viernes, 17 de septiembre de 2010

El desierto de los mongoles


    Si bien el concepto es un poco heideggeriano y sobre él han insistido mucho teóricos como, por ejemplo, Gianni Vattimo, es casi imposible negar, desde la experiencia sensible, que una de las funciones de la narrativa es la creación de mundo. O mejor aun, de mundos.
    Un lector asiduo que realiza la mayor parte de sus lecturas en el transporte público me comentó una vez que prefería las novelas largas. Comenzaba a leerlas en casa, apoltronado en un sillón, pero se detenía cuando empezaba a conocer los personajes para luego retomar la lectura en sus largos viajes al trabajo y de vuelta a casa. "Es lo mejor que me puede pasar. En un vagón de tren donde vamos hacinados entre desconocidos, abro la novela y me encuentro con gente cuyos destinos me inquietan y preocupan. Es reencontrarse con una familia en una habitación privada que ya hemos frecuentado."
     Es la primera instancia de creación de mundo. La segunda, y tal vez la más importante en términos culturales, se produce cuando un conjunto de lectores coincide en el valor que le otorga a la obra, cuando la experiencia de intimidad que ha producido el contacto con ella resulta compartida por desconocidos que, así, dejan de serlo tanto. Heidegger llamaba a esto "mundo"; hoy se lo llama "comunidad".
     Nuevas tecnologías aportan nuevas maneras de crear mundo. Pasó en el Renacimiento, cuando los florentinos descubrieron la perspectiva científica y pintaron retablos que equivalían al 3-D del siglo XV. Pasó con el nickelodeon y su vástago deslumbrante, el cine. La consolidación de Internet y sus diálogos, su oferta inconmensurable de contenidos, nuestra capacidad de concentración cada vez más disminuida por sus múltiples convites, ha hecho que muchos se planteen, en momentos en que el ebook gana terreno en nuestro imaginario, cuál será la forma que la creación de mundo adquiera en sus dominios.
     Hay quienes se decantan por la ficción breve, brevísima, adaptada a nuestra alicaída atención. Y los hay que ven en los videojuegos un modelo para lo que se ha dado en llamar ficción "transmedia", algo que nos acompaña desde los años 80 como una corriente subterránea que no termina de imponerse. Quienes militan en estas filas siguen creyendo que la inmersión en mundos conjeturales ofrece una recompensa inigualable a nuestras capacidades cognitivas. Entre ellos se encuentran estudiosos como, por ejemplo, Mathew Kirschenbaum, de la universidad Maryland, que ve en Second Life o en Farm Ville a los precursores de estas nuevas maneras de narrar. Otros, como el poeta Guy LeCharles Gonzales, que sin renunciar a la palabra escrita, ven en la ficción de género participativa (una derivación del fanfiction) la promesa de un futuro. Y aquellos que, como Cory Doctorow, le dan la bienvenida a toda experimentación, sin hacerle ascos a sus orígenes.

     Lo común a todas estas propuestas es la participación activa del lector, ya sea creando contenidos, como es el caso del fanfiction colectivo y manipulado desde los hilos de una mastermind que sería el autor, sus textos y sus algoritmos; ya sea creando código, como en la propuesta de Kirschenbaum.
     Porque ésta es una de las discusiones más activas entre los creadores de mundo que han abrazado la Red, el anuncio de la aparición de The Mongoliad, una saga participativa dirigida por los autores Neil Stephenson y Greg Bear y hecha posible gracias al programa PULP, fue una de las noticias mejor recibidas de la semana. Uno de los más entusiastas fue Cory Doctorow.
     The Mongoliad es ficción de género, tal vez la que mejor se preste para la creación express de mundos, y entra en la clasificación de fantasía épica. Se escribe por entregas, como la literatura popular lo ha hecho de antaño, y viene con una batería de extras: videos, fotografías, cuentos cortos alrededor del tema principal. A esto se le suman sus cualidades participativas: hay una wiki para crear una enciclopedia que dé cuenta del mundo ficcional y, además, la posibilidad de escribir ficciones derivativas al estilo fan. Una parte del contenido es de libre acceso, pero para acceder a todo ese mundo y, además, participar en su creación, es necesario abrir una cuenta con una suscripción de 5,99 dólares que da acceso por seis meses la modalidad anual, por 9,99. Vencida la suscripción, el acceso a la lectura de los materiales continúa, pero ya no se podrá leer nada nuevo que se escriba en el desarrollo de ese mundo de las invasiones mongólicas hasta que el suscriptor no la renueve.
     En principio, las condiciones parecían equitativas, aunque no faltaron los internautas que consideraron exagerados los casi diez dólares de la suscripción anual. Al margen de los militantes del gratis total, el regocijo fue generalizado. Por fin aparecía un modelo de creación que combinaba los placeres de la narración con un modelo de negocio viable.
     La saga, sin embargo, a dos días de su presentación en sociedad, promete ir por otros derroteros. En BoingBoing, el blog donde Doctorow saludó con fanfarrias la inauguración del ciclo narrativo, los lectores han comenzado a dar cuenta de su experiencia en la sección de comentarios. Allí denuncian que en las condiciones impuestas por el modelo de suscripción, los autores o la empresa que han formado, advierten que cualquier contenido agregado o creado por la comunidad de lectores pasa a ser de su propiedad, de la cual podrán disponer como mejor les parezca. Los participantes de buena fe que han querido participar de The Mongoliad como creadores secundarios se sienten estafados: les obligan a pagar para crear un material único de cuyo usufructo posterior quedan excluidos. La propuesta se parece demasiado a las penurias cotidianas del mundo real como para generar simpatía, porque la fantasía de comunidad, de bien creado entre todos, se convierte con toda crudeza y sin máscaras en una realidad de apropiación de los bienes comunes.
     Del otro lado de las murallas levantadas por los creadores de The Mongoliad, hay un desierto poblado de sombras enfadadas y temibles: los lectores que nunca llegarán a ser, porque por sobre el deseo de lectura y participación se ha impuesto un concepto de propiedad intelectual mal habida.
     ¿No habría sido más sencillo recurrir a una licencia de Creative Commons para la obra final y colectiva? Sí y no. Porque con eso se desmoronaba una de las patas del trípode: el modelo de negocio.
     The Mongoliad es una prueba más de los fracasos a los que estará expuesta una doctrina del copyright concebida para objetos cuya creación en red no fue tan evidente hasta la llegada de Internet.
    ¿Estaremos a la altura del desafío? Esto es, ¿sabremos autores y editores cómo ganarnos la vida con las nuevas reglas de juego que nos impondrá el medio y el público que lo usa? 

Entrada publicada por Julieta Lionetti en Libros en la nube

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3 comentarios:

  1. Interesantísima entrada!

    Al mismo tiempo que todas las reflexiones teórico-abstractas sobre la narratividad y las potencialidades del campo virtual, no podemos olvidar que detrás de todo esto hay unas relaciones sociales de propiedad/apropiación. En ese sentido, el debate copyright/copyleft me parece central, que vendría a reflejar la paridad Dominio Público-Bien Común / Propiedad Privada-Derechos Patrimoniales... Tampoco quisiera parecer un "fanático del gratis total" (aunque no ando muy lejos), pero en casos como este las relaciones jurídicas parecen más importantes que las transacciones discretas.

    Este me parece un buen ejemplo en el que la comunidad fan no se deja engañar: si todos estamos "colaborando", ¿por qué unos pagan y otros cobran? ¿Por qué unos son "autores" y otros "suscriptores"? Así, no me resulta extraño que los internautas se pregunten ¿Por qué debería crear?

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  2. Gracias por dejar un comentario, pero mucho más agradecida estoy por la remisión al blog Falando no deserto y al interesantísimo post relacionado.

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  3. Gracias Julieta, nos seguimos leyendo.

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