Llegó Ignacio al 120 de Front Street, un viejo edificio apabullado por la escalera de incendios. En el cuarto piso, se encontraba la sede del Comité Revolucionario y del periódico Patria Libre. Penetró en el interior oscuro, atravesó el pasillo frío hasta llegar a la sala de redacción. Olía a tinta rancia; tres estanterías de pino, retratos de patriotas, mapas y dos largas mesas con lamparillas verdes. Las ventanas de guillotina dejaban entrever el trajín urbano.
La habitación, poco a poco, se fue llenando de cubanos. Hablaban de la fiesta de ayer, del tabaco de Tampa, del artículo vejatorio que publicó hace unos días el Evening Post. “Alguien debe responder. No podemos permitir que se nos llame ineptos, perezosos, afeminados. Por Dios... ¡afeminados!, ¿de dónde habrán sacado tal cosa estos cerdos? Se atreven a decir que la nulidad de los cubanos la demuestra nuestro sometimiento durante siglos a unos indolentes como los españoles. ¿Y nuestros héroes? ¿Y nuestras batallas? Alguien tiene que coger la pluma para restaurar el honor”. Todos miraron a José Martí. Vagó por los labios del Maestro una sonrisa ingenua. Suspirando desde el fondo de su pecho, dijo:
− Lo haré, no os preocupéis.
Ignacio se acercó a Martí y le entregó una carpeta llena de poemas.
− No los leas. Sé que no tienes tiempo, pero sólo con que los tengas a tu lado, mejorarán.
José llevaba un paletó de astracán raído. Bajo el brazo, un manojo de diarios. Salió de su abstracción, miró melancólicamente a Ignacio y añadió la carpeta a los periódicos.
− No me vengas con sonsadas. Ya quisiera yo haber tenido a tu edad la mitad del estro que tú tienes. ¡Ea!, te invito después a unos raviolis estupendos que hay en casa Moretti.
Ignacio iba a aceptar entusiasmado, pero recordó que tenía cita con Victoria a primera hora de la tarde. Se ruborizó.
− Tengo un compromiso…
José le miró entendiéndolo todo. Se oyeron murmullos. Martí miró inquieto hacia la puerta y se dirigió con paso rápido a su mesa de redacción para dejar los papeles.
Don Marcial Portuondo, jefe del Comité Revolucionario, hizo su entrada en la sala. Ocupó la mesa del director del periódico, dispuesta en lugar preferente para que, desde allí, Gómez presidiera más tarde la reunión. A un lado, Lamadriz, al otro Candelario Arnao, lugarteniente de Maceo y héroe de la manigua. Habló Portuondo:
− Pronto llegará el general. Ya ustedes saben lo que pretende. Quiero que cuando entre aquí, dentro de media hora, tengamos una respuesta común que ofrecerle.
Tomó la palabra Lamadriz:
− No podemos decepcionar al jefe. Al fin y al cabo, él se va a jugar la vida con sus mambises en la espesura de las sierras, mientras nosotros parloteamos en Nueva York. Si pide dinero para el levantamiento, hay que intentar proporcionárselo. La colecta será difícil, pues los cubanos de América no somos precisamente reyes Midas.
A continuación, intervino Varona, socialista revolucionario, con voz que no le salía del cuerpo:
− Quizá fuera conveniente una intervención militar inmediata a cargo de los trabajadores asalariados. Resultará peligroso dejar el levantamiento bajo la dirección de los burgueses criollos o de los militares autoritarios.
Lamadriz le contestó:
− ¡Pero hijo! ¿Dónde están tales? Sólo tenemos campesinos cortadores de caña y esclavos ¿Quién los va a dirigir, si no son los maestros y Gómez?
Habló Martí:
− Nuestro país no se siente aún fuerte para la guerra, y es justo y prudente y, a nosotros mismos, útil, respetar esta creencia suya, ese temor cierto e instintivo, y anunciarle que no intentamos llevarle contra su voluntad a una guerra prematura, sino tenerlo todo dispuesto para cuando él se sienta ya con fuerzas para la lucha. No tenemos dinero. En el interior, algunos patriotas, cansados de la sangre y de nuestras peleas de salón, se pasan al autonomismo. Y ahora, justo ahora, viene Gómez para movilizar a los cubanos en otra guerra. Un pueblo no se funda como se manda un campamento. ¿Qué garantías puede haber, entonces, de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana? ¿Qué somos? ¿Los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? Debemos oponernos. Yo quiero un gobierno de civiles, democrático, y eso es difícil si le damos a un caudillo militar, como don Máximo, todo el poder ejecutivo.Yo propongo esperar, fortalecer la lucha política y social.
Dijo esto José Martí sin una pausa ni una vacilación ni un desfallecimiento; amplio el gesto, robusta la voz, despidiendo rayos sus pupilas.
Candelario Arnao, con la corbata apretada al cuello, corta la chaqueta, adusto el semblante, nada más terminar José, intervino:
− La política está bien para la paz, pero a Martí se le olvida que estamos en guerra.
− Hoy no hay guerra ni batallas ni ejércitos enfrentados. No dudo que un día tenga que reanudarse, lo que digo es que éste no es el momento − contestó José.
− En el corazón de todo buen cubano, suena la trompeta llamando a la lucha sagrada − exclamó, estridente, Arnao.
− Yo me considero un buen cubano y no la oigo − intervino airado Ignacio Agramonte.
Martí le miró con agradecimiento.
Hubo siseos, miradas expectantes hacia la puerta. Ya estaba allí Máximo Gómez: talludo, seco, con la perilla blanca, el bigote corvo, los ojos semicerrados − como si le molestara la luz. Iba precedido por dos jóvenes mulatos. Todo el mundo se levantó, sonaron los aplausos. El general acogió el recibimiento con rictus amargo y agradecido. Agramonte le vio un poco derrotado de hombros, más blanco − nival − el cabello, pero con el mismo fuego en los ojos.
Portuondo leyó unas cuartillas de salutación. Gómez le oía impasible. Vestido con ropas civiles, a aquella luz de bruma y grisura, parecía un abuelo amarillento en la sala de espera de un hospital.
Tomó la palabra don Máximo. Dijo que traía buenas noticias: no necesitaban recaudar fondos, los amigos masones iban a aportar la mayor parte del dinero. Comprarían armas suficientes, un barco de transporte, uniformes y equipo para emprender cuanto antes la invasión. Después, recordó a los héroes caídos, nombrando a muchos por su nombre y apellidos. Con la voz cascada, llena de hazañas, dio vivas a Cuba libre. Entonó el himno de Bayamo. Todos se pusieron en pie y cantaron unánimes.
Agramonte no pudo evitar sentirse arrastrado por el adusto caudillo, por el padre viejo que llamaba en auxilio de la madre ultrajada. Sus razones quedaron arrasadas por la emoción patriótica. Abrió las puertas a la posibilidad remota: ¿y si nosotros ganáramos la guerra?, ¿y si Maceo y Gómez tomaran La Habana, como pretenden?, ¿y si, entonces, los Estados Unidos sentaran a España en una mesa de rendición? La historia pertenece a los audaces. Nadie espera ahora un levantamiento. Quizás eso lo haga triunfar. Mientras duró el himno, otra vez le asaltó la idea de participar en la lucha arriesgando su vida. Las palabras de un hombre que ha visto la muerte en el campo de batalla no tienen el mismo peso que las del que sólo las usa para lo de siempre.
Gómez, al salir, se detuvo ante Agramonte:
− Ya sé que usted no concuerda conmigo en esta ocasión...
Ignacio quedó confuso. No pensaba desdecirse de lo que acababa de manifestar ante sus compañeros; sin embargo, quería mostrar su admiración al héroe, ponerse bajo su mando.
− A pesar de eso, estoy a sus órdenes, mi general.
Gómez le estrechó la mano:
− Le tomo la palabra, hijo mío. Por ahora siga defendiendo la causa con su pluma, que admiro.
Terminada la reunión, Ignacio se dirigió a Central Park. Tuvo que hacer muchas paradas y cambios de dirección para despistar al tipo turbio que le seguía. Cuando llegó a la entrada del parque, creyó haberlo conseguido. Aunque le acosara un ejército de espías, no habría faltado a la cita. Se acabaron los temores y las precauciones de su vida de exiliado. El parque, a aquellas primeras horas de la tarde, aparecía muy animado. Encontró la glorieta. Esperó un cuarto de hora hasta que llegó Victoria. En el rostro de ella se dibujó una sonrisa cuando vio a Ignacio. Empezaron a caminar. No hablaba más que él. Contaba todos los avatares que le habían ocurrido hasta encontrarla."La casualidad, quizá el destino, se alía con nosotros, algún dios benévolo nos protege". Victoria sólo escuchaba la voz de Ignacio. No reparaba en las dulces sombras de los tilos ni en el olor a lavanda de los setos. Tampoco llegó a percibir la pistola que llevaba Agramonte debajo del chaleco, sólo visible cuando abría los brazos para explayarse.
− Debo decirte que estoy casado y que tengo un hijo. Mi mujer está en Cuba y ya no nos queremos. Dice que soy un cruel egoísta, que sólo pienso en la independencia de mi patria. Creo que lleva razón.
Victoria lo presentía; Juanito se lo había insinuado. Pero desde el primer momento sepultó esa idea en su ánimo como algo concerniente a la vida de Ignacio en un lugar lejano. Ahora, sin embargo, oído de sus propios labios, sonaba más grave. Le asaltó un escozor de culpabilidad. “Seductora de hombres casados”, “separadora de hijos y padres”, “destructora de vínculos sagrados”. Cambió su gesto de complacencia por otro de preocupación.
− Las mujeres también somos egoístas. Queremos que los hombres supediten su trabajo a nuestro antojo. Las grandes misiones exigen entrega absoluta − dijo Victoria, sin convencimiento.
− ¿Es lo mío una gran misión? − preguntó él, mientras la miraba con seria intensidad. Deseaba que Victoria le contestara que sí, que, por lo menos, respecto a la abolición de la esclavitud o al logro de la libertad, lo era. Pero Victoria no quería hablar de política.
− Creo que sí, pero puede que más grande sea criar a un hijo, al menos para una mujer. Si yo tuviera hijos... no sé cómo me comportaría.
− Una mujer rica, como tú, siempre puede contar con amas que hagan el trabajo duro.
− No. Yo recuerdo cómo necesitaba a mi madre, nunca dejaría esa labor a una extraña.
Ignacio tocó el pelo de Victoria para quitarle una brizna que acababa de posarse en su cabeza. Ella le agradeció el gesto con una sonrisa; a continuación, se dirigió a un banco cercano, situado bajo un pino, y se sentó. Apoyó la nuca contra el respaldo, miró la copa del árbol, cerró los ojos. Ignacio la contempló primero de pie, después se sentó a su lado. Victoria abrió los ojos y le miró. Ignacio le cogió la mano.
− Desde que te conocí... ya no tengo misión. Tú eres mi idea, el centro de mis pensamientos, mi vida. Te necesito como el aire.
A medida que se iba oyendo a sí mismo, aumentaba el miedo a la energía que empezaba a salirle de dentro. No pretendía decir eso tan pronto, quizás nunca... Pero la actitud, la mirada de ella, obraron el milagro. Se levantó de su lado, dio la vuelta al banco y tomó entre sus manos la cabeza desmayada de Victoria. Besó su frente, luego los párpados, las sienes... Ella aceptaba las caricias al tiempo que susurraba algo incomprensible y se ponía pálida. Quiso Agramonte besarla en la boca, pero desde su posición se encontraba con la nariz. Volvió a sentarse. Victoria recibió sus besos con los labios ardientes, un poco apretados. Sintió Ignacio cómo, bajo el vestido de seda, se le dilataban dulcemente los pechos. Tuvo intención de tocarlos, pero no lo hizo. Volvieron a besarse. Estuvieron un buen rato cogidos de la mano, sentados en el banco, mirando al seto que tenían enfrente.
− ¿Cuándo nos veremos? − preguntó Ignacio.
− No lo sé... − contestó Victoria con tristeza.
− Iré yo a Washington. Debo visitar a mis amigos masones. Te mandaré una carta avisándote de mi llegada. ¿Me vas a olvidar?
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