La embajada británica, asediada por landós detenidos ante el porche resplandeciente, era aquella noche el centro de la vida social washingtoniana. Sir Lionel Sackville−West, ministro de Inglaterra, acompañado por su hija Victoria, atendía a los invitados que entraban al gran salón de baile. Un maestresala negro, con librea y enormes orejas, anunciaba las llegadas. Juanito esperaba inquieto en el vestíbulo. Su tío no aparecía; quizás le hubiera atacado el reúma. Todo el mundo estaba ya dentro. Al fin, se decidió: le susurró al ujier que él era la legación española. El negro, como se trataba de la última invitación, improvisó un gorgorito ronco de aviso... y soltó un atronador ¡The Spanish Legation! Tal fue el trompetazo, que todos los ojos se volvieron hacia la puerta esperando una epifanía majestuosa. Momento en el que Juanito, con frac, corbata blanca y aspecto de flauta india, hizo su entrada encogiéndose y mirando a ninguna parte. Hubo una carcajada general. La hija del embajador y sus amigas fueron las más estruendosas; Sir Lionel las miró de manera reprobatoria. Enseguida, rodearon al agregado entre risas y palabras atropelladas. La atención de nuestro héroe se dirigía a Victoria que, enrojecida la parte alta de los pómulos, tenía un aire de febril diversión. Después de dudarlo mucho, la sacó a bailar. Se sumergieron en el torbellino de luz de los valses.
− En Madrid − decía Juanito −, en una recepción del rey, hace unos meses, tocaron esta música; entonces no pude, pero ahora mira cómo me llevas.
Victoria se deslizaba por el salón con suavidad neumática, sonreía sin hablar, buscaba los ojos del agregado con mirada escrutadora y desafiante. Juanito atenazaba con su mano derecha el talle de la joven, sentía crujir el arco de su espalda, aspiraba el aroma de su cuerpo perfumado; las comisuras de sus labios descendieron dibujando una línea de ansiedad y de deseo. Al terminar la pieza, apareció el embajador francés, monsieur Roustan, pidió su turno y Victoria se alejó mirando a Juanito con cara de cómica pena.
Tras este abandono el sobrino descubrió a don Juan, que acababa de llegar. Esperó a que terminara de saludar a sir Lionel.
− Tío, te tengo que presentar a Victoria. Es maravillosa.
− Debe de serlo, por lo que he oído de ella.
− Verás qué mezcla. Aristócrata y gitana.
− Yo conocí a su madre, Pepita Oliva, en Alemania − rememoró don Juan −, y no era gitana, sino hija de un barbero del barrio del Perchel. Comenzó cantando en Málaga, en un café de la calle Larios. Luego alcanzó tanta fama como Lola Montes.
¡Claro que la conocía! En Dresde, la había visto bailar de manera castiza y legítima. Nunca encontró ojos tan grandes, tan negros, ni pies tan pequeños, ni pechera tan divina, ni piernas tan hechas a torno, ni cuerpo tan sandunguero. Poseía distinción natural y cierta ingenua frescura, infrecuente en las mujeres de la farándula. Un príncipe ruso riquísimo, enamorado y rumboso, la acaparaba por todas partes. Él, con 420 pesetas al mes, no se atrevió a acercarse. La niña se parecía mucho a la madre. No le extrañaba que sir Lionel se hubiera enamorado de Pepita. Los decorados llenos de luna, geranios y pozos nocturnos debieron actuar sobre el inglés como un encantamiento, convirtiendo a la bailaora en una diosa solar, inaccesible a los súbditos de Su Majestad, apagados por la bruma y la ginebra.
− Tenemos que invitarla a la embajada cuando sea tu fiesta de presentación − propuso rotundo Juanito.
− ¿Qué fiesta, sobrino? Mira a tu alrededor y compara. ¡Cómo me voy a atrever yo a dar ninguna fiesta!
Paró la música. Victoria, que bailaba con el general Sherman, quedó a unos pasos de los españoles. Después de aplaudir a la orquesta, acompañada por el viejo soldado, pasó al lado de ellos. Juanito levantó su copa de champán y la llamó:
− Victory, Victory.
− Sobrino, que ese es el nombre del barco de Nelson. Ella es simplemente Victoria − le susurró don Juan.
− Ven aquí, quiero que conozcas a más paisanos de…− iba a decir “de tu madre”, pero al ver la mirada de acero del embajador, terminó diciendo − … España.
Victoria se aproximó. Juanito le presentó a su tío. Don Juan, al tenerla delante, vio que en efecto la muchacha era combinación de dos imposibles: un lánguido lord inglés y una candente mediterránea. La hija tenía la hermosura de la madre, su viveza en la mirada; sólo conservaba del padre las orejas.
Se incorporó sir Lionel al grupo e invitó a don Juan a que le acompañara. Le llevó de corro en corro presentándole a los pocos embajadores que aún no conocía. Entre ellos, al ruso, Nicolai Abrahamov. Don Juan hablaba francés con bastante soltura, así que le resultó más cómodo pegar la hebra con el enviado del zar. Era delgado, alto, hijo del Quijote, sobrino del Greco, con la sonrisa burlona dibujada siempre en los labios. Una barba amplia y partida dejaba al descubierto su enorme nuez. No tardó en aparecer Olga Tatiana Rasilova, la embajadora, cargada de collares y pulseras, maquillaje azul marino en los ojos, alta, sonriente. Avanzó con los brazos abiertos, dispuesta al asalto de don Juan: le besó, le cogió por los hombros, le sacudió sin misericordia, le invitó a comer cuanto antes y se dirigió veloz a otra parte.
El Secretario de Estado, Frelinghuysen, llegó tarde. Tentado estuvo don Juan de aprovechar la ocasión para hablarle de Agüero, pero en los pocos minutos que le tuvo enfrente no pudo encontrar el momento propicio. Una vez solos, don Juan, que desde primera hora había confiado en Nicolai, le habló al ruso del filibusterismo y de su intención de protestar ante el gobierno.
− Me he quedado con las ganas de hacerlo ahora mismo.
− Ha hecho bien en contenerse − dijo Nicolai − . Esta administración ya no toma decisiones. Los republicanos lo tienen difícil. Blaine, acusado de corrupción, no creo que gane. Cleveland parece el mejor situado.
Llegó Olga Tatiana, tomó del brazo a los dos y les condujo hacia un sofá debajo de un enorme cuadro de la reina Victoria.
− Estoy rendida, pero tengo ganas de hablar… y de beber un refresco. Nicolai ¿me lo traes?
Olga se arregló la diadema de brillantes y miró a don Juan.
− Me encanta España. Tienen ustedes sangre en el alma, como los rusos.
Después de oír a Olga durante más de una hora pasar revista detallada y malévola a toda la "high society", don Juan fue en busca de su sobrino. Se despidieron de Victoria. Ésta le dijo a Juanito que esperaba verle dentro de dos días en la fiesta que ofrecía su amiga Carole Mac Ceney. Juanito dobló, intenso, el espinazo, la miró de forma entusiasta y preguntó cómo había que ir vestido. "Very informally", fue la contestación de la joven...
Ya dentro del coche, don Juan vio tan contento a su sobrino, que le advirtió:
− Picas muy alto, amigo. Ten cuidado con la inglesita. Está en el dulce periodo que las mujeres interesantes disfrutan antes de casarse. Les gusta apostar a varios caballos a la vez.
***
Al poco tiempo hubo elecciones. Después de décadas republicanas, los demócratas recuperaban el poder. Cleveland ganó a Blaine de manera holgada. Don Juan debía volver a plantear el filibusterismo de Agüero a la nueva administración. Más notas, más gestiones, más irritación. Se sabía como una letanía todo el expediente, igual que un viejo actor de mil representaciones. Pero ahora no era Frelinghuysen quien debía escucharlo, sino el nuevo Secretario de Estado, el senador Thomas F. Bayard. Cursó una nota para entrevistarse con él en la sede del Departamento. Bayard contestó que prefería que se vieran en su casa, que le invitaba a cenar.
Se dirigió a la cita con un fuerte constipado de tos y nariz. Vivía el nuevo ministro en Highland Terrace. Como en aquella tarde fría el hielo formaba una delgada capa sobre las calles, don Juan se comprometió a tener cuidado y no romperse la crisma. Bajó del coche. Con precaución inició el ascenso por el sendero empedrado que daba acceso a la vivienda. Se distrajo un momento al divisar, delante de la casa, a una joven vestida de amazona que se quitaba el gorro y sacudía su melena corta, mientras un perrillo le arañaba las botas altas. Al instante, el bólido peludo se precipitó sobre don Juan ladrando inamistosamente. Éste trató de evitar el encuentro, pero resbaló y cayó de bruces. Consiguió levantarse a duras penas; recogió las gafas, incólumes, y miró desconcertado a su alrededor. Enseguida, se acercó la joven y alejó al perro con voz suave.
− Soy Katherine Bayard. Lamento que haya tropezado. ¿Le duele algo?
Don Juan se agarraba con fuerza el tobillo, cerraba los dientes, se contenía para no dolerse ante la presencia de la muchacha.
− Debo haberme lastimado el pie. El abrigo, como usted ve, está empapado… En fin, parece que no me he roto nada.
− Entremos y veamos qué tiene.
Katherine le hizo pasar a la biblioteca; puso el abrigo sobre una silla, cerca del fuego de la chimenea. Llamó a Sally, la sirvienta, y le encargó que calentara una bolsa de agua.
− ¿Quiere usted tomar algo?
− Un coñac me vendría bien.
Después de darle la bebida, Katherine trajo una banqueta, le cogió el pie derecho y se lo acomodó en un cojín. Cuando le puso la bolsa, sintió don Juan algo que tenía casi olvidado: la ternura de una mujer derramada con sencillez sobre un hombre doliente.
− ¿Puedo llamarla Catalina?
− Me llaman Kate, pero si es su última voluntad...− dijo ella resignada.
Recobró don Juan el buen humor y el dominio de la situación.
Olga Abrahamova le había contado que aquella joven que le miraba de manera fija, respetuosa, sustituía a su madre como ama de casa y anfitriona. La mujer de Bayard vivía en Wilmington, Delaware, con una grave enfermedad de corazón. Catalina y su padre iban a verla con frecuencia. Así llevaban diez años.
El fuego de la chimenea derretía la resina en los leños, un aroma de pino se esparcía por el aire. Sobre el escritorio: cartas, una pluma nacarada y varios cuadernos gruesos; uno de los cuales, forrado en piel azul, se cerraba con un candado dorado. Don Juan conocía ese tipo de libros caja−fuerte, en ellos llevaban sus diarios las jóvenes románticas.
− ¿Le gusta Virgilio?
− Sí − respondió sorprendida Catalina −. ¿Cómo lo ha averiguado usted?
− Ese que hay al lado del azul, no puede ser más que La Eneida, un facsímil de la edición veneciana de 1501, hecha por Manucio.
El volumen yacía abierto por una página con un grabado que representaba a Eneas hablando con la reina Dido, sentada en un trono: "Infandum, regina, iubes renovare dolorem".
− Lo conozco muy bien. El original pertenece a un amigo mío.
Había tenido el libro en sus manos, en casa de Cánovas. Al Monstruo le gustaba mostrárselo, pero racionaba el tiempo de contemplación:“No lo mire más, que le va a gastar las tintas”.
Don Juan adoptó la actitud del elegido, del que tiene acceso directo a las fuentes de la Cultura de Occidente. Había traducido Dafnis y Cloe, podía admirar en El Prado a Velázquez y a Goya, tomaba café con Víctor Hugo... Se contuvo y no le dijo que, según sus compatriotas, él mismo moraba en el Parnaso.
− ¡Qué suerte tienen en Europa! − exclamó Catalina −. Pueden encontrar todavía obras de Horacio o de Platón, perdidas en viejas bibliotecas de monasterios.
− No piense que soy una coleccionista. Leo de todo; prefiero a Dickens, pero me gustan las obras populares, los dramas románticos, las hermanas Brönte, Jane Austen…
Catalina hizo una pausa, miró con ironía a don Juan y continuó:
− No tema, no voy a cansarle con todas mis lecturas, no quiero que crea que soy una licurga.
“Garza plateada”, tuvo la intención de decir don Juan.
Catalina fue a cambiarse para la cena. A los veinte minutos se presentó con un sencillo vestido blanco. Poco después, sonaron en el vestíbulo pasos apresurados de la servidumbre, categóricos cierres de puertas bien engrasadas, civilizados murmullos. Apareció en la biblioteca Bayard. La negra pajarita hacía pensar más en un próspero cirujano, que en un político. Andaba inclinándose un poco hacia su izquierda. Se dirigió con una sonrisa amable a don Juan.
− Disculpe el retraso, he tenido que despachar con el embajador inglés y estoy agotado. Espero que mi hija le haya hecho los honores.
− No sólo eso, me ha curado − recalcó don Juan, señalando la bolsa de agua que había quedado encima del taburete.
Bayard miró orgulloso a Catalina; se quitó el gabán y fue a cambiarse para la cena. Don Juan se sentía cada vez mejor en aquella casa. El jefe de la diplomacia americana le inspiraba confianza. No sólo por su fama de hombre honesto, sino por el hecho sorprendente, que estaba descubriendo ahora, de ser el doble de don Gabriel Viñas, el médico que, cuando niño, le miraba las anginas y le dejaba llevar las bridas de su jamelgo. Don Juan sabía que algunos hombres tienen un duplicado, idéntico en lo físico, aunque no en lo espiritual. En Bayard parecían darse ambos casos: la cara y la figura, pero también los gestos, la forma de mirar, los andares... Hacía unos cuarenta años que don Gabriel había muerto.
− Su padre es el sosias del médico de mi infancia – le dijo don Juan a Catalina.
− ¿Cree usted en la reencarnación?
− No, aunque espero que el senador sea tan benevolente conmigo como lo fue don Gabriel.
− Si Pitágoras pudo descubrir el alma de su propio padre prisionera en un perrillo, quizá usted haya hecho lo mismo con el espíritu de su médico – sugirió Catalina con un acento profundo que desconcertó a don Juan.
La cena transcurrió, en lo gastronómico, a una altura infrecuente en los Estados Unidos: crema de ostras, sábalo del Potomac y pato salvaje con gelatina de grosellas. Nada de eso pudo saborear por el resfriado.
Catalina le animaba para que contara anécdotas del mundo literario. Preguntó por París, por Víctor Hugo. Luego, si había visto a la reina Victoria o si conocía a Eugenia de Montijo. Aquí se lució el embajador. No sólo la conocía, eran casi parientes; se escribían, siempre que pasaba por Londres debía visitarla. Don Juan empleaba sus artes conversatorias con la máxima dedicación. El tobillo ya no le dolía por efecto del burdeos. El constipado, detenido en la nariz, le deparaba una medio sordera apacible. Con el quejisma en la voz y la humedad en los ojos, bien podría pasar por un maduro trovador embaucando a los dueños del castillo.
Terminó la cena. Catalina, antes de retirarse, le estrechó la mano. Don Juan sintió el calor de ella ascendiéndole por el brazo hasta el hombro y el cuello.
Repasó los asuntos que debía tratar con Bayard. Era necesario mantenerse firme, estar prevenido ante las posibles réplicas, y sobre todo, conseguir el compromiso inequívoco de que no se iba a permitir la salida de expediciones rebeldes desde puertos americanos.
Bayard se arrellanó en su butaca.
− He leído el informe de mi secretario. Lamento el atentado que sufrió su cónsul en Cayo Hueso. Frelinghuysen nombró una comisión de investigación y yo he encargado que se le proteja. En cuanto a Agüero, sabemos que ha vuelto de Cuba, pero el presidente me ha dicho que no podemos tocarlo. Tiene el estatuto de refugiado político.
− Usted sabe que es un terrorista.
− Washington y Jefferson fueron considerados terroristas por los ingleses en nuestra guerra de independencia. La cuestión está en la definición: ¿luchador por la libertad o delincuente?, ¿patriota o asesino?
− Washington no asesinó a sangre fría, ni puso bombas a inocentes, ni, como ha hecho Agüero, secuestró a un teniente español, cobró el rescate y luego lo fusiló.
− La lógica de la guerra nada tiene que ver con la de la justicia o la de la paz. Ustedes están en guerra... No digo que nos sea indiferente la independencia de Cuba. Quisimos comprársela por un buen precio, pero perdieron la oportunidad de salir airosamente de allí por los caminos prácticos del comercio.
− Para nosotros vender Cuba sería como para los Estados Unidos vender Kentucky. Mucho más, pues ustedes llevan menos tiempo allí que nosotros en Cuba. Es una provincia de ultramar, una parte de nuestra patria – proclamó don Juan de manera inflamada.
Bayard se encargó de corregirle el arranque patriótico.
− Provincia que no tiene las mismas leyes que la metrópoli, en donde no hay libertad de partidos, y persiste la esclavitud. No creo que debamos idealizar. Cuba para ustedes y para nosotros es una colonia, una posibilidad de hacer negocio.
− En los políticos y en los ricos sí anida la idea de colonia, pero la mayoría de los españoles ve a Cuba como una tierra prometida o como un camposanto. Ochenta mil familias dejaron enterrados allí a sus hijos durante la guerra del 68.
− Es el destino de todas las potencias coloniales. Ustedes mismos, los más razonables, saben que tarde o temprano tendrán que salir de la isla.
Don Juan veía cómo el problema de Agüero se iba esfumando, empequeñecido en aquel debate de planos más altos. El punto central de la entrevista iba a quedar sin satisfacción. Con tozudez insistió:
− Mi gobierno me ha dado instrucciones para que proteste formalmente por la impunidad con que se mueve Agüero. La Ley de Neutralidad de 1818, prohibe apoyar o permitir empresas armadas contra naciones en paz con los Estados Unidos. Ustedes tienen relaciones diplomáticas con nosotros, que somos un Estado real, existente, no un comité reunido en un apartamento de Nueva York. Es con España con quienes están obligados por las leyes internacionales. Además, los del comité revolucionario tampoco apoyan a Agüero, lo consideran un personaje cruel y extravagante. Por lo que yo sé, el filibustero les odia a ustedes tanto o más que a nosotros. Quiere una Cuba libre, también de los americanos.
− Sí, sí, no puedo negarle que lleva razón…Tenga la seguridad de que el presidente, a pesar de las presiones de Congreso y Senado para que nos declaremos beligerantes, quiere mantener los compromisos de lealtad con su país.
− Hasta hoy, sin embargo…
Bayard no le dejó terminar:
− En lo sucesivo diga a sus cónsules que este gobierno necesita pruebas, nombres… para poder actuar de acuerdo con la ley. Tenga la seguridad de que prohibiremos salir de nuestros puertos a las expediciones armadas, si se nos avisa con tiempo y en la debida forma. Eso me parece sensato, pero a Agüero no podemos detenerle, ni expulsarle − concluyó el Secretario con determinación, casi con mal humor.
***
Don Juan iba con asiduidad a casa de los Abrahamov. La embajada rusa era el único sitio en que comía bien de veras, igual que en París. Se cenaba a eso de las siete, después tenían lugar toda clase de juegos, desde el inofensivo y diabólico billar, pasando por el meditabundo bridge, hasta los sangrientos póquer o bacarrá. En la mesa de éste último perdió Juanito un día las 580 pesetas de su paga mensual. Olga había enseñado a don Juan a jugar al póquer y practicaban algunas veces de forma amistosa. Sin embargo, debido a su no abundancia de metales preciosos, no tenía más remedio que refugiarse en las carambolas con el padre de Victoria o con el embajador portugués, Vizconde das Nogueiras. El buen coñac y los habanos compensaban la sosería de sus colegas. A menudo se desplazaba a las mesas del peligro, observando la pelea. Olga y Nicolai jugaban en partidas distintas, siempre al bacarrá o al póquer. Eran, sin duda, los más ricos del cuerpo diplomático, mucho más que sir Lionel. A don Juan le fascinaba ver la cantidad de dólares que ponían encima de la mesa, flamantes fajos traídos por el viejo criado Vania en una bandeja de plata. Ganaban mucho, perdían más, aunque no parecía importarles.
La mesa de aquella noche la formaban Nicolai, Victoria, la mujer de Nogueiras y Francis J. Jessop, vicepresidente de la banca Morgan, Gran Maestro de la logia de Columbia.
Victoria entró en la sala de billar, le dijo a su padre:
− Ocupa mi sitio, hoy no es mi día, estoy harta de perder.
Sir Lionel hizo un gesto de tedio y, abstraído, siguió poniéndole tiza al taco. Victoria, entonces, se dirigió a don Juan:
− ¿Querrá usted sustituirme? Si no, romperé la partida y me odiarán.
La entonación de la joven contenía muchos matices: ¿querrá hacerme el favor?, ¿podrá?, ¿tendrá dinero?, ¿se atreverá?
Don Juan, con sonrisa condescendiente, contestó:
− Bueno, allá voy…
Le asombró la rapidez con que había obedecido a la inglesita. Sería prudente. Iría sólo si tenía buena jugada. Nicolai ganó anoche tres mil dólares. Cierto es que posee las tierras de media Ucrania, pero los ganó. Con la mitad de eso, se quitaba él todas las deudas. Sería una ganancia legítima. América, cuerno de oro.
Buscó en su cartera el dinero. Barajó solemnemente. Los naipes salieron disparados hacia las manos ansiosas. Al poco tiempo, cogió un farol a Nicolai con dobles parejas. Juanito, detrás de su tío, miraba cómo éste, con lentitud desesperante, descubría sólo el canto de las cartas; por fin, las desplegaba para que su sobrino pudiera ver la jugada. Pero llegó un momento en el que la cuestión se reducía a si asistía a los dos mil dólares que había puesto Jessop sobre el tapete. El banquero parecía indiferente ante aquel hervidero de papel sagrado. Cuando Jessop envidó, su rostro senatorial apenas se contrajo para esbozar una sonrisa. Ni un músculo, ni una gota de sudor en aquel agobio, como si dispusiera de refrigeración interna. Don Juan intuía que iba de farol; a él las cartas le estaban llegando en el momento preciso, sin embargo, no tenía una jugada demasiado brillante; buena sí, aunque no para emplear en ella los trescientos dólares recién ganados. Los demás se tiraron. No debía haberse sentado en una mesa tan alta, tan fuera de su nivel. No se puede jugar con miedo a que si pierdes te quedas sin responder a lo más elemental, como pagar los recibos o la comida, o mandarle las dos mil pesetas a tu familia. Debía decidirse. “Va de farol, es seguro”. Al fin se atrevió, puso su resto sobre la mesa. Jessop tiró las cartas y le dijo: “usted gana”. Llevaba pareja de sotas. El banquero había pedido dos para simular que partía con un trío. Don Juan, al tiempo que traía hacia sí el denso dinero, sintió abrirse el Mar Rojo: se retiraron las aguas turbias, avanzaba en su carro de oro para recoger, triunfal, el tesoro. Ahora, prudencia, conservar esa fortuna. No podía cometer la grosería de levantarse de la mesa. Debía pasar mucho; ir sólo algunas veces para disimular, arriesgando poco dinero. La partida entró en unos momentos decisivos. Los dólares se movían, las jugadas eran comprometidas. Todos recibían buenas cartas, resultaba difícil mantener la sangre fría, no participar. Nicolai le ganó en una mano la tercera parte de lo que había ganado él a Jessop. Tuvo que ir. Llevaba un ful de ases. Si uno se tira con eso ante un hombre que ha pedido tres cartas, debe abandonar la partida. Se retuvo durante media hora más. Vio pasar muchas ocasiones de triunfo. Si hubiera ido todas las veces que ganaba, tendría una fortuna. Jessop dejó caer que el embajador desde hacía rato estaba “in the shell”, “metido en la concha”, tratando sólo de defender lo ganado. La provocación cayó en saco roto. No le vería los naipes hasta que llevara una jugada derribadora. Era inútil que le provocara. Decidió no beber más coñac. Recibió las primeras tres cartas. Las distinguió de golpe: rojas, dentadas, triunfantes, se mostraban las K de los reyes. Esperó las otras dos, sin atreverse a mirar a los ojos de los contrincantes. Vio la primera, un caballo; pintó con cuidado la segunda: otro rey. Póquer de reyes servido. Jessop puso todo su dinero, como otras veces, para apabullar a don Juan. Éste ahora no lo pensó. Con sus manos elegantes empujó todo lo que tenía arrastrándolo por el fieltro verde con parsimonia. Tenía cogido al magnate. Jessop pidió dos cartas. La suerte estaba echada. Don Juan quedó servido. No valía la pena engañar pidiendo una. “¿Qué tiene?”, le preguntó, humilde, Jessop. “Póquer de reyes”, contestó rápido don Juan. El banquero fijaba su mirada ósea en el puro, le subía a los ojos esa niebla de los que se creen por encima de los demás, una superioridad que no iba dirigida a nadie en concreto, sino al resto del mundo. “Éste es de ases”, dijo el banquero con armoniosas resonancias viriles y aterciopeladas en la voz, desplegando lentamente cuatro monstruos, rojos y negros, solitarios en el centro de las cartulinas blancas, como ojos de cíclope. Don Juan sintió el corazón en la garganta, un dolor fuerte en los riñones, se le nubló la vista por un instante, tragó saliva, murmuró en español algo apenas audible, pero lleno de rabia y desesperación. A las dos o tres jugadas fue al baño, contó el dinero que le quedaba en la cartera: cincuenta dólares. Podía disponer de otra oportunidad. La mesa tenía tal ritmo que resultaba posible recuperarse en una sola mano. Le dolía un poco la cabeza, trataba de comportarse con naturalidad. El ansia de desquite le había crecido hasta hacerse irresistible. Se acabaron las buenas jugadas. Fue perdiendo en pequeñas escaramuzas. Acabó sin los cincuenta dólares. Quiso levantarse. Jessop le miró de manera comprensiva y le ofreció tres billetes de doscientos. “Para que no tenga cuidado…”. Ese dinero también fue disminuyendo de manera poco heroica, hasta que lo perdió todo. Le firmó a Jessop un pagaré por seiscientos dólares. Se levantó de la mesa, la cabeza le daba vueltas. Se decía: “Imbécil, imbécil, imbécil”. Salió a la terraza, necesitaba ordenar sus ideas. El frío de la noche, el ruido de los sirvientes ajetreados en la cocina, no le hicieron recuperar el sentido de la realidad. Miraba con indiferencia las ventanas, las columnas, como si fueran un decorado. Reproducía las jugadas clave: "si hubiera pedido... si hubiera ido... ¿cómo no le noté en la cara que llevaba jugada...?, ¿cómo me amilané con aquella escalera...?, ¿de dónde saco los seiscientos dólares...?"
Nicolai salió a la terraza, cogiéndole del brazo le llevó adentro. Su amigo no comentó la partida. Antes de marcharse, Jessop le dijo que no tenía que precipitarse en devolver el pagaré. Luego, le invitó a visitarle en el Club Cosmos.
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