viernes, 6 de agosto de 2010

11. El Gran Maestro. El Obelisco

                      

    Quemaba en su bolsillo la carta que le había entregado Paco después de abrir la valija. Juanito, en la puerta de la embajada, mientras esperaba a su tío, no pudo contenerse, rasgó el sobre y sacó dos hojas. Ahí tenía el informe sobre Agramonte. El día después de la tertulia en casa de la jueza, cegado todavía por los celos, telegrafió en clave a Madrid para pedir la ficha policial de Ignacio. Con el viaje al Oeste, casi lo había olvidado. Cumplía con su obligación: la defensa de los intereses y las vidas de sus compatriotas en el extranjero. Lo de Cuba era una guerra. Cierto que odiaba la luz fuerte, honrada, de los ojos del poeta y la actitud melosa con que le distinguía Victoria. Aunque no hubiera mujer por medio, él debía hacer averiguaciones sobre un insurgente. ¿Era obligación suya?, ¿del agregado militar? o ¿del mismo embajador, que también oyó la proclama de Ignacio en casa de la jueza? Sin embargo, su tío estaba empeñado en considerarlo inofensivo. Así que fue preciso asumir la responsabilidad.
   La ficha policial, escrita en el enrevesado estilo de los atestados, decía que Ignacio era hijo de Enrique Agramonte; por tanto, sobrino de Ignacio Agramonte y Loynaz, el Apóstol Inmaculado, patriota muerto en combate durante la guerra de los Diez Años. Nació en Sancti Espiritus, provincia de Camagüey, en una familia de empresarios ferrocarrileros. Había vivido en Cuba durante la juventud, protegido por sus abuelos. A los veinte años se casó con una maestra. Seis años después, la abandonó y se fue a Nueva York. En la actualidad dedicaba todos sus esfuerzos a la causa revolucionaria. Terminaba la ficha con una localización estética digna de Clarín: “en lo literario, puede considerársele un poeta mitad romántico, mitad estetizante, de los muchos que ramonean por la escena madrileña”. Lo importante, pensó Juanito, era que estaba casado. Un detalle que quizá no supiera Victoria.
    Salió don Juan vestido de gala, ambos se dirigieron al coche. El embajador estaba decidido a que esta vez Jessop no pudiera escapársele. Pensaba encararse con él delante de Cleveland, si fuera preciso; como gran maestro de la logia de Columbia, debía asistir a la inauguración del obelisco. Le había mandado una nota al Club Cosmos dos días antes para que llevara consigo los pagarés.
    El coche tuvo que detenerse, la calle estaba cortada por un desfile. Juanito le dijo a su tío:
− Los masones ayudan a los rebeldes. El otro día vi entrar a Agramonte en el Club Cosmos − el sobrino miraba a su tío con precaución −. Debemos vigilar en serio al cubano.
− ¡Te dije que no te metieras en eso! – tronó don Juan.
− Lo vi por casualidad… yo iba a comprar tabaco.
    Don Juan quedó unos instantes en silencio, tenso y enfadado. Luego, más tranquilo, continuó:
− No te extrañes, los cabecillas de la guerra del 68 eran todos masones y tenían el apoyo de sus hermanos españoles. En cuanto a Agramonte, te lo he repetido veinte veces: sí, es uno de los principales del comité, pero un político idealista. Tú no debes vigilar a nadie. No es cosa tuya, no se te ocurra meterte otra vez en camisa de once varas.
    ¡Así que Agramonte visitando a Jessop! El cónsul Chamorro, desde Nueva York, le venía advirtiendo de los movimientos del Comité Revolucionario Cubano para comprar armas, pero no tenía nada concreto. Este de Agramonte quizá fuera un primer contacto para pedir financiación. En el fondo, agradeció a su sobrino la noticia. Sería necesario seguir las andanzas del poeta, pero de ningún modo Juanito. Y si no él, ¿quién lo iba a hacer? Pastorín estaba en Cayo Hueso. A Paco Bustamante, por muy competente que fuera, no debía embarcarlo en otra tarea de espía.
    Terminó la parada; cuando llegó el coche a la explanada reservada a las personalidades, don Juan se dirigió a la tribuna y Juanito a mezclarse con la multitud. El obelisco lo dominaba todo. A pocos metros del monumento, se levantaba un estrado cubierto, adornado con guirnaldas y banderas, destinado al presidente de la nación y al cuerpo diplomático. Marchas patrióticas atronaban el aire. El himno americano anunció la entrada de Cleveland.
     Jessop, en su discurso, trazó un recorrido por los cuarenta años que había durado la construcción del obelisco, hizo una semblanza patriótica de Washington, después, un elogio de la masonería. Para acabar, leyó una oración dirigida al Arquitecto Universal. Ostentaba el Gran Maestro una estampa marmórea. Le rodeaban tres jerarcas de la logia de Columbia; cada uno sostenía en sus manos el libro, el compás y el delantal que pertenecieron a Washington. Cuando terminó de hablar Jessop, Cleveland declaró inaugurado el monumento. Desfilaron las quince logias de la capital y una representación de todas las de América. Cerraban la marcha los Socios Raros, los del Fénix, los caballeros de Pythias, los Hombres Rojos, los de la perfección de Mitra.
     El sol había sobrepasado la punta del obelisco y se dirigía de vuelta hacia occidente. Juanito, confundido entre el gentío, divisó a Victoria, a la que Roustan, con el uniforme pomposo de la diplomacia francesa, ayudaba a descender por la escalerilla de la tribuna. Llevaba el vestido rosa pálido que a él le gustaba. Tenía la mirada lejana y aburrida de las jóvenes que asisten a ceremonias en las que deben mantenerse quietas y oír discursos. Juanito intentaba que los ojos de Victoria se cruzaran con los suyos, pero ella los dirigía a la barandilla de madera, o, un poco de reojo, hacia atrás, a donde estaba Roustan. Poco después, derramaba la vista por la zona en la que se encontraba el agregado con la digna inexpresividad de la mujer que se siente observada: los pómulos un poco afilados, los labios prietos. Cuando bajó del estrado, Juanito la vio sonreír mirando en su dirección: desapareció la máscara oficial, brotaron el reconocimiento y la simpatía. Era en su dirección, sí, pero no estaba seguro de ser él el destinatario de la ruptura luminosa de su rostro. No era él. El joven cubano se acercaba, la saludaba. Llevaba un delantal con la bandera de Yara: franjas azules y blancas, triángulo masónico rojo, dentro, la estrella solitaria.
    La pareja se sumó al río de la multitud en retirada. Juanito no les quitaba ojo de encima. Iba dos o tres filas más atrás. Podía ver los sombreros de Ignacio y de Victoria entre las cabezas numerosas.
    Agramonte explicaba a Victoria que el atuendo masónico le venía grande, se lo había prestado un amigo gigantón de Nueva York. Debía reconocer que la inglesa estaba preciosa: frágil, las mejillas encendidas, lanzandole suaves miradas."Esta mujer, regalo para el héroe, hurí fugaz, sólo para el momento que precede al triunfo o a la muerte". Siguió intentado el poema que la deslumbrara. No podía avanzar. La palabra “plenitud” ocupaba toda su mente e impedía a las demás jugar entre sí, alternarse, para conseguir acordes sonoros. Las rimas “virtud”, “rectitud”... le resultaban imposibles de encajar en la ocasión. Victoria le pidió:
− Cuéntame cómo es la Habana.
− Tienes que conocerla por el alma de sus nombres: “Regla”, “Varadero”, “Tacón”... − declamó Ignacio con tono nostálgico, mirándola a los ojos, y continuó − ..."Guanabacoa", "Obispo", "Aguacate"...
− La otra noche soñé con un niño esclavo − interrumpió Victoria −. El negrito estaba solo en la calle, mi madre me dijo que me quedara con él. Unos negreros me lo quitaron; yo era el capitán del barco negrero; luego, vino un espadachín y salvó al esclavito luchando cuerpo a cuerpo conmigo, matándome en cubierta de una estocada; después, me resucitó y me entregó al niño. Los dos llegamos a un puerto blanco.
− También nosotros soñamos algo parecido. Soñamos con que eso sólo pueda ocurrir en los sueños. La liberación tiene que venir para todos: negros y blancos, pobres y ricos, creyentes y ateos.
− ¿Me dejarás que te ayude en esa lucha? – preguntó Victoria precipitadamente.
− Te agradezco la generosidad, pero es imposible.
    Ignacio se sorprendió. Sólo se habían visto una vez. Este brote repentino era auténtico, nacía como el agua de una fuente. En casa de la jueza habían simpatizado, sí, y todavía recordaba el brillo de sus ojos, el ardor con que le defendió; pero ¿y si se lo tomaba en serio? Así empezó su esposa. Creía que compartiendo sus ideas, su forma de vida, conseguiría tenerle más cerca y, quizá un día, domesticarle por completo. Aunque pronto, el curso duro de la lucha, las inevitables elecciones − por ejemplo, entre quedarse con el hijo enfermo o emprender un viaje para una misión − crearon un fondo de amargura y de reproche que había secado los sentimientos de los dos. ¿Debía ahora implicarse con Victoria? ¿No sería mejor dejar el agua correr y seguir su lucha sagrada? Ella no valdría como madre para sus hijos ni como compañera de batalla. La gente de su mundo juzgaba las emociones como algo plebeyo, habitaba una atmósfera de sobreentendidos sutiles y tenues delicadezas que perseguían siempre ignorar lo desagradable. Demasiado delicada y consentida, para que, de pronto, pudiera adaptarse a una vida de sacrificio o de penuria. Creía conocerse a sí mismo. Era enamoradizo; sincero, pero inconstante. Le deslumbraba la belleza y el misterio. Ahora bien, cuando ella, la que encarnaba esos ideales, se rendía impresionada por el ardor de su persecución − y mostraba su rostro mortal, sus demandas demasiado humanas − él comenzaba a perder fuego poético, entraba en un periodo de distanciamiento y, mirando a la rendida con compasión inconsciente, volvía a la política, al seguro seno de la Patria, su amante verdadera. ¿Le pasaría igual con Victoria?
    Anduvieron un rato silenciosos, sumidos en una especie de aturdimiento. A veces, las filas de gente, demasiado próximas, se detenían obligando a la pareja a esperar hasta que se reanudaba la marcha. En esos instantes, se miraban con humor y deleite. (Otros ojos, llenos de angustia, brillaban detrás de ellos. Juanito, en un relámpago, sorprendía sonrisas que le arrancaban el alma). Pararon a descansar en un banco; contemplaron las evoluciones de un tiovivo cercano, las garzas blancas que se posaban en las copas de los pinos...
    Juanito les observaba confundido entre unas damas que acudían a un pabellón de modas. Por andar ocultándose entre setos y muros, la chaqueta la llevaba cubierta de polvo, la flor del ojal se había convertido en un trapo arrugado. Tenía los ojos apagados por la tristeza, humedecidos de envidia y curiosidad. Quiso abandonar la vigilancia. Estaba tan abatido que no veía el mundo. Aunque no le gustaba beber fuera de las comidas, ahora necesitaba algo para el dolor, para cambiar aquel estado, para matar aquellos minutos. Pensó en el clorhidrato de cocaína que le sobró del dentista, pero tenía que ir a la embajada. Terminó por sobreponerse. Cuando Victoria y Agramonte se separaron, siguió al cubano. A unos metros de él, podía ver sus andares triunfales, como si sobre las espaldas llevara a Victoria ligera, invisible, rendida. Al poco tiempo, Ignacio llegó a una modesta pensión de la calle 47. Juanito tomó el número y se dispuso a regresar.
    Su mirada inquieta pronto descubrió uno de los pocos bares públicos abiertos en Washington, el Artemisa. Entró en el club. En la penumbra, al fondo de la barra, un camarero atareado picoteaba sobre una orquesta compuesta por vasos y cucharillas. A pesar de que aún no se había acostumbrado a la bebida nacional, se sentó y pidió un whisky. Tomado el primer trago, saltarín y ardiente, adivinó una sombra detrás de él, se giró hacia ella y la vio corporeizarse. Un individuo gris, acuoso, con testa triangular, le miraba con fijeza.
− Yo le conozco a usted. No sé su nombre, pero sí qué anda buscando.
    A Juanito no le gustó el sujeto, aunque le interesó su introducción. Además, eran los únicos que se encontraban en el bar. De manera neutra, le contestó:
− Usted me aventaja. Yo no sé con quién hablo.
− Soy Pierre Ausubel − dijo extendiéndole la mano −, representante y fontanero internacional. Realizo ciertas operaciones en las cañerías, arreglo grifos, limpio pozos ciegos. Y mis honorarios no son tan altos como los de los fontaneros de verdad. España me debe aún una avería.

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