jueves, 19 de agosto de 2010

21. Toros en La Habana


     El bar Escauriza estaba a rebosar. Los parroquianos miraban de reojo hacia la calle. Las colillas, el aserrín, las chapas, cubrían el suelo; el olor de los camarones se mezclaba con el aroma hondo del café; hasta el techo subía el humo de los cigarros y, desde allí, las aspas del ventilador lo retornaba como aire calentón. Don Juan y Pastorín entraron en el local. El capitán saludó al dueño, un asturiano elegante que, con la mano sobre la caja registradora, contemplaba satisfecho el hervidero de su negocio. Pastorín le pidió dos cafés. “Okey capitán. A precio de costo”. Sonaron cerca los tambores. Los mozos de cerillas, los camareros, se asomaron a la calle. Pasaba la banda. Por encima de los sombreros de la gente agolpada ante la puerta, aparecieron los trombones. Don Juan y Pastorín cambiaron una mirada. El pasodoble, la música de la raza. Hacía mucho tiempo que no oían esa melodía injertada en sus memorias.
    El bar empezó a vaciarse. Muchos se fueron tras los uniformes y las blancas gorras de los musicantes. Salieron don Juan y Pastorín a una tarde clara, sin nubes. Ejercían sus funciones los mil pícaros de la rúa habanera: revendedores, barquilleros, tachines, descuideros, mendigos, lecheros, aguadores. Terminada la calzada de Belascoaín, llegaron a la entrada principal de la plaza de toros. Por más que don Juan lo intentaba, no podía encontrar en ella nada destacable: su construcción sencilla, las paredes encaladas de blanco, los ventanales arqueados de la segunda planta, la hacían indistinguible de cualquier otra de España.
    El palco de los Gamazo se hallaba junto al presidencial. Don Juan, una vez sentado, se fijó en el redondel. Acostumbrado al albero, le sorprendió aquella arena azucarada sobre la que podrían batir en cualquier momento las olas esponjosas. Fulguraba el tendido de sol como un tapiz de grillos engrasados y sombreros de yarey. En el de sombra, envuelto por la niebla azul que despedían los cigarros, dominaban las ropas pardas, las mantillas galanas, los sombreretes parisinos.
     Sonaron aplausos corteses, emergió el uniforme gris de don Ignacio María. La banda tocó el himno nacional con énfasis de trompetería un tanto espasmódico, como si al director le hubiera dado un ataque de tos. Acabada la música, el capitán general saludó militarmente, circundó con su mirada a la muchedumbre y tomó asiento. En pie, tras de él, permanecía un ayudante. A su lado, el alcalde Farias y dos graves señores dirigentes de la peña taurina “Príncipe de Triana”. Comenzó la corrida...
    Cuando Guerrita daba su triunfal vuelta al ruedo con las dos orejas, Pastorín, al pasar la mirada por el tendido cercano, reparó en un hombre que no aplaudía; iba escalando − tenso, encorvado − las gradas justo debajo del palco de honor. Llevaba ropas peninsulares, sombrero hongo. Algo no encajaba..., hacía mucho calor para ir tan vestido. Debajo del sombrero le sobresalía el pelo rojo. Otra vez volvió a mirarle; ya estaba cerca del lugar en el que don Ignacio comentaba la faena con sus acompañantes.
Pastorín saltó la verja que cerraba el palco de los Gamazo; se dirigió hasta el presidencial corriendo por la galería. Allí pegó un empujón al ayudante y le gritó a don Ignacio: “¡Al suelo!”. En ese instante trataba de colocarse el pelirrojo en la grada inmediata, a unos metros del gobernador. Dos policías de paisano sacaron la pistola y apuntaron a Pastorín. El capitán general, todavía sin entender qué hacía el marino, había retrocedido hacia el interior, lejos de la barandilla. “No tiren, es amigo” exclamó don Ignacio. El pelirrojo inició una carrera por el tendido aprovechando que la gente permanecía en pie aplaudiendo; buscaba una boca de salida. Pastorín fue tras él seguido por los policías. El pelirrojo llegó al patio de caballos, lo cruzó como una liebre, atravesó el matadero y tropezó con los garfios que iban a sostener las reses en canal tras la corrida. Se recuperó y salió volando. Pastorín no podía correr tanto, los policías tampoco. El pelirrojo trepó por la pared que daba a los corrales y saltó a la calle.
− ¿Qué ha pasado, capitán? − le preguntó don Ignacio María a Pastorín, cuando éste volvió a la plaza.
− El anarquista ha intentado atentar contra usted. Se nos ha escapado. Es uno de los catalanes. Me extraña que sea el pelirrojo, el más fácil de identificar.
− ¿Tiene usted una descripción fiable?
− Sí, por completo, mi general. Sería capaz de dibujarlo. Debemos distribuir copias por todas las jefaturas.
− Bueno, tengamos la fiesta en paz. Música, y que siga la lidia.

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