Don Juan se dirigía al Casino de la Habana.
Continuó, errante, por Oficios, Compostela, Aguacate, Villegas... Y las tabernas “Alma Húmeda”, “La última de Pérez”. Fachadas roídas por el salitre marino, almacenes con profundas hileras de barricas que olían a tasajo. Al entrar en la calle Obispo, un hombre fue hacia él con los brazos en alto.
− Por fin doy contigo – dijo, abrazándose al embajador.
En un primer instante, don Juan no reaccionó.
− ¿No me conoces? – insistió el hombre.
Don Juan vaciló unos segundos; cuando acabó el abrazo, pudo verle la cara a quien no era otro que Valentín. Entonces fue él quien volvió a abrazar al amigo recuperado.
− He llegado esta mañana de “La Soledad”. Me ha dicho Mercedes que habías salido a dar un paseo y tenía tantas ganas de verte, que me he puesto a callejear por si te encontraba antes.
No veía a su amigo Gamazo desde hacía unos treinta años. El hacha del tiempo le había tratado con relativa misericordia. Aun así, el cerco del pelo se retiraba cráneo arriba; el cuello, ensanchado, se hacía continuo con la cabeza; la boca se descolgaba en las comisuras. En suma, la figura atlética que en Granada, de estudiante, trepaba de un salto a un balcón, había desaparecido sin dejar rastro. Mientras se dirigían al Casino, Valentín le contó a don Juan lo esencial de su vida. En Cuba no pudo utilizar su título de abogado. Se empleó, primero, en una tienda de tejidos, luego montó una pequeña lavandería para uniformes de soldados. Ahí ganó un poco de dinero, que invirtió en el suministro de vestimenta a la intendencia militar. En la Guerra Grande, los pedidos fueron fabulosos. Estuvo diez años surtiendo al ejército español. Sólo él junto con "Plá y Carbonell, Paños de Sabadell”, tenían la exclusiva. Una fortuna. Con ella compró la hacienda de caña “La Soledad”, cerca de Cienfuegos.
En la mesa, durante el aperitivo, buscaban el tono, escudriñaban los silencios, se tanteaban..., como camaradas muy cercanos en una época de la vida que, con el paso del tiempo, terminan por volverse unos extraños y, al reencontrarse, se esfuerzan por recuperar la capa del alma que guarda el calor de la antigua amistad. Gamazo − traje de fina alpaca, sombrero panamá, camisa con bordada pechera − pidió al solícito camarero: "rabo de toro para el embajador y tortilla de patatas con chorizo para mí".
− Todavía no te he preguntado por el viaje.
− Magnífico… Conducido por el sabio Pastorín.
− Sabio y patriota – añadió Valentín con orgullo.
− Veo que le conoces.
− Tiene mucha responsabilidad sobre sus hombros don José… Yo le conozco desde el tiempo de los voluntarios.
Don Juan le contó a Gamazo las andanzas de Pastorín en Norteamérica, pero no se decidía a hablarle del asunto explosivo. Al fin lo hizo, cuando creyó haber recuperado el verdadero rostro de su amigo juvenil.
− Ahora creo que tiene más responsabilidad que nunca, trata de encontrar a un tal Agüero, que nos tememos que haya metido aquí la dinamita de los nihilistas para hacer algo gordo.
− Dile que cuenta con todo nuestro apoyo.
− ¿Nuestro?
− Sí, con el mío, y con el de los voluntarios que quedamos en el Partido Constitucional.
− De todas formas, no hables de esto a tus amigos – aconsejó don Juan.
− Descuida, pero déjale claro que cuente conmigo… Dispongo de una buena red de información que le puede ser de utilidad.
Cuando terminaron de comer, don Juan rehusó el postre. Valentín llamó a un limpiabotas, que no pudo actuar porque Gamazo se levantó rápido y trajo a la mesa a un hombre de unos sesenta años, muy moreno, delgado, con guayabera y pantalones blancos.
− Juan, te voy a presentar a don Julio Pagliari Soler, coronel de la guardia civil y jefe de la policía gubernativa de la Habana.
El coronel hizo un amago de cuadrarse, pero sólo juntó los pies e inclinó un poco la cabeza; luego, avanzó una mano cordial.
− Don Julio – continuó Gamazo −, hoy no cuente conmigo para el dominó.
− No se preocupe, tendré que sufrir a Cercedilla − aceptó resignado el coronel.
Cuando se retiró Pagliari, Valentín dijo:
− De este hombre depende nuestra seguridad. Su hora y media de dominó es la única expansión que tiene en todo el día.
− No comprendo cómo podéis pensar en las fichas recién comidos.
− Nunca he dormido la siesta.
Don Juan bostezó:
− En tu caso, bueno, pero un jefe de policía debe dormir la siesta…
− No en la Habana; su cerebro tiene que estar siempre en guardia, el dominó le ayuda a distraerse sin perder los reflejos.
Don Juan comenzó a sentir sopor; el rabo de toro hacía su efecto... y el calor húmedo, la vegetación del patio, el zumbido del moscardón…
− Me tomaría un café solo.
Gamazo llamó al camarero, después le ofreció a don Juan un augusto veguero.
− No te duermas, fúmate éste y hablemos del asunto Larache, ¿cómo va la cosa?
− Creo que bien. Lo consulté con el gobierno y me dio permiso para que firmara la reclamación. Pero esto es cosa lenta, complicada. Me temo que a algunos personajes habrá que untar: al subsecretario Davis, al abogado consultor del departamento de Estado, a ciertos jueces…
− Es mucho dinero, puede haber regalos para todos, y por supuesto para ti – dijo Valentín mirando a los ojos a don Juan.
− La reclamación es justa. El embajador, cualquiera que fuere, sólo cumple con su obligación dándole trámite.
− A ti, la casa, según me han dicho, podía obsequiarte con unos treinta mil dólares.
Era la primera vez que don Juan oía una cifra concreta. Sonó dentro de él un repique de campanas. Una fortuna. Su vuelta triunfal. El fin del agobio.
− Te digo que un funcionario del Estado no debe recibir más que su sueldo por cumplir con su obligación.
− ¿Pero qué escrúpulo es ése? La obligación se puede cumplir de muchas maneras… Si uno vigila, se esfuerza más allá de su estricto deber y está atento a todo, como tú lo estás, ¿por qué el beneficiario de tu esfuerzo no te va a mostrar su agradecimiento? ¿A quién le quitas tú el dinero? El millón y medio de dólares es de la casa Larache – y un veinte por ciento mío como socio −, tú ayudas a sacarlo de los sótanos del Tesoro americano que se lo apropió, ¿y no te vamos a recompensar? No es dinero del Estado español, ni procede de negocios ilícitos. Imagina que un guardia civil impide que un bandolero te robe la cosecha de aceite de tu finca, ¿qué pensarías de él si no aceptara que le mandaras una arroba?
− Que es un santo… o un tonto − reconoció don Juan.
− Y entre los extremos se halla el hombre prudente.
− Mi situación económica es desastrosa − se lamentó don Juan con tono resignado − ¿Por qué crees que he cruzado el charco a mi edad? Pues porque viniendo a América sin la familia, creí que podría ahorrar.
− Razón de más para que no dudes. Yo también necesito esa liquidez. Aunque demos a los funcionarios yankis el treinta por ciento de la reclamación, Maza y Larache recibiría más de un millón de dólares, y yo unos doscientos mil. Eso casi me quita las hipotecas con Atkins sobre la hacienda. Si tú me ayudas a salvarme, ¿no es justo que yo sólo te alivie?
− Yo creía que tú…
− Ya te contaré las amarguras otro día. Ahora vete a dormir la siesta. Tienes que mantenerte bien despierto para disfrutar de este paraíso que nos quieren quitar. Dile a Mercedes que no sé si esta noche iré a cenar.
Al salir del casino, Gamazo le dijo a un cochero que llevara a casa al embajador. Cuando entró en el zaguán, fue recibido por el frescor y la sombra: un toldo cubría el patio tapizando el suelo con lunares de luz, goteaba monótono el chorro de la fuentecilla; desde unos grandes macetones que rezumaban humedad y olor a arcilla, la yedra ascendía por las columnas. En el piso de arriba, cantaba Sinda. Valentín hijo acababa de llegar y se había encerrado en su habitación. Don Juan, aunque necesitaba la siesta, se quedó a charlar con Mercedes.
− Juan, el niño me tiene preocupada.
− Pues parece un muchacho tranquilo e inteligente.
− ¿Tranquilo?... Será por fuera. Yo le conozco y sé que no deja de pensar. Tiene algo metido en la cabeza, y hasta que lo consiga no parará. No sé de qué se trata, pero imagino lo peor.
− A esa edad sólo puede ser una mujer − apuntó don Juan sin mucho convencimiento.
− No es una mujer. Creo que en la universidad anda con malas compañías. El convento de Santo Domingo es un mal semillero de independentistas. Siempre hay altercados entre estudiantes españoles y rebeldes. El otro día vino con el pantalón desgarrado. Me lo contó Sinda. Cuando está aquí, se pasa las horas leyendo y escribiendo, luego se va de casa y no le vemos más el pelo. Su padre no ha hablado con él en un mes. Todo nos ha venido a la vez: los problemas de la hacienda y los del niño.
− ¿El padre sabe algo? − preguntó don Juan.
− Menos mal que no. Si se enterara, no quiero ni pensar lo que pasaría.
− Bueno, a esa edad se suele ser idealista, se quiere arreglar el mundo. Los jóvenes necesitan probarse, desafiarse unos a otros y a sí mismos. Además, está en el ambiente.
− Pero nosotros le hemos educado como español, no como cubano. Le mandamos, desde los diecisiete años, cada Navidad, a Toledo con sus tías. Hasta hace unos meses, teníamos todos opiniones iguales en política. Ahora, las pocas veces que coincidimos en la mesa, se encierra en sí mismo o habla de cosas intrascendentes. Sobre todo se le nota en la mirada. Desconfía de nosotros. Ya no nos admira. Creo que se avergüenza. No sé si todavía nos quiere. Con la única que habla es con Sinda y, según ella, tampoco le dice gran cosa. Hoy, por ejemplo, salió a las nueve para la universidad y ha vuelto un poco antes que tú. Traía los ojos brillantes. Seguro que no ha comido.
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