miércoles, 25 de agosto de 2010

26. Don Juan en Nueva York



     Después de dejar a la jueza Chivers en su hotel, llegaron al Plaza sobre las dos de la madrugada. Entraron juntos en el bar. Algunas parejas de gente bien, medio borrachas, bailaban ante la presencia aletargada de los camareros. Don Juan se dirigió solo a la barra, Catalina tomó el elevador del vestíbulo. Al cuarto de hora, don Juan pagó la copa de coñac y subió a la habitación 2245.
    Catalina le abrió en camisón; tenía los ojos brillantes, iba descalza.
− Pasa… Vuelvo al baño.
    Don Juan se quitó el abrigo y se sentó junto a la chimenea. De una ojeada, comparó la suite con la modesta habitación de su hotelucho. Miró el fuego, oyó los grifos del baño. "Por mí, me iría a la cama, le acariciaría el pelo, la oiría hablar hasta que perdiera la energía y se durmiera respirando a mi lado. Hace quince años que no consigo algo así. Luego, me dormiría yo, reconciliado con el mundo. No quiero pensar".
    Catalina salió del baño y se metió en la cama.
− Ven, vamos a dormir, estoy muy cansada.
− ¿Tú crees que dormiremos?
− Terminaremos durmiendo, ¿no?
    Don Juan se desvistió en el baño. Contempló ante el espejo su aspecto en camiseta y calzones. Catalina iba a verle sin la armadura solar de Amadís. Al fin, entró en el dormitorio. Ella había apagado la bujía. Catalina abrió las sábanas de la cama por su lado, se desplazó al otro y dejó a don Juan el sitio que había calentado. Luego, se pegó a él descansando la cabeza sobre su pecho.
− Debes ser bueno conmigo.
    Catalina le dio un rápido beso, se soltó de su brazo y se levantó de la cama. Sólo se veía un poco alrededor de la chimenea. Durante un momento, don Juan pudo vislumbrarla quitándose el camisón por la cabeza. Después, oyó sus pasos y la tuvo de pie ante él, desnuda. Ella volvió a encender la luz.
− Quiero que nos veamos.
− No podía imaginarme tu cuerpo… − dijo don Juan arrebatado.
− Ya no lo necesitas, aquí lo tienes… pero este no es mi cuerpo, soy yo, la que está detrás.
    Don Juan extendió el brazo y tiró de ella hasta sentarla a su lado. La besó, la tocó, le apretó los pechos. Luego, desde los hombros, acarició lentamente todo su cuerpo. Ella se puso en pie; después, se sentó a horcajadas encima de él y empezó a desabrocharle la camiseta con la seriedad de una costurera que le está probando el traje a un niño. Don Juan terminó de quitársela.
− Ven aquí − urgió él, ronco, rápido.
    Se inclinó, le besó los pechos; ascendió y encontró sus labios. Ella tuvo que retirar la boca porque le faltaba la respiración.
− Deja que me vaya a mi sitio.
    Don Juan, bajo las sábanas, se quitó los calzones. Cuando Catalina volvió a entrar en la cama, la abrazó con fuerza. Estuvieron así un rato, sin hablar, cuerpo con cuerpo, separándose lo justo para permitir las caricias.
− Ojalá pudiéramos parar el tiempo – suspiró Catalina.
    Cogió las manos de don Juan, y aprisionándolas, las puso sobre su estómago.
− ¿Qué pasa?
− ¿Te gusta mi vientre? – susurró Catalina.
− El buche de una paloma.
− Llénamelo.
    Don Juan miró sus ojos turbados; ella los cerró, dejó caer la cara a un lado, dobló los brazos debajo de la cabeza y se puso en tensión. Parecía más pequeña, más frágil. Hasta el momento, don Juan no quería pensar y lo había conseguido. Pero se acercaba la hora de la verdad. "Esto es definitivo, firmo un pacto de posesión. ¿Y si quedo como un sátiro viejo? Se acabó el aperitivo. Catalina espera, como toda mujer, un miembro grande, fuerte, que dé alegre y suculenta semilla".
    Ella abrió los ojos, quitó las manos de la nuca y tiró de él hacia su boca. Quedaron así un rato más. Luego, se separó de don Juan y susurró:                            
− Amor mío… − con los ojos húmedos, confiados.
    Don Juan se encaramó sobre ella, comenzó a hincarse lentamente. Avanzaba sin pensar en él, observando sólo el rictus de la boca de Catalina. Ella acentuó los embates. Don Juan empujó más fuerte. Catalina contrajo la cara, enseñó los dientes y dio un pequeño grito de dolor. Quedó paralizada un instante; después, reanudó con más fuerza sus movimientos. Don Juan vio que ella recuperaba la sonrisa de bienestar y ejecutó las sacudidas definitivas. Tardó un poco más de la cuenta; pero, al fin, estalló la traca, se iluminó el cielo y creyó que Catalina también se inflamaba debajo de él.
    Permanecieron unidos unos segundos. Luego, ella se volvió boca abajo, con la cara mirando hacia el otro lado. Don Juan le acarició la espalda:
− Todo ha ido bien.
− Te adoro
    Catalina se levantó y fue rápida al baño. Don Juan se acercó a la chimenea para ponerse la ropa interior. Ella volvió y arregló la cama lo que pudo. Cuando terminó, dijo:
− Ven, ahora podemos dormirnos.
    Se acurrucaron. Al poco tiempo, Catalina cayó profundamente en el sueño. Don Juan tardó todavía más de una hora. A lo lejos, relumbró un relámpago, sonó un trueno. Comenzó a llover.

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