La noche anterior, Gamazo le había recordado a don Juan que tendría que madrugar. Saldrían muy temprano para la hacienda. En la estación se les iba a unir Pastorín. El tren los llevaba por campos cubiertos de caña. Viajaban en un vagón lleno de sacos, con una toldilla de lona que temblaba sobre sus cabezas ondeada por la brisa. La locomotora adelantaba el rastrillo frontal como si quisiera arar los raíles; bocanadas de humo sucio salían por la chimenea. Hicieron una parada bajo unas enormes palmeras reales para que el tren tomara agua. Aprovechando que no había ruido, Gamazo se dispuso a explicarles el motivo del viaje.
− Dos días antes de que llegarais a la Habana, don Límbano Acebes, un antiguo hacendado pasado a los rebeldes, me robó esclavos en la hacienda. Entró en el patio cuando se disponían a salir para la zafra. Allí mismo les improvisó una arenga, desde el caballo, rodeado por sus mambises. Según me han contado, habló de gallegos crucificados, pan de los hijos, escuadras norteamericanas salvadoras, cañones último modelo que derribarían el Morro, abajo el opresor… Cuando terminó la proclama, muchos jóvenes se le acercaron ofreciendo sus vidas por la patria. De inmediato, sus madres fueron tras ellos, y entre gritos y empujones, los alejaron de don Límbano. Sólo cuatro se fueron con él.
− O sea, que se está formando la guerrilla mambís, como en el 68 − dijo Pastorín.
− Si don Límbano se ha atrevido a entrar en la hacienda para quitarme esclavos, la insurrección va en serio. El renegado debía tener buena información, llegó el día en que faltaba la vigilancia. ¿Te acuerdas de Edelmiro? − preguntó Gamazo dirigiéndose a Pastorín.
− Ahora no caigo.
− Sí, hombre, el sargento caníbal…
− Ya, ¡ claro que le conozco ! ... pero no es sargento, le echaron del ejército – exclamó Pastorín.
− Bueno, pues él se encarga de la seguridad aquí. Aquel día había tenido que acudir en ayuda de un hacendado vecino.
Al ver la cara de extrañeza de don Juan, Gamazo le explicó:
− Este Edelmiro, en la Guerra Grande, cuando su compañía quedó rodeada por los rebeldes con todas las líneas cortadas, se alimentó de sus soldados muertos. Eso, al fin y al cabo, es supervivencia. Pero encima es cruel: fue torturador en la Cabaña. Cuentan que mientras los presos gritaban en el potro, Edelmiro tarareaba música patriótica, bebía vino y les insultaba. Además, me roba. Se queda con cantidades considerables de grano, azúcar, gallinas… “en concepto de intendencia para la tropa”, le explica a mi administrador. Tropa que está formada por un selecto grupo de indeseables a los que domina "manu militari". Pues, con todo, no tengo otro remedio que aguantarme. Por muy voraces que sean los perros guardianes, peor sería la ruina.
Don Juan puso un semblante de comprensión. Gamazo continuó.
− Edelmiro trató de hallar la pista de los esclavos, sin conseguirlo. Pero hace una semana, dos de los cuatro fugados regresaron a la hacienda, según ellos “porque estaban muy enmadrados y no recibían buenas raciones”. Para evitar el castigo, le contaron al sargento todo lo que recordaban: don Límbano se encontraba por la zona sur de Matanzas, en Jagüey Grande; iba acompañado por un caballero con ropa de marino, al que llamaban “Almirante”. Cuando Edelmiro me lo contó por primera vez, no caí en la cuenta, pero después relacioné al tal almirante con Agüero. Bien podría tratarse de él.
Y dirigiéndose a Pastorín, Gamazo concluyó:
− José, tú que lo conoces, debías interrogar a los esclavos. Me huelo que es el filibustero.
El tren volvió a ponerse en marcha. Media hora después, paró ante una caseta de madera. Allí les esperaba un guajiro con tres caballos. Don Juan no montaba desde hacía muchos años, pero se acomodó al pacífico percherón que le habían destinado. Pastorín no estaba muy contento con su jamelgo, Gamazo cabalgaba en un purasangre espléndido. Atravesaron un pequeño bosque de palmeras; luego se presentó de repente la llanura. Tardaron un buen rato hasta llegar al ingenio azucarero. En la puerta de la casa, les esperaba un esclavo con el sombrero en la mano.
− Bueno, Pachín, ¿dónde están los peones?
− En la parte de Caño Gordo, mi amo
− ¿Están todos?
− Menos los dos que se llevó don Límbano.
− ¿Y Edelmiro y su cuadrilla?
− Esta mañana fueron a la hacienda “Salas Viejas”, llamados por la mujer de don Esteban, que había oído tiros en los cerros… pero ya regresó.
− Ve a Caño Gordo y tráete a los dos fugados. Dile a Edelmiro que lo espero aquí.
− Sería mejor que fuera yo a donde estén trabajando. Allí podré interrogarlos con el sargento. Ganaríamos tiempo – propuso Pastorín.
Gamazo y don Juan sintieron un poco de alivio ante la iniciativa del marino. Valentín, por no ver a Edelmiro; don Juan, por no asistir a escenas desagradables.
− Como quieras, José... Y tú, Pachín, acompaña al capitán.
– dijo Gamazo, con mirada inexpresiva.
Cuando se marchó Pastorín, Gamazo mostró a don Juan las viviendas de los trabajadores.
− Antes se hacinaban en barracones, todos juntos. Yo he construido estas casas para que cada familia pueda vivir independiente. Han disminuido las riñas. Muchos de los que ves aquí ya no son esclavos, obtuvieron la libertad después de Zanjón, pero prefieren quedarse porque tienen trabajo y un amo no demasiado malo. Otros, se acogieron al patronazgo, algo así como un periodo de vigilancia y protección antes de obtener la libertad. Todos ellos saben que falta poco para que desaparezca por completo la esclavitud. El día que eso ocurra será mi ruina.
− Desaparecerán los esclavos, pero no los obreros – dijo don Juan.
− La caña hay que cogerla en su tiempo, no entretenerla, llevarla enseguida a la elaboración. Se necesitan muchos hombres a la vez en momentos muy precisos. Si fuera un trabajo de peones libres, habría que pagarlo a precios muy altos. Los esclavos viven todo el año con nosotros, sólo nos cuestan la manutención.
− ¿Y no habéis hecho nada?
− Sí. Hemos comprado maquinaria moderna para el tratamiento de la caña, pero así sólo ahorramos hombres en la elaboración; y te digo que lo que importa es la mano de obra durante la recolección. No hay artefacto que pueda sustituir a un buen guajiro con su machete. Para la maquinaria hemos pedido créditos. Los míos, los debo a Atkins & Co., el mismo banco dueño del ferrocarril que nos ha traído, y como garantía figura la hacienda. Con los precios del azúcar por los suelos y sin beneficios, no puedo pagar los préstamos. Los bancos conocen la situación mejor que nadie y son reacios a ampliarmelos. En fin, ya ves los problemas que tengo. Ya ves cómo necesito que lo de Larache salga bien.
− El gobierno me tiene negociando un tratado con los Estados Unidos que os va a ser favorable, incrementará vuestras ventas al disminuir los aranceles americanos − dijo don Juan, con voz en la que resonaba el consuelo.
− Eso no me salvará − replicó sombrío Gamazo −. Todos estamos ya, de hecho, en manos de los americanos. Su capital domina por completo, dentro y fuera de Cuba, el mercado del azúcar. En estos momentos, Atkins podría ejecutar, si quisiera, más de veinte hipotecas y quedarse con haciendas que producen el setenta por ciento de la caña cubana. Lo hará cuando no tenga más remedio, o cuando se aclare la situación política.
− En las Cortes hay un proyecto…− don Juan se contuvo y no le contó a su amigo que al último debate sobre el presupuesto de Cuba, según le había contado por carta Gumersindo Laverde, sólo asistieron siete diputados de los cuatrocientos que componen la cámara.
− ¡Al diablo, con las Cortes! − se exaltó Valentín −. No os enteráis. Aquí no hay nada que hacer. El veneno nacionalista se ha infiltrado en toda la población criolla y, por supuesto, en los esclavos. Los nacidos en Cuba, nuestros jóvenes, simpatizan con lo que llaman “su” patria. Yo me he librado con mi hijo, pero Esteban, mi vecino de “Salas Viejas”, tuvo al suyo a punto de ir a la cárcel por propaganda ilegal. Y la presión americana es muy fuerte, eso lo sabes tú mejor que nadie. Hay una ayuda descarada a los rebeldes. La moral del ejército está cada vez más baja. La mayoría de los mandos están alcoholizados. A los soldados no les pagan; lo poco que hay, se lo reparten los chusqueros de intendencia. Y los políticos cada día dicen una cosa, según vayan los vientos en Madrid. Los más sensatos saben que aquí está todo perdido. Prim lo sabía, Polavieja también, y sobre todo Martínez Campos. Aguantan unos por deber, otros por vanidad, y algunos porque esto es una mina.
Don Juan, mientras oía a su amigo, iba sintiendo un desánimo cada vez más grande. ¿Y si fuera verdad que la gente de Cuba ya no quería a España?, ¿que sólo unos pocos comerciantes interesados pugnaban por la isla? En las calles de La Habana no veía más que mulatos o negros; blancos, muy pocos, la mayoría militares. La revelación de Gamazo sobre lo profundo del dominio de la banca americana en el negocio del azúcar, le hizo pensar que las indemnizaciones por los daños en las propiedades yankis podían no ser tan desmesuradas: una hacienda quemada o destruida haría perder grandes sumas de dólares al banco que la tuviera hipotecada. En fin, se prometió estudiar el asunto al regreso; por el momento, debía disfrutar de sus vacaciones.
− ¿Y qué vas a hacer? − continuó preguntándole don Juan a Gamazo.
− Por mí, mañana mismo me iría a España. Mercedes también quiere, pero mis hijos no abandonarán Cuba. Mi hija está casada aquí y se encuentra feliz. Valentín no quiere ni oír hablar de eso. Cuando insinúo algo, se pone muy nervioso y me deja con la palabra en la boca. Además, ¡qué carajo!, no me resigno a perder la hacienda. Quiero luchar por ella. Estoy dispuesto hasta a entenderme con los independentistas si hace falta. No quiero volver a España derrotado.
− Derrotado no volverías. Siempre puedes venderla, liquidar la hipoteca y algo sacarías en limpio si no tardas. Con ese algo, en dólares, podrás vivir en Madrid como un rey, comprar fincas, entrar en la corte...
− Sí, pero a pesar de todo volvería derrotado; aunque sólo yo lo supiera. En fin, quizás lleves razón y esté exagerando mi orgullo. Mi suegra ha muerto, nadie me lo podría reprochar como un fracaso − sonrió con cara de víctima.
Pasados los barracones de los esclavos, se detuvieron para admirar la torre vigía, que, por su talle fino, parecía una reina de ajedrez. Subieron por una rampa interior. En lo alto, colgaba una campana para llamar a los esclavos. Desde allí, la tierra parda, las palmeras, los promontorios se extendían hasta perderse en el horizonte, confundiéndose con la línea del cielo. Cuando bajaron, el tufillo de una cocina cercana les recordó que llevaban danzando desde muy temprano... y la danza sale de la panza.
De vuelta hacia la casa, tuvieron que pasar otra vez junto a los cobertizos. Valentín se detuvo. Como si hubiera olvidado algo importante, cogió a don Juan del brazo y le condujo hacia uno de los cubículos.
− Ahora te voy a enseñar un portento, un milagro de la naturaleza.
Atravesaron un pequeño patio tabicado y entraron en la vivienda.
− Cecilia, ¿está tu padre? − preguntó Gamazo a una mujer negra de edad incierta que se afanaba atizando el carbón en un anafre.
− Sí, mi amo, está en el dormitorio.
− Anda, dile que salga, que quiero que lo vea un amigo.
Cecilia apartó una cortina y la volvió a correr detrás de ella; estuvo cuchicheando en un idioma desconocido con alguien que tosía de manera hueca, persistente. El humo no lograba salir por el único ventanuco de la habitación. Cuando la mujer volvió a retirar el cortinaje, apareció un viejecillo negro, encorvado, con la boca temblorosa y desdentada.
− ¿Cómo estás, hombre?
− Como Dios quiere, mi amo. Me alegré de verle. Hace mucho tiempo que no recibo visitas y me duelen mucho los pulmones, aunque ya no fumo, no fumo, no fumo…
Le sobrevino un golpe de tos. Cuando acabó el ataque, Valentín le dijo:
− Escucha, éste es mi amigo el embajador. Quiero que le enseñes lo tuyo.
El viejo bajó la mirada y, fijándola en un punto que podía ser la rodilla de Gamazo, empezó a desabrocharse su mugrienta camisola de cuadros. Cecilia, al darse cuenta de que le costaba mucho, se acercó a su padre y se la desabotonó en un momento; después, se apartó y salió fuera. La oscuridad de la casa apenas permitía distinguir las formas de los objetos. El viejo no reaccionaba. Gamazo le cogió del brazo y, de manera expeditiva, le llevó hasta el umbral para tener más luz. Allí, le quitó la camisa dejandole el pecho descubierto. De aquel torso hundido, esquelético, sobresalían − amarillentos − dos senos, como peces muertos. El viejo, que seguía con la mirada en las rodillas de Gamazo, esbozó una sonrisilla indecisa entre la vanidad y la vergüenza.
− ¡Es el único hombre en el mundo que ha dado de mamar a su hijo! − exclamó teatral Valentín.
Gamazo le confesó a don Juan que, después de haber mostrado el fenómeno a sus amistades muchas veces, todavía se conturbaba ante aquellos fláccidos lenguados yertos, colgando en el pecho de su esclavo. Le contó que era negro mandinga; se llamaba Francisco Lozano, con veinte años fue comprado en el mercado del Jardín Botánico por Torriente, el anterior propietario de la hacienda. Valentín le conoció cuando ya había llevado a cabo su hazaña. La mujer de Francisco cayó gravemente enferma, no podía darle el pecho a su Basilio, recién nacido. Los llantos por el hambre se hicieron tan insoportables, que un día el padre cogió al niño en brazos y le ofreció las tetillas. El chiquillo, ávidamente, comenzó a lamerlas y succionarlas. Al principio, esos movimientos reflejos sólo le calmaban un poco. El padre insistió; la irritación diaria de los pezones provocó que se acumulara el líquido. La leche resultó densa y dulce. Francisco se asustó al notar cómo iban creciéndole los pechos, pero siguió durante cinco meses amamantando a su hijo, hasta que lo sacó adelante. Torriente se enteró enseguida del prodigio que tenía en su finca. Llamó a un doctor de la facultad de Medicina, quien dictaminó que no había nada extraño en lo fisiológico. Los demás esclavos, creyendo que Francisco era brujo, le rodearon con un aura de prevención y respeto. La esposa de Torriente lo mostraba a las amigas, le regalaba golosinas, huevos, ropa usada y todo el tabaco que quería.
Cuando cumplió diecinueve años, el amamantado se fue con los mambises. Por aquella época, muchas tardes, Francisco miraba hacia los promontorios, esperando ver aparecer por el sendero a su hijo montado en la burra que robó para marcharse. Nunca apareció. Basilio murió en la batalla de Las Tunas.
Tras abandonar los cobertizos, a don Juan se le habían quitado las ganas de comer. La manera natural, incluso cariñosa, con que Valentín dispuso del viejo, le había impresionado más que si hubiera empleado la grosería o la violencia. La mirada de Francisco fija en las rodillas del amo, mientras intentaba desabrocharse la camisa, resumía, mejor que mil libros, la dominación del hombre por el hombre. ¿Qué sabía él de los esclavos? Eran una necesidad en las plantaciones; los ingleses, los franceses, los holandeses, ... los tuvieron, los tenían; Cuba se derrumbaría sin ellos, están mejor que en África − donde son esclavizados por el hambre o por sus reyezuelos −, comen más que un obrero inglés, tienen educación católica, podrán salvar su alma en una vida mejor. Todo esto sucumbió con aquella simple escena. Se puso en el lugar de Basilio, cuando viera a su padre desabrocharse ante los señores orondos y las damas cristianas. Ahora entendía que se echara al monte con la espina brillante del odio metida en el corazón.
Entraron en la casa. Había dispuesta una espléndida mesa. Gamazo propuso esperar a Pastorín para comer. Mientras, tomaron un vino con los aperitivos.
No tardó el marino. Venía con cara seria y apenas atendió a las viandas. Miraba hacia el exterior, a la puerta, como siguiendo un rastro.
− No hay tiempo que perder. Seguro que se trata de Agüero. El capitán general debe mandar columnas volantes desde Cuevitas para cazar a esos dos.
Continuó contándoles que los esclavos, bajo la atenta mirada de Edelmiro, le confirmaron que el tal almirante tenía la cara grande, “como un pan”, los ojos azules, el pelo rubio, y que iba vestido de oficial de marina. Así era Agüero. Los jóvenes no habían oído nada de la dinamita.
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