miércoles, 1 de septiembre de 2010

33. Duelos


    Pestaña entró en el despacho, llevaba en la mano el telegrama de Quirós. Don Juan supo al verle, pálido, un poco rejuvenecido, que traía buenas noticias: "Han detenido a los filibusteros. Agramonte ha muerto". Don Saturnino continuaba hablándole, pero él no le oía. Un éxito de su gestión, sin duda. ¿Quién sino él había comprometido a Bayard?, ¿quién, sino su sobrino, había captado la información del Crawford?, ¿quién había telegrafiado al Capitán General? En fin, Agramonte le apenaba. Un hombre noble y puro, movido por ideales, un poeta cuya pérdida, también desde el lado literario, habría que lamentar.
    Don Juan entró en las oficinas blandiendo el telegrama. Eran las doce del mediodía, la luz atacaba violenta los papeles y los tinteros. Juanito fumaba un cigarro. Paco hojeaba los periódicos.
    Don Juan miró a su sobrino al fondo de los ojos y le pasó el telegrama.
− Escaparon de vosotros y de los americanos, pero no de don Ignacio María. Te felicito.
    “Agramonte probablemente muerto...”. Juanito se levantó del sillón; miró a su tío con la boca abierta, como si no le conociera. Balbució un gruñido y salió de la oficina. Paco le dijo a don Juan que le entristecía la muerte de Ignacio.
    Pestaña entró con el último periódico. Nada nuevo, salvo el nombre de la corbeta española que había cañoneado al Crawford.
− ¡Nuestro amigo Pastorín...! − exclamó don Saturnino, mientras le entregaba el diario a don Juan.
    Paco fue a buscar a Juanito. No había nadie en el cuarto de baño. La puerta de la embajada estaba abierta. Salió corriendo a la calle. No le veía por ninguna parte. Después de dar una y mil vueltas por calles y avenidas, sin esperanza ya de encontrarle, decidió regresar pasando por la embajada británica. Frente a ésta, halló a su amigo tendido en un banco de la calle. Cuando Juanito vio venir a Paco, se incorporó y trató de levantarse con intención de huir. Como no podía, volvió a tenderse.
− ¿Qué haces aquí? − preguntó Paco.
− Viendo el espectáculo − contestó Juanito.
− ¿Qué espectáculo?
− Mi solitaria luchando contra las culebras que salen de aquella ventana. Yo sabía que el cubano había muerto antes del telegrama. Ésta me lo dijo, la sentí enroscarse de felicidad mientras me mordía las entrañas.
− Déjate de tonterías y quítate de ahí.
Juanito olía a alcohol, tenía la mirada roja. Se levantó del banco, caminó con paso vivo hasta situarse bajo la ventana de Victoria. Alzaba cada vez más la voz.
− Y ahora escucha, amada viuda, la serenata solitaria. Yo, gusano que habito en éste, te pido que abras la ventana y me mires sin desprecio...
    Aquí acabó el discurso inteligible; continuó con quejidos, silbidos y carcajadas.
Paco tiró de él con firmeza. Las luces del porche se encendieron. El mayordomo asomó, serio, la perilla. Juanito se aflojó, Paco tuvo que sostenerle. Con la cabeza gacha, dando bandazos, apoyado en los hombros de su amigo, farfullaba: “Voy a quedarme aquí hasta que me lleve el mar”. A fuerza de paciencia, Paco consiguió retirarlo.

     Ese mismo día, por la tarde, Victoria estaba en el porche mirando anochecer. Se acercó a los caballos del landó y les acarició las crines. Entonces, vio los titulares del Sun que leía el cochero: “Cuban ship...”. No terminó de leerlos. No quiso seguir. Ya adivinaba lo que se escondía detrás de aquellas letras. Entró en la embajada y se dirigió hacia el despacho de su padre. Las ediciones de la tarde reposaban sobre una mesa pulcramente alineadas. Victoria cogió el periódico. No podía leer, sólo buscaba unas palabras. Recorría una línea: “encuentro a cañonazos....”, otra, “héroes armados sólo por su valor...”, hasta que en una de las últimas: "Agramonte muerto". Soltó el periódico encima de la mesa; salió corriendo escaleras arriba, entró en el cuarto de la doncella y la abrazó sollozando. Se vio a sí misma colgada de una percha, inmóvil para siempre, incapaz de que nadie la bajara de allí.
     En los días que siguieron, pasaba en la habitación la mayor parte del tiempo. A la hora de comer, aparentaba masticar para que sir Lionel no le preguntara, intentaba no derrumbarse en su presencia. Después del almuerzo, iba al dormitorio y se echaba en la cama. A ratos dormitaba; de pronto se erguía, andaba hacia la ventana, rompía a llorar y volvía a echarse. Con la melena se tapaba la cara; a veces, todo el cuerpo. La doncella, al entrar en el cuarto, sólo veía sobre el lecho un amplio manto de pelo, como un edredón negro.

     El World lanzaba llamaradas en primera página acusando a España del asesinato del "noble poeta y patriota Ignacio Agramonte". Don Juan recibió un anónimo: “Un amigo le advierte de que cierto periódico publicará con todo detalle su "love affaire" si no retira dentro de tres días la denuncia contra Patria”. La carta venía escrita con letras góticas, en caro papel satinado. Don Juan pensó en Herlizer. Si se publicara su relación con Catalina, quedaría en una situación insostenible ante Cánovas, ante Bayard y no digamos ante su mujer. ¿Pero, si retiraba la denuncia, cómo explicarle a su gente la decisión? Después de dudarlo mucho, y pensando que por lo general los anónimos sólo pretenden amedrentar, decidió no hacer caso.
     A los pocos días, un telegrama del ministerio comunicaba la muerte del rey Alfonso XII. Don Juan sintió un encogimiento inmediato en el pecho. El rey siempre le pareció un buen muchacho, las veces que había hablado con él se había mostrado considerado y cariñoso. Temió intentos carlistas, republicanos, militares..., los cuervos aprovecharían la oportunidad. Confiaba en Cánovas, en Sagasta, pero podía pasar cualquier cosa.
     Organizó un funeral en la iglesia de Saint Matthew al que asistieron el presidente, senadores, congresistas y todo el cuerpo diplomático. Catalina acompañaba a su padre. Victoria se sentaba al lado de Sir Lionel. Era la primera vez que salía desde la muerte de Ignacio. Ahora las casullas moradas, el olor del incienso, el Dies Irae, eran para su rey. Terminado el oficio de difuntos, los asistentes se despidieron del embajador. Pasó Cleveland, se detuvo ante don Juan haciendo una ligera reverencia. Luego Bayard, Sir Lionel, Nicolai, un desfile de uniformes y caras adustas. Juanito, desde los bancos laterales, casi escondido detrás del pilar de la nave central, acechaba la salida de Victoria; pero ésta, cogida del brazo de Catalina, tomó por una de las naves laterales. Juanito se apresuró hacia la puerta. Como todo el mundo iba muy despacio, la tuvo un instante al alcance de sus ojos. Ella le reconoció, pero no hizo gesto alguno; miró indiferente hacia un punto lejano y siguió hasta el coche de sir Lionel.
     Juanito esperó a su tío. Cuando don Juan le vio, estaba tan pálido, tenía tal expresión de duelo, que parecía el único que allí sufría de verdad. Dentro del coche, empezó a canturrear por lo bajo y no paró hasta que llegaron a la embajada.
     En los días que siguieron, tío y sobrino cayeron enfermos. Paco y don Saturnino, al llegar a la oficina, preguntaban a Therèse por los pacientes. La cocinera llevaba tres noches durmiendo en la embajada a petición de don Juan. El sobrino no se levantaba de la cama, no quería ver a nadie. Paco, un día intentó entrar en la habitación, pero la encontró cerrada por dentro. Juanito le dijo con voz lastimera: “No te preocupes, estoy cansado, es la solitaria”, terminando con un suspiro que habría conmovido a las piedras.
     Era la primera vez, desde que estaba en Washington, que la malaria atacaba a don Juan. Había cogido las fiebres en Brasil, muchos años antes, y en los últimos tiempos raras veces recaía. Pero ahora la calentura duraba demasiadas horas y le llevaba a un estado de exaltación casi delirante. Conocía los mareos, el gran disgusto de estómago, los escalofríos, el dolor de cabeza... Sin embargo, en esta ocasión, la quinina no podía evitar que la fiebre le subiera a más de cuarenta.
     Las dos noches peores las pasó Catalina sentada en una butaca al lado de la cama de don Juan, secándole el sudor, diciéndole con cariño “estoy aquí”, cuando, en los momentos de tregua del inquieto desvarío, él miraba angustiado alrededor por si estaba solo. Catalina llamó al doctor Gardner, el médico de la familia. Lo primero que hizo fue prohibirle que atendiera al paciente. Luego, propuso un tratamiento homeopático y a los tres días el enfermo mejoró de forma notable. La última noche que el doctor estuvo en la embajada para ver a don Juan, éste le preguntó si Catalina podía visitarle de nuevo.
− Ahora sí. Pero no debe cansarse − dijo Gardner −, y en ningún caso estar dos noches sin dormir, con tensión. Su corazón está débil. Ha heredado de la madre esa insuficiencia. Ella se niega a admitirlo, cree que como todavía no ha tenido aviso alguno, puede seguir una vida normal. Los paseos, los caballos, no hacen daño a nadie; las emociones son lo peor. Usted sabe también que algunas veces padece postraciones nerviosas…
     Don Juan no pudo sostener la mirada de aquel hombre apuesto y bien vestido, pues se la dirigía con un brillo de advertencia que podría interpretarse como: “parece mentira que una persona de su edad esté en amoríos con una joven enferma y sensible a la que pone en grave riesgo”.

     Una vez incorporado al trabajo, Pestaña le informó de que Cánovas había cedido el poder a Sagasta y de que éste había nombrado ministro de Estado a Segismundo Moret. En principio, no le preocupó, pues, aunque nunca le sería tan favorable como Elduayen, Moret no tenía nada contra él y, las pocas veces que se habían visto, lo había tratado afablemente. Era un presumido y un sabelotodo, tenía una oratoria cargada de fullería, pero ¿qué político no andaba más o menos lo mismo?
     Luego, Pestaña le dijo que el juez ante el que solicitaron el cierre de “Patria” no había admitido la denuncia, considerando que "la libertad de prensa en los Estados Unidos es algo sagrado y que ese diario defiende los mismos principios que el pueblo americano". Al terminar de exponer las novedades, don Saturnino carraspeó, pasó la mano por su calva y cogió un periódico que había sobre la silla. Con el brazo encogido, se lo entregó a don Juan.
− Lea la sección “High Society”.
     Pestaña salió de la habitación y dejó solo a don Juan.
     Era una vez más el World. Aparecían unas preguntas planteadas como adivinanzas. La tercera decía: “¿Qué diplomático extranjero, casado y con hijos, mantiene un "love affaire" con una "belle" washingtoniana?” Así pues, a pesar de que Herlizer había ganado, de que el periódico cubano no se había cerrado, todavía insistía en hacer daño. Bueno, eran dos líneas, no figuraban los nombres ni los detalles ni el escándalo, sólo un acertijo que resolverían los que de todas formas ya lo sabían. Lo mejor, no darse por aludido.
    La noche siguiente, en casa de la duquesa de Bonaparte, don Juan salió a la terraza con Catalina. Ella se acercó y trató de besarle. Don Juan apartó la boca.
− ¿No ves que todavía tengo pupas?
− Me da lo mismo – y levantándose un poco, le dio un rápido beso en cada uno de los ojos.
− El doctor Gardner me ha dicho que no debes contagiarte, ni abusar de las emociones.
     La cara de Catalina quedó ensombrecida por un instante. Pero luego otra vez la luz volvió a su mirada.
− ¿Qué más te ha dicho?
− Que no tienes muy bien lo que yo más quiero de ti. ¿Por qué no me lo has contado?
− No quiero que me tengas pena… ¿Que lo he heredado de mi madre? Estupendo, ella ha dado a luz a nueve hijos y tiene cincuenta años. Estoy decidida a vivir con intensidad lo que me quede de vida…− Catalina se acercó, le miró a los ojos y con voz serena continuó:
− Una hora de vida gloriosa vale más que una vida de horas tediosas…
− Eso dicen los románticos, pero estamos a final de siglo.
− No te preocupes por mí, tengo unos buenos años para vivir.
− ¿Has leído lo que ponía el World de nosotros? − preguntó don Juan.
− No. Me lo ha resumido Olga. ¿Qué nos importa lo que piense la gente? ¿Nos consuelan cuando sufrimos? ¿Están allí cuando extendemos la mano buscando que nos rescaten?
− Pero a tu padre…
− Mi padre quiere sobre todas las cosas que yo no sufra. Y aunque sé que le cuesta trabajo comprenderme, hace todo lo posible.
− Así me gusta verte – aseguró don Juan con voz contenta.
− ¿Ves?, ahora tengo el sentimiento vivo de que me quieres, y soy fuerte y feliz, venga lo que venga… Pero cuando sospecho que estás cansado de tu vida aquí, que echas de menos a tus hijos, tus libros, tu tierra, mi razón me ordena querer que te vayas a donde más te guste, que no te haga sentirte en el más mínimo grado atado por mí. No puedo imaginar amar a una persona y no desear que se sienta libre. Entonces, una mano fría agarra mi corazón. Intento decirme a mí misma: “Soy fuerte, soy muy fuerte” y, después de todo, será lo que tenga que ser. Si he de ser infeliz, lo seré; hay un fin para eso también.
− No debemos preocuparnos... Al fin y al cabo, Sagasta es liberal.


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