jueves, 5 de agosto de 2010

10. El nirvana extingue la sed

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    Catalina había decidido traducir al inglés los Cuentos y Diálogos que le regaló don Juan. Llevaba algunas hojas a las veladas para resolver sus dudas. Dominaba el castellano todavía mejor que el francés, pero una cosa era hablarlo o leerlo y otra muy distinta dar con la palabra literaria precisa. La obra de don Juan estaba plagada de vocablos populares andaluces, de forma que las primeras versiones que ella le sometía parecían partituras llenas de rabos, interrogaciones y asteriscos. La sintaxis tampoco encajaba. Como había tanto que hacer, Catalina le propuso a don Juan que fuera a su casa por las tardes los lunes y los viernes. Él llegaba con puntualidad diplomática a las cinco menos diez. Sally, la doncella, le introducía en la biblioteca. Allí, encontraba a Catalina mordiendo su pluma de nácar, rodeada de papeles, con el diccionario Appleton encima de la mesa. Tomaban el té, trabajaban de firme; luego quedaban en verse en alguna velada.
    Una tarde, don Juan llegó media hora antes. La doncella, en la puerta hablando con el cochero, se hizo a un lado para dejarle pasar. Se dirigió a la biblioteca, pero no estaba Catalina; fue hacia el ventanal y se puso a mirar el jardín. Allí la descubrió sentada en el suelo, las piernas desnudas cruzadas - cada pie descansando en el muslo contrario -, los ojos cerrados, inmóvil. No sabía qué hacer: ¿silbar, toser, tocar en los cristales? Decidió esperar para no interrumpir la meditación, ¿pues de qué otra cosa podría tratarse?
    Sally, desde el interior, avisó a Catalina. Ella volvió en sí, se estiró, susurró algo y entró en la casa por la puerta del porche. A los cinco minutos, apareció en la biblioteca con el uniforme de trabajo. Al ver a don Juan, esbozó una sonrisa muy social:
− Llegas antes, no te puedo pedir disculpas.
− He dado un paseo por el Mall; cuando acordé estaba frente a tu casa. Hoy creo que es el primer día de primavera.
− ¿Me has visto? − inquirió Catalina, un poco avergonzada.
− Te estoy viendo.
− ¿Has mirado al jardín mientras esperabas?
− Sí.
− ¿Y qué has visto?
− Una ninfa que parecía dormir.
    Catalina sonrió y desvió la mirada; con mano un poco temblorosa sirvió el té.
− La primavera no me sienta bien, tengo que defenderme.
− ¿De qué?
− Del dolor.
− ¡Pero si eres una campana, Kate Bell !
− No soy una campana. También puedo ser Kate Hell.
− Yo no creo en el infierno, y menos que tú puedas serlo.
− No lo soy, pero puedo estar algunas veces en él. El yoga me ayuda.
    Don Juan puso los brazos en cruz :
− Nicolai hace gimnasia sueca.
− El yoga no es gimnasia, es un camino de purificación.
    Don Juan notaba que Catalina luchaba por ser más explícita, pero algo se lo impedía. Trató de componer un gesto más serio:
− Eso me suena a espiritualidad oriental.
    Catalina colocó las tazas en la bandeja. Miró a don Juan; al ver que había desaparecido su expresión irónica, en tono bajo de voz, dijo:
− Soy budista, sigo las doctrinas de Helena Blavatsky y del coronel Olcott. Mi pobre padre está horrorizado, le he salido una pagana radical.
− Yo creo en Dios todopoderoso. En las iglesias y en las religiones hechas por los hombres tiendo al escepticismo − engoló la voz don Juan.
− Según Sumangala, el dios personal no existe. "Es una sombra gigantesca lanzada en el vacío por la imaginación de los ignorantes".
− Ese buen hombre necesita las cinco vías tomistas − dijo don Juan, temiendo que Catalina se las preguntara una por una.
− ¿Y en el alma? ¿Crees en el alma?
− Sí, claro… aunque dudo de todas esas bonitas historias del juicio final, el purgatorio, el paraíso...
− Entonces estamos más cerca de lo que crees. El alma es compleja.
− Platón decía que teníamos el alma instintiva, la temperamental y la racional.
− Buda es más preciso.
    Catalina se levantó, trajo un pequeño libro rojo y lo abrió por la mitad:
− Según este catecismo budista de Olcott, en el hombre hay que considerar siete prendas, que no todos poseen, sino los perfectos: el cuerpo terrenal, el principio de vida, la forma astral, el alma animal, el alma humana, el alma espiritual y el espíritu.
Ockham afirmaba que no hay que multiplicar los entes sin necesidad. ¿No te parecen demasiadas almas? − dijo don Juan.
    Catalina leyó un párrafo:
− "Todos los humanos tenemos cuerpo terrenal, principio de vida, forma astral y alma animal; pero alma humana tienen pocos, alma espiritual, poquísimos y espíritu, casi ninguno. El progreso consiste en poseer las siete prendas. Cuando el alma humana se educa llega a refrenar, sujetar y dirigir al alma animal, que es donde están los apetitos bestiales, después gobierna también a la forma astral, que es el espectro, el cuerpo etéreo, el fantasma de nuestro ser, al cual enviamos a donde queremos, apareciéndonos en cualquier parte, como hacían Apolonio de Tiana y otros".
− Lo del fantasma lo considero un poco extravagante. ¿De veras cree eso el señor Olcott?
    Catalina no hizo caso de la observación y continuó:
− "Con el tiempo, y educándose más el alma espiritual, se llega al supremo grado de iniciación, adquirimos el sexto principio o buddhi. Entonces ya somos sabios y disponemos de la Naturaleza, conociendo sus leyes misteriosas. Nos metemos, si se nos ocurre, en el hueco de una cáscara de avellana, nos filtramos a través de las más sólidas murallas, oímos a mil leguas de distancia, vemos lo que queremos ver, y trasponemos por los espacios siderales a visitar los astros más remotos, como hicieron Swedenborg y otros varios".
− ¿De verdad crees todo eso?
− No todo, no las chiquilladas. Yo creo en la teosofía. El espiritismo es como la religión popular, el misterio ingenuamente presentado a las personas sencillas. Vosotros tenéis las vírgenes y los santos, ¿no? − replicó Catalina, y siguió leyendo: "Por último, el buddhi va subiendo y, enriqueciéndose en sabiduría, logra desechar de sí todo dolor, todo deseo, todo egoísta propósito, y adquiere el atma. Como el atma es la raíz, el ápice de la mente, el abismo en que todo se unifica, al tener atma llegamos al nirvana".
    Catalina dejó de leer. Tenía cara de beatitud, de dulzura, de lejanía.
− Esto es lo que me interesa, esto busco con todas mis fuerzas.
− La palabra me encanta, ¿qué es? − preguntó don Juan.
− El nirvana es el fin del progreso, la última perfección. El nirvana es la nada: cesación de cambios y mudanzas, reposo absoluto, ausencia de deseo, de ilusión y de tristeza; olvido de todo, seguridad de que no se volverá a nacer porque se extingue la voluntad, el necio prurito de la vida.
− ¿Y si ese estado no se logra?
− Tenemos que caminar mucho. Cada uno de nosotros, si no llega al nirvana, ha de tener por lo menos trescientas cuarenta y tres vidas o encarnaciones.
− ¡Trescientas cuarenta y tres vidas! Trescientas cuarenta y tres muertes. No me extraña que los budistas quieran alcanzar cuanto antes el nirvana. La reencarnación, como alternativa a la inmortalidad, me parece un ajetreo insufrible.
− Madame Blavatsky es buddhi, está cerca. Según ella, yo estoy todavía luchando con mi alma animal. Tienes que leer su obra "Isis sin velo".
    Otra vez se dirigió rápida a una de las estanterías; le puso delante cuatro tomos encuadernados en piel de vaca. Don Juan cogió uno, lo abrió, le saltaron a los ojos: misterios, periespíritu, Cagliostro, Zoroastro, Orfeo, Pitágoras, el alma del mundo, Ammonio Sacas. Luego fue por otro libro: "El mundo oculto", de un tal Sinnet. Quería que se los llevara los dos para leerlos. Don Juan, ante el entusiasmo de ella, no puso objeción.
− Conoces a esa madame, por lo que veo.
− Desde hace cinco años. Es mi amiga, mi guía espiritual. Vive en Nueva York, pero a veces viene por aquí a alguna "séance" y me visita.
− ¡Extinguir el necio prurito de la vida! Eso sólo puede pensarlo alguien a quien la vida le resulte insoportable − exclamó don Juan con voz grave.
− ¿Te han entrado ganas de matarte alguna vez? – le preguntó Catalina.
− Tengo flaco el corazón.
− ¿Y de joven?
− Una vez, en Rusia.
− Cuéntamelo.
− Ella me dijo: olvidemos esto, "ne m´en voulez pas". Yo tenía en la embajada un puñal de Georgia, grande, ancho, adamasquinado y truculento. Con él se podía cortar a cercén la cabeza de un buey. No dejaba de sacar la vaina y pensar en la muerte teatral y aparatosa que podría darme con él. Pero la razón fría, algo risueña y burlona, no me abandona nunca, ni en los momentos de más pasión. Figúrate que me reía de mí mismo viéndome tan desesperado, y no por eso dejaba de desesperarme ni, al desesperarme, de reírme.
− No la querrías de verdad.
− Si uno tuviera que matarse cada vez que el suicidio viene a propósito, se ajusta a la acción y termina bien el drama, "plaudite cives", sería menester tener seis o siete vidas al año, para irlas sacrificando según convenga, quedándose a lo mejor sin vida, y sin poder suicidarse cuando el caso más lo requiera.
− Pero, si pierdes el amor, ¿qué importa la vida?
− Cuando iba a un baile y me aburría, me quedaba hasta lo último, a ver si por dicha terminaba divirtiéndome. En este pícaro mundo, que es también un baile, me va a pasar lo mismo: con la esperanza de divertirme, voy a vivir más que Matusalén. En fin, no creo que me llegue la desesperación mientras pueda contemplar este hermoso y variado espectáculo. El día en que me muera, aun hecho una momia, voy a cantar como La Traviata: "Gran Dio, ¡morir si giovane!"
− Yo no creo que el mundo sea un espectáculo que merezca contemplarse si se queda vacío, oscuro, sin la luz del amor.
− Eres joven y romántica. El mundo es un misterio grandioso, aún sin amor. Y tú lo sabes. ¿Si no, por qué tiemblas ante una noche estrellada? ¿Por qué me dices que te impresiona la inocencia de los ojos de tu perro?
− Cuando sufro, las noches me parecen calabozos y el sol, la lámpara mortecina de una celda.
− Pero el sufrimiento pasa.
− ¿Y si no pasa…o yo no puedo evitarlo? − dijo Catalina.
    Durante los días siguientes, Catalina no apareció por ninguna de las tertulias. Como todos los viernes, don Juan se dirigió a Highland Terrace confiando en que estaría dispuesta para la traducción. Sally, con cara educada, aunque inexpresiva, le dijo que se había ido a Wilmington. Don Juan le preguntó si la madre había empeorado. La doncella le respondió que la madre siempre estaba mal. Ante la poca voluntad de dar más detalles, don Juan se dio media vuelta y volvió a la embajada paseando.
    Por la noche, en casa de los rusos, habló con Amy, la hija del embajador Heard. Antes de conocer a Catalina, habían coqueteado un poco.
− Ya no me dice el ministro de España que tengo los ojos de terciopelo − le reprochó, amable, ella.
− Pero los sigues teniendo.
− ¿Cómo está su mujer? – preguntó Amy con la más inocente de las entonaciones, si no la hubiera acompañado de una sonrisa pícara y un ligero desdén en el remate final.
    Don Juan no se esperaba la pregunta porque tenía conceptuada de discreta a la joven. Olga que, cerca de allí, la había oído, giró la cabeza como un búho curioso.
    La respuesta de don Juan tardaba un poco más de la cuenta. Al fin llegó:
− Bien, muy bien.
    Don Juan se deslizó con la máxima suavidad al encuentro de Olga, que sustituía a Catalina en la preparación del ponche. Terminados los brindis, hizo un aparte con la anfitriona.
− Catalina se ha ido a Wilmington.
− ¿Y qué tiene eso de raro? De cuando en cuando, desaparece de la vida social. No es de extrañar, las crisis cardiacas de su madre son muy graves.
− Lo que me extraña es que no me avisara, que no le dejara recado a la doncella para mí.
− A los amigos todo les está permitido − dijo Olga.
− ¿Qué sabes de la rusa?
− ¿De qué rusa?
− De esa madame Blavatsky
− ¿De qué la conoces?
− He leído su Isis, me lo prestó Catalina – mintió don Juan, que sólo había hojeado uno de los tomos.
− Misterio para los americanos, claridad para los rusos…
− ¿La conoces bien?
− Yo sí, pero Nicolai todavía mejor, por motivos profesionales. Ahora está en Bombay.
− Pues Catalina dijo que vivía en Nueva York.
− Es verdad, aunque en estos momentos se encuentra en Bombay. Puede que se escriban o que se comuniquen por telepatía – dijo Olga con media sonrisa de humor, media de misterio.
− No me parece una buena influencia para una joven − repuso don Juan con voz que quería ser neutra.
− Catalina no es una niña desamparada, está curtida en las cosas del espíritu.
− Tú sabes que ese budismo es una predicación de la muerte.
− Bueno, yo no diría que la teosofía concluya eso.
− ¿No? Lee, lee ese tipo de literatura…
− La he leído y me gusta, está llena de cuestiones interesantes, de puertas inexploradas.
− La única puerta es la muerte para llegar a la nada, ¿qué es si no ese maldito nirvana?
Olga se alisó el vestido y miró a don Juan fijamente a los ojos.
− ¿Por qué tienes tanto interés en proteger a Catalina?
− No tengo interés en proteger a nadie; es que no quiero que una mujer valiosa a la que tengo afecto y a la que veo vulnerable se vea… se vea…
− ¿Conquistada? ¿Dominada?
− Llámalo como quieras.
− Entiendo, entiendo...
    Olga llamó a Nicolai, se levantó para atender a otros invitados y, al retirarse, le dijo a su marido:
− Nuestro amigo quiere que le cuentes la historia de Lelynka.
   De vuelta en la embajada, antes de acostarse, escribió don Juan cartas a su hermana Sofía, a Menéndez Pelayo, a su hija Carmencita, y a Carlos, el hijo mayor. Ya muy tarde, abrió el ejemplar de "El Mundo Oculto" y repasó los fragmentos que tenía subrayados Catalina:
    El dolor, el origen del dolor, la detención del dolor y el camino que conduce a la cesación del dolor. Todo el universo está abrasado por las llamas de la pasión. Todo es dolor. El nacimiento es dolor, la decadencia es dolor, la muerte es dolor. Estar unido a lo que no se ama significa sufrir. Estar separado de lo que se ama, no poseer lo que se desea, significa sufrir. El deseo es el origen del dolor. El deseo de los placeres de los sentidos, el deseo de perpetuarse y el deseo de extinguirse. El deseo de morir no constituye una solución, pues es incapaz de detener el ciclo de las reencarnaciones. (Esto lo tenía Catalina enmarcado con dos signos de admiración, fuertes, de palo grueso, con la misma intensidad con que hacen los niños las primeras letras). La liberación del dolor consiste en la supresión de los apetitos. Llega el nirvana, la extinción de la sed.

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