir a los designios de la justicia, al sueño americano, y que, a su manera, él sería un patrocinador de la victoria de la libertad. Lamadriz servía el ron y él las bellas palabras. Al final, les rebajó un veinte por ciento, la mitad de su beneficio. Lamadriz felicitó a Ignacio. Con ese ahorro iban a añadir más fusiles a los que el general Gómez ya había comprado en la fábrica. Dispondrían de los últimos modelos. No como en la Guerra Grande, cuando los americanos les vendieron los que requisaban a los indios. Por lo que respecta al vapor, aunque tenía mucho astillero encima y necesitaba pintura, estaba en buenas condiciones para la navegación; además, iba a ser gobernado por un marino experto, que conocía el Caribe como una rana su charca.
En la reunión con Gómez, ultimaron los detalles de la operación: había que trasladar las armas desde Filadelfia hasta Baltimore, y de allí al barco. Hermanos masones de la Secretaría de Defensa les habían puesto en contacto con una empresa, dedicada al transporte de mercancías del ejército, para que los fusiles viajaran en sus vagones entre aquellas dos ciudades. El tren no sería molestado por los inspectores de las estaciones. En Defensa no podían hacer más. Cleveland y Bayard no hubieran permitido siquiera ese “mínimo asesoramiento”. Los americanos le dijeron a Gómez que la discreción debía ser exagerada, sus movimientos eran vigilados por demasiados ojos: por el gobierno, por los españoles, por fisgones mercenarios... El momento decisivo llegaría a la hora de conducir las armas desde el tren hasta el barco.
Ignacio se había recuperado del ciclón que padeció en Washington. Allí, entre sus camaradas, las cosas volvían a conseguir su peso y su color. En principio, no llevaría uniforme militar, iría como político. No le gustó la propuesta; él era un patriota, quería el uniforme. Gómez accedió. Le otorgó la graduación de teniente delante de todos los reunidos. El general, severo, sacó de una caja los galones y se los prendió sobre la chaqueta. A Ignacio le subió hasta los ojos una espuma de orgullo y de metales. “No hay grito doliente, ni abatimiento, ni pugna con la suerte... sólo esperanza de liberar la tierra madre. El augurio, la noche, reclinar mi cabeza en Victoria... ese será mi premio. Y una guajira que me arranque las hojas de la cobardía, que me haga brotar la inocencia verde del valor y de la selva, cuando llegue la hora del disparo”.
Gómez terminó diciéndoles que las armas llegarían a Baltimore dentro de una semana. El día anterior tenía que estar allí Ignacio.
De noche, tranquilo en su habitación, abrió la última botella de Castel del Reney que le quedaba. Llenó un vaso alto, encendió un cigarro y cogió la pluma. Escribió a su mujer. Unas palabras amistosas con la madre de su hijo, si no ya la reina de su corazón. No se había portado bien con ella. La había abandonado por nadie, por la Patria. "¿Qué es la patria? ¿La tierra de los padres? Algo más. ¿La tierra donde uno nace al mundo, al amor, al dolor? Algo más. ¿La tierra que guarda el tesoro de la infancia? ¿Acaso una idea por la que murió el héroe? ¿La música, el uniforme, la bandera...? Por ella lo he arriesgado todo, por ella he abandonado también a Victoria. ¿Y si fuera un simulacro, una obsesión fantasmal?”. Siguió escribiendo durante toda la noche. Arrugó, tiró, trituró muchas hojas hasta que encontró el tono de su corazón. "Antes que la nocturna madera de mi cuerpo, cuando duerma..."
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