Ignacio Agramonte se levantó pronto. Después de ponerse el abrigo tuvo que volver a su cuarto. Había olvidado la libreta. La necesitaba para anotar los detalles y la atmósfera de la jornada. Se había comprometido con el diario Patria a cubrir el acontecimiento. Salió a una mañana áspera, con aire de ceniza; bajo la llovizna terca, anduvo por calles enlodadas, hasta llegar a los muelles. Barcos vestidos de perla por la bruma, orlados de banderas, maniobraban repletos de gentío. Llegó a Brooklyn. Gemía el puente bajo su carga de transeúntes. Se había citado allí, en la entrada oriental, con Ramón Lamadriz, amigo y miembro del comité revolucionario cubano.
− Hace un frío que hiela las palabras − saludó Lamadriz con el fragante señorío de los nativos de Camagüey.
No tenían entrada para la tribuna instalada en Madison Square desde la que Cleveland y los invitados presenciarían la parada cívico−militar. Aunque llegaron a la plaza con tiempo, fue imposible ponerse en primera fila. Al cabo de un rato, encontraron a dos chinos dispuestos a cederles el sitio por tres dólares. Aceras, portadas, balcones, todo se iba cuajando de gente gozosa. Cleveland aún no había llegado. Las calles que daban a la plaza no dejaban de verter muchedumbre. Ignacio buscaba impaciente a Victoria en la tribuna. Entre los vestidos claros, bajo las amplias pamelas, no había rastro de ella. La fanfarria anunció la llegada del presidente. Dio comienzo la parada. Ignacio sacó su libreta. "Un raudal de bayonetas, un millar de camisas rojas, una mancha de gorros blancos en el escuadrón. Pasa la artillería, la caballería... Muestra sus garras el águila poderosa. Aplaude la muchedumbre el paso firme de la milicia del Séptimo Regimiento. Al clarín de oro, vuela la marsellesa por toda la procesión. Los barcos franceses que trasportan la estatua, dan veinte cañonazos. El presidente, con la cabeza descubierta, saluda los pabellones desgarrados."
Ignacio, al ver desfilar a los soldados henchidos de orgullo, sintió como si le hubieran tocado la herida. Nunca había hecho sangre en su vida. Poesía y política. Palabras bellas y palabras- fuerza. Su tío hizo famosa la orden: “Corneta, toque a degüello”. Y su padre, en una emboscada durante la guerra del 68, salió del escondite y retó en duelo a un oficial español. Cubanos y españoles pararon el fuego para contemplar la escena. Enrique hirió gravemente al oficial. Cuando lo retiraron, volvieron las columnas a pelear. Pero a él, algunas almas avinagradas, le insinuaban que no presumiera de patriota, pues nunca había arriesgado su vida en el campo de batalla. Lamadriz, aunque abogado, también había pasado la prueba de la hombría en la manigua. Sabía manejar el machete y el revólver. El de Camagüey conocía esa llaga oculta de Ignacio y procuraba no hablarle de su experiencia militar, a pesar del asedio constante al que le sometía Agramonte para que le enseñara a disparar. Siempre se excusaba diciendo que el campo quedaba muy lejos en Nueva York, que no tenía municiones, que había mucho trabajo en el comité como para entretenerse con el tiro al blanco.
En una ráfaga, descubrió Ignacio a sir Lionel, con el hongo y la barba gris ¿Y Victoria? ¿Se encontraría en otra parte de la tribuna, adonde su vista no podía alcanzar? Decidió acercarse todo lo que le permitiera la multitud.
Con una mano en el pecho y la otra sobre el pasamanos del estrado, sin leer, con acento sincero y voz robusta, habló Cleveland:
"No estamos aquí hoy para doblar la cabeza ante la imagen de un dios belicoso y temible, lleno de rabia y de venganza, sino para contemplar con júbilo a nuestra deidad propia, que guardará y vigilará las puertas de América. Más grande que todas las que celebraron los cantos antiguos. En vez de asir en su mano los rayos del terror y de la muerte, levanta al cielo la luz que ilumina el camino de la emancipación del hombre”.
Terminado el discurso, un coro de negros con becas azules cantó "God Bless América".
Llegó la noche. Aún se oían las sirenas de los vapores; sobre los edificios, fulguraban esporádicos fuegos artificiales. Comenzó a llover con fuerza. A Ignacio le daba igual mojarse. Iba pensando en el artículo y en Victoria. Lamadriz le ofreció resguardarse bajo el paraguas.
− ¿Lo merezco acaso? − preguntó Ignacio, con mirada abstraída.
− Un paraguas todo el mundo lo merece − respondió Lamadriz.
− Con frase breve, has definido el mínimo de los derechos del hombre...
Entre el aguacero, vieron las acogedoras luces de Del´Mónico. Lamadriz apuró el paso y condujo a Ignacio hasta la entrada del restaurante.
− Invito a cenar. Hace una noche horrible, te veo desanimado.
− Pero esto es muy caro... − protestó débilmente Ignacio.
− No importa, no me faltan pleitos.
La luz dorada del restaurante lo convertía en el refugio ideal, en la justa culminación de un día memorable. Entraron. Fueron recibidos por un menudo y enérgico acomodador. “Deben comprenderlo, se trata de un día especial. Tenemos todo ocupado. Todavía no ha llegado la gente del puerto”. Lamadriz insistió. “Sólo somos dos, seguro que nos puede acomodar en una pequeña”. Lamadriz deslizó un billete en el bolsillo del frac del maitre que, después de consultar con varios camareros, llamó a un mozo; al poco tiempo, se encontraron sentados en un buen sitio del salón.
Mordiendo todavía las finas galletas saladas del aperitivo, Lamadriz sacó la conversación:
− ¿Crees que Gómez conseguirá los doscientos mil pesos?
− Mejor que no los consiga... No estamos para locas hombradas. Tiene ganas de mando otra vez, se siente viejo y está impaciente por conquistar Cuba. No comprende que la población no está preparada para otra guerra – sostuvo firme Ignacio.
− Piensas igual que Martí.
− Me alegro. Daría lo que fuera por llegarle a los tobillos, porque pudiera decir de mí lo que ha dicho de mi tío: “diamante en alma de beso”. La gloria en cinco palabras. Ignacio tomó un trago de vino rojo, miró la lámpara del techo y recordó que tenía que llevarle los últimos poemas al Apóstol para que se los corrigiera.
− ¿Por qué, entonces, estás ayudando a conseguir el dinero por medio de Jessop? − preguntó Lamadriz.
− Por disciplina. Todo el comité me lo encomendasteis, ¿no? Según vosotros, mi familia abre las puertas de cualquier hermano. De todas formas, no está claro que nos ayuden los masones. Quieren ver claros los detalles de la operación… y no tenemos nada: ni barco, ni hombres…
− Gómez tiene ilusión esta vez, Maceo también. Piensan que las guerrillas armadas con ese dinero, una vez establecidas en las sierras de Oriente, volverán a encender el patriotismo y los españoles tendrán que irse.
− Necesitamos tiempo, convencimiento, instrucción. Gómez lo resuelve todo con las armas.
Ignacio, desconcertado ante los nombres embaucadores del menú, se aferró a la primera palabra conocida que rimara con su oído o con su estómago; encontró la jugosa ternera. Había pasado mucho frío, el vino y la carne le llenarían de cálida vida. Miraba, a cada instante, hacia la puerta del salón. En el recibidor, grupos engalanados, bulliciosos, dejaban abrigos y sombreros. El alcalde de Nueva York, el propietario de los almacenes Kasper, la actriz Lilian Russell, exhibían contentos sus deslumbrantes apariencias.
− Me has invitado a un desfile social − dijo Ignacio.
− No era mi intención. Yo sólo quería comer.
− ¿Cuándo vamos a ir al campo? – preguntó Agramonte en voz baja.
− Ya veremos... Cuando tenga una mañana libre – le contestó Lamadriz, con tono distraído.
Ignacio, bajando todavía más la voz, le confesó a su amigo:
− Ayer me compré un revólver.
− ¿Qué ha pasado?
− Creo que me siguen, que me tienen vigilado...
− Siempre te han tenido vigilado.
− Sí, pero en esta ocasión no son españoles. Conozco a los espías del cónsul, algunas veces hablamos. El que me sigue todo el día es un tipo extraño. Tienes que enseñarme a disparar. Debo acostumbrarme al peso del arma, debo saber cómo reaccionan mi mano y mi brazo ante la sacudida.
Una sonrisa de picardía infantil afloró a los labios de Ignacio. Su compañero por fin le tomaba en serio. El de Camagüey se quedó pensando un momento.
− Bueno, mañana, después de la reunión del comité, iremos a un descampado y haremos prácticas – propuso Lamadriz con determinación.
A Ignacio se le encendieron los ojos, miraba a su amigo como un niño al padre que promete llevarle de excursión. Dio un gran sorbo al vino, siguió con la comida. Cuando se disponía a llamar al mozo de las cerillas, lanzó otra ojeada al recibidor. Un grupo numeroso se agitaba en la entrada. Roustan quitaba el abrigo, con gesto galante, a una dama joven. Era Victoria. Iban también, sir Lionel, el embajador Valera, Katherine Bayard, J.P. Morgan..., varias damas mayores, y, entre ellas, la jueza Chivers, que no se soltaba del brazo de don Juan. Todos se dirigieron, encabezados por el embajador francés, a una mesa que presidía el salón.
Victoria había visto ya a Ignacio. Con la cara iluminada, atendiendo con cortesía a sus acompañantes, aprovechaba cualquier momento libre para mirar a Agramonte: ojeadas rápidas, fulgores que se clavaban en el cubano reconociendole, animándole, interrogándole.
La jueza Chivers no quitaba ojo a la escena. Reconoció a Ignacio siguiendo la dirección de las miradas de Victoria. Le dijo a don Juan:
− ¿Va todavía su sobrino detrás de Victoria?
− Intenta mariposear, pero creo que no se desengaña.
− Es tan hermosa... Entiendo que vuelva locos a los jóvenes.
− Lo malo de mi sobrino es que es pobre.
− ¿Y qué tiene eso que ver con la juventud y con el amor?
− Yo no conozco a ningún hombre pobre que haya tenido éxitos repetidos con las mujeres.
− Pero admite que, aunque no repetidos, puede tener el primero o algunos éxitos. ¿No es así? Con el primer amor no se piensa en el dinero.
− Bueno, le concedo que aun siendo pobre, si tiene carácter y atractivo, puede conseguir éxitos al principio y con mujeres de su clase... Juanito tiene un carácter tan inestable... En fin, él no se da cuenta de que con Victoria no tiene nada que hacer.
− Fíjese en el cubano. ¡Cómo se miran!
− Es natural. Poeta y rebelde. Un tipo que gusta a las mujeres. En apariencia débil, sensible, que despierta instinto de protección; aunque también difícil, obsesionado con una idea, con ambición de poder. El muchacho tiene humanidad y fuego. Tampoco me extraña a mí que le guste a esa coqueta redomada que es Victorita.
− No es coqueta. Sólo educada y amable con todos los que la pretenden ¿Qué quiere que haga? ¿Que les tire a la calle las flores que le mandan? ¿Que prohíba que la admiren y la requiebren? Eso es imposible para una mujer bonita, y usted lo sabe.
− ¿Yo?
− También a usted le gusta coquetear, ser admirado, despertar emociones.
− Yo soy un carcamal. Hace veinte o treinta años, no le digo que no. Pero ahora... Sólo me queda labia.
Don Juan cambió de conversación. Catalina, sentada no lejos de él en la mesa, hablaba tranquilamente con sir Lionel.
Terminada la cena, salió al salón un italiano recio, severo, vestido de frac y peinado con brillantina. Se dirigió a la mesa principal, hizo una inclinación, aclaró la garganta, tomó aire y comenzó un aria de Donizetti. El público quedó sumido en un silencio sentimental. Victoria e Ignacio intensificaron sus miradas. Ella le hizo un gesto con la mano que significaba: “Espera”. El tenor atacaba la parte celestial de la pieza. Había un esfuerzo hercúleo en cada uno de los rincones armónicos de la voz. Cuando alcanzó la cima, un rugido de alegría asoló los valles cercanos en un alud de luz. La tensión que el cantante había acumulado estalló en aplausos liberadores. Todo el mundo se levantó de sus sillas, abandonó las mesas, intentó felicitar al italiano. Agramonte y Lamadriz, enardecidos, fueron a palmear las anchas espaldas del tenor. En el barullo, se acercó un botones y le entregó a Ignacio una nota: “Mañana, a las cuatro, en la glorieta roja de Central Park”. No llevaba firma, pero él miró a Victoria, que permanecía sentada y feliz; su ademán le confirmó el mensaje. Ignacio le hizo un gesto de asentimiento con un medio guiño. “Allí estaré”.
Al salir del comedor, don Juan, flanqueado por Catalina y por la jueza Chivers, se encontró con Paco y con Juanito. Le esperaban. Habían estado en una sala de fiestas... dos calles más al norte. Llevaban media hora en el vestíbulo del restaurante hablando con la chica del guardarropa. Juanito, beodo total, se atusaba el bigote y lanzaba miradas canallas a la pequeña pelirroja; ésta tuvo que dejar de reírse de las muecas del agregado porque todo el mundo comenzaba a pedirle los abrigos.
− ¿Qué hacéis aquí? − interrogó don Juan entre enfadado y burlón.
− Venimos para acompañarte a casa, tío. Aunque el hotel esté a doscientos metros, la noche tiene peligro − dijo Juanito, de modo confidencial.
− No es necesario, yo voy a dejar en sus hoteles a estas damas.
Paco y Juanito le acompañaban a Nueva York con cargo a la embajada. ¡Qué menos para un embajador de España que dos acólitos! Sir Lionel, llevaba siete; Roustan, diez y cocinero, aparte de los generales y políticos venidos de Francia. Nicolai traía quince sirvientes. Todos los embajadores, en los mejores hoteles, los españoles, en “The Meridian”, casi una casa de huéspedes.
Don Juan se despidió de ellos. Juanito, entonces, se precipitó dentro del salón con paso decidido. Había reconocido a Victoria. Fue a saludarla, pero descubrió que, a unos metros de ella, Ignacio − contento y más moreno que nunca − hablaba con Lamadriz. Se detuvo en seco: “están aquí los dos, se han citado, ella le quiere, está claro, se compromete, ¡tierra trágame!, qué tontería ridícula saludarla, huye”. Dio media vuelta y salió con rapidez hacia el exterior. Le había desaparecido del todo la flojera tontuna del bebido.
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